Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

30 enero 2006

Noticias

Estos días ha estallado un escándalo financiero en Japón que ha merecido unas líneas de los periódicos digitales españoles. Hideaki Noguchi, ejecutivo de la empresa Livedoor, sospechoso de falsificar información para aumentar la cotización de los títulos de su compañía en el mercado, apareció muerto, con las venas cortadas, en un hotel de Hokaido. El escándalo originado por las irregularidades de esta empresa causó el desplome de la Bolsa de Tokyo. Pero el suceso no es ajeno a la mentalidad japonesa. En este país el suicidio no está censurado por la religión sintoísta y la muerte ha sido considerada tradicionalmente como una manera de escapar al fracaso o a la deshonra. El ritual del harakiri (cortarse el vientre, en japonés) fue el medio por el cual los samurais evitaban caer en manos del enemigo o expiar una falta al código de honor y evitar así la vergüenza. Al finalizar la segunda guerra mundial, numerosos militares japoneses pusieron fin a sus vidas, antes que caer en manos del enemigo. Recuerdo ahora el caso de un constructor, implicado en la construcción, ilegal, de casas vulnerables a los terremotos, que puso fin, igualmente, a su vida. Ahora el gobierno habla de demoler un buen numero de casas, algunas de reciente construcción, dejando el problema planteado de qué hacer con los afectados.
Un profesor de psicología nipón explica, respecto a estos estos suicidios, que suele tratarse de un intento de compensar algún perjuicio que se ha causado a un cliente, o superior en la empresa. Para entender esto último es necesario comprender que en Japón, la devoción a la empresa en la que se trabaja es algo muy interiorizado. El mencionado profesor explica que los suicidas pretenden lograr un efecto de limpieza. Castigar a una persona muerta es lo peor que se puede hacer. No respetar a los muertos, investigar sus pecados, no está bien visto en Japón. La devoción a los antepasados, con raíces confucionistas, está también, pues, detrás de estas conductas.

25 enero 2006

PITÁGORAS Y LOS LLAMADOS PITAGÓRICOS (3)

ALMA


El alma para los pitagóricos era inmortal. Para Homero también era inmortal, pero se trataba de una sombra sin fuerza que recibía del cuerpo su capacidad de movimiento. Era una creencia para gente (los dioses de la edad heroica) que asociaba la vida feliz con la material, de las fiestas, los combates y el amor. Solo los dioses eran inmortales, para los hombres hubiera sido una blasfemia. Para los órficos la esperanza en la inmortalidad se basaba en mitos complejos y se podía conseguir mediante arduos esfuerzos para desarrollar el elemento divino. Los ritos había que renovarlos periódicamente, con prohibiciones rituales. Esta religión está muy vinculada a la pitagórica e incluso algunos de los libros sagrados de los órficos fueron escritos por pitagóricos destacados. Pitágoras dice que se debe ser un dios en lugar de un mortal. Para Pitágoras, a diferencia del orfismo y otras concepciones filosóficas similares, el camino de la salvación pasa por la filosofía. Lo religioso y lo filosófico se unen en el pitagorismo.

Para los pitagóricos el universo, como un todo, era una criatura viva dotada de inteligencia. Esto era algo conocido o adoptado por los milesios. Para los pitagóricos si el mundo era un ser vivo que vivía por respirar el aire del infinito que le rodeaba, y si el hombre también vivía mediante la respiración (al alma humana era aire) entonces el parentesco era evidente. El universo era uno, eterno y divino. Los hombres eran muchos, separados y mortales, pero el alma, la parte esencial del hombre no era inmortal, era una chispa del alma divina universal, atrapada en un cuerpo perecedero. Esto da finalidad a la vida: cultivar el alma y quitarse la mancha del cuerpo para alcanzar el alma universal. El alma permanece en el ciclo de las reencarnaciones mientras sea impura, encadenada a un cuerpo, bajo la impureza de las formas más inferiores de la materia. Escapará de ese ciclo cuando se purifique con la vida según ideal. El hinduismo tiene aspectos muy parecidos en sus creencias. Aceptaban el politeísmo, aunque tenían preferencias por Apolo. Lo divino colmaba a los místicos y daba una razón última al universo. ¿Cómo salir de esto? Algunas religiones mediante revelaciones. Los órficos mediante una forma de sacramento. Pitágoras mantuvo aspectos formales pero introdujo novedades. Pitágoras fue el primero que hablo de filosofía y se llamó a sí mismo filósofo, como purificación para salir del ciclo. Para Pitágoras pues la salvación no depende solo de ritos, sino del empleo de la razón para obtener el conocimiento.

Pitágoras enseñó la doctrina de la trasmigración y también del alma inmortal, que debe su inmortalidad a su parentesco con el alma universal y divina que puede regresar a su fuente divina cuando se haya purificado. Las motas del aire eran la materia del alma. La noción de vida a partir del automovimiento les indujo a ello. Recordemos que el aire es el pneuma, el aliento del universo. El alma es una armonía, porque la armonía es una mezcla o composición de contrarios, y el cuerpo está compuesto de contrarios. Parece que hay en nosotros una cierta afinidad con los modos y ritmos musicales. Los elementos últimos de todo son los números y la totalidad del cosmos debe su carácter de algo perfecto, divino y permanente al hecho de que los números, de que se compone, se combinan del mejor modo posible según las reglas de la proporción matemática, tal y como las han revelado los estudios de Pitágoras. En resumen, el cosmos, debe todas estas cualidades deseables al hecho de que es una armonía que se encuentra en los majestuosos movimientos de los cuerpos celestes. El cosmos es un dios viviente, engarzado en una unidad única y divina por el poder maravilloso de la armonía matemática y musical.

Nuestras almas son de la misma naturaleza aunque separadas por la impureza de lo mortal. Nuestra identidad con lo divino tiene que consistir, necesariamente, en números, en armonía y, en la medida en que estamos necesitados de la purificación de la filosofía, tiene que ser acertado llamar al elemento de impureza un elemento de discordia, causada por una imperfección en el orden numérico de nuestras almas, un elemento de lo Ilimitado no sometido al yugo del principio bueno del límite.
No se admite el suicidio pues los dioses son los únicos que pueden decidir cuándo debe alcanzarnos la muerte. Cuando lo permiten, la muerte es una liberación de la prisión. El alma, en la vida, ama al cuerpo y depende de él, seducido por los placeres sensuales.

La identificación de la psyche con la vida física estaba profundamente enraizada en el pensamiento griego. Esto llevo a alguna escuela pitagórica (los médicos, como Alcmeón) a negar la inmortalidad del alma. Decían que el alma era la armonización de los cuatro elementos y no podría existir separada del cuerpo. Todavía no había clara distinción entre lo material y lo inmaterial. Este sistema sienta las bases de la concepción del alma en Platón.

El alma para los pitagóricos es un estado o disposición de los números, el alma es armonía de sus propias partes, no de las partes del cuerpo. Existen razones para pensar que los pitagóricos creían en dos clases de almas, algo que tomaban de creencias muy antiguas y muy extendidas: alma-hálito y alma-imagen o alma-sombra. Algo parecido decía Empédocles del alma que entiende de sensaciones y de la parte divina que tiende al conocimiento verdadero. Dos almas, la psyche que se desvanecía con la muerte del cuerpo y que los escritores medicos racionalzaron en una harmonía de contrarios físicos que formaban el cuerpo y los daimones o participaciones en la divinidad, inmortales y que transmigran

21 enero 2006

Corea (Diciembre 2005)




Jueves 22 de diciembre


Primer día de vacaciones de Navidad. Amanece nevando. Y ya va para unos cuantos días en que apenas se contiene este caer silencioso de copos que me produce una extraña mezcla de serenidad y tristeza. Nos levantamos ni pronto ni tarde y terminamos de cerrar las maletas. En nuestro caso vacaciones significan viaje. Las cosas empiezan a anunciarse mal en la misma estación de tren de Imawatari. El hombre que atiende la taquilla nos toma las reservas y nos devuelve el dinero. Nos explica que el aeropuerto está cerrado. Le preguntamos si aun así podemos tomar el tren pero ya la conversación se hace demasiado complicada para nuestro entendimiento del lenguaje nipón. Como tenemos los billetes y las ganas de viajar, nos subimos al tren. En Inuyama tomamos el expreso al aeropuerto, a pesar de que ya no tenemos la reserva. Por la ventanilla se ve que la nieve cae, pero no parece que entorpezca la vida de los laboriosos habitantes de estas tierras. A ratos, incluso, se ven claros en el cielo y un sol que tímidamente parece querer decir algo en este día. Al atravesar Nagoya nos sentimos algo más animados, pero conforme el tren se acerca al aeropuerto, el cielo se espesa, se ennegrece. La nieve caída, todavía sin limpiar, obstaculiza las carreteras y las calles. La autopista está cerrada. Incluso el tren llega con retraso, lo cual no debe ser buena señal en este país. Nos bajamos con la congoja de lo incierto. Me paro ante los primeros indicadores que anuncian los vuelos: todos están cancelados o retrasados. Vamos al mostrador de Korean Air y nos explican que no saben si volaremos o no. Son las dos de la tarde y el vuelo estaba previsto para las cuatro y media de la tarde. Una amable empleada nos informa de que a las cinco de la tarde nos podrán dar más información. Esperar. Comer. Conjeturar.
A las cinco nos informan de que a las nueve se sabrá si finalmente sale el vuelo o no, pero no hay certeza. Como uno ya se ha visto en trances semejantes varias veces, decide quedarse cerca porque sabe qué, a estas alturas, nadie tiene claro nada. Y, efectivamente, a la media hora anuncian que se puede empezar a facturar. Hace rato que ha dejado de nevar, pero el cielo, justo antes de anochecer, no ofrecía perspectivas de mejora. Equipos de televisión entrevistan a los pasajeros, desesperados, que se acumulan por todas partes. En la tarjeta de embarque se puede leer como hora de salida las veintiuna cincuenta. A las diecinueve quince estábamos despegando. Por fin.
A las nueve y cuarto el avión aterriza en el aeropuerto de Incheon, cerca de Seúl. Una vez pasado el control de pasaportes y recogidos los equipajes, preguntamos por un autobús para ir a la ciudad (está bastante lejos). Un amable empleado de un mostrador dedicado a la búsqueda de hoteles para turistas poco previsores nos explica cómo llegar al nuestro e incluso llama al hotel para explicar que vamos a llegar más tarde de lo previsto. Su inglés es bastante bueno. También le escuchamos hablar un fluido japonés con otros visitantes. Primer contacto, positivo, con la población local. El autobús tiene las ventanas muy sucias y es difícil ver con claridad lo que hay al otro lado. Autopista y luego aparece la ciudad, enorme. Un río, igualmente grande y cruzado por muchos puentes, iluminados con luces de colores, parece acompañarnos en un buen tramo del viaje. Después de una hora y cuarto llegamos al edificio del COEX, desde el que caminamos hasta el hotel. Todas las calles están cubiertas de una nieve resbaladiza y hace mucho frío. Sorprende que a pesar de la hora, las once y media de la noche, de tratarse de un día laborable, hay mucha gente por la calle, andando y en coche. Los ojos devoran lo que ven, curiosos de encontrarse en otro país. Mucha gente trajeada, con sus maletines, caminan con paso incierto sobre la nieve helada. En los quince minutos que nos lleva llegar al hotel hemos visto al menos a seis tipos borrachos, ayudados por sus amigos, tambaleándose, quedándose plantados en mitad de una ancha avenida, con solemnidad, ignorado a los coches que le esquivan como pueden, hasta que alguien le hace entrar en razón y lo devuelve a la acera...
Y por fin el hotel. El viaje ha sido muy largo: casi doce horas desde que salimos de nuestra casa. Aun así, con la excusa de bajar a comprar algún yogurt para tapar la cena, inexistente, aprovecho a brujulear un poco los alrededores del hotel. Mas borrachos, gente que todavía esta cenando, amplias avenidas... Y muchísimo frío. Mañana más.





Viernes 23 de diciembre

Amanece el día gris y oscuro. La nieve sigue instalada en la calle. El frío es intenso. Los pronósticos daban hasta trece grados bajo cero de mínima y solo tres bajo cero de máxima. Ya lo sabíamos antes de venir y traemos ropa de abrigo. Me siento enérgico, pletórico, lleno de ganas de abrir los ojos a la ciudad.
Después de desayunar vamos en metro a la estación de tren. Compramos los billetes para ir a Busan y a Gyeongju. Sorprende que hasta el empleado que nos vende los billetes chapurrea el inglés. Lo mismo que el que nos vendió los billetes en la estación de metro (no utilizamos las máquinas automáticas). Cuando hemos terminado nuestra compra de billetes, tomamos de nuevo el metro hasta el palacio de Deoksugung. La temperatura en la calle es de ocho grados bajo cero y cuando sopla un poco de aire, en la poca superficie de la cara que uno deja descubierta, siente un dolor punzante que se va acumulando con las horas pasadas a la intemperie.
El palacio, construido a finales del siglo XVII, es un conjunto de edificios de madera pintados de rojo, soportados sobre piedra que lo aísla del suelo. Se reconstruyó debido a la destrucción del palacio original durante la segunda fase de la primera ocupación japonesa de la península. Los techos, de zinc oscuro, pueden recordar a las construcciones japonesas. Pero los aleros, dibujados con vivos colores, son cosa nueva para mí. Aunque las puertas de los edificios están abiertas y se permite contemplar su interior, casi siempre sin muebles, suelo de madera, no se puede entrar. La nieve se acumula en el suelo de tierra sobre el que nos movemos. Alrededor, grandes edificios demuestran como la ciudad ha ido devorando los alrededores, respetando únicamente este recinto real. Eso le hace perder una parte del encanto que debió tener en su día. Los árboles, desnudos, dibujan hilos huidizos y desordenados en el cielo gris de la ciudad. Me resulta agradable pasear por este lugar. Un guardián del palacio, debidamente acreditado, nos comienza a explicar los pormenores de un edifico donde parecen guardarse los atributos reales. Su charla, en un inglés bastante decente, empieza a mortificarnos cuando se termina recreando en explicarnos hasta los detalles más absurdos de las piedras del suelo. Varios intentos de quitarnos de encima su presencia para seguir visitando la ciudad, a pesar de lo claro de nuestros gestos, resultan infructuosos. Su mirada, un tanto demente, me desagrada. Al final, una despedida sobre sus propias palabras, es la única manera de librarnos del hombre. Fuera una iglesia que me trae aires griegos y el edificio del City Hall de aspecto estalinista.
Ignorando la comida, tomamos el metro de nuevo (se agradece el calorcito) y nos dirigimos a la parada de Gyeongbokgung, para visitar el palacio del mismo nombre. Este palacio fue el primero fundado por la dinastía Joseon. Al parecer este tipo, un militar empleado por la casa reinante, se sublevó contra sus amos, rechazando participar en una batalla contra los chinos. Se nombró a sí mismo rey y recibió el apoyo del emperador chino. Este hombre fue el que trasladó la capital a Seúl desde Gyeongju (a donde iremos la semana próxima). Esta última fue la capital del reino del sur que posteriormente se unificó con el del norte bajo la dinastía Silla. Si hay algo que me gusta de viajar es la cantidad de cosas que se aprenden viendo, y sintiendo como se despierta la curiosidad.
Este palacio fue reducido a escombros durante la ocupación japonesa de finales del siglo XVI. Reconstruido, fue vuelto a destruir parcialmente durante la segunda ocupación japonesa, de 1910 a 1945, en la que Corea se convirtió en una provincia del imperio japonés. Parece ser que los japoneses construyeron su cuartel general para la administración justo enfrente de la puerta principal, para impedir que la gente pudiese contemplar los edificios no derribados. Me pregunto qué sienten todos estos japoneses que hemos visto visitando este edificio cuando leen la información acerca de las tropelías cometidas por su país contra los coreanos. Las relaciones entre ambas naciones no parecen haber sido muy buenas. Ni siquiera en estos tiempos parecen llevarse bien. Aprovechamos una visita guiada en inglés para dejarnos llevar por una guía de rostro amable. Mientras esperamos a que empiece la visita guiada, vemos el pintoresco cambio de guardia. Los gorros de algunos de estos tipos me han recordado a los de las series coreanas que hacen furor en Japón.
El palacio es bastante más grande que el anteriormente visitado. Al fondo, se ven las montañas, lo cual le da un aspecto mucho más retirado. Me gusta más así. Pasada la entrada principal donde unos soldados ataviados a la manera tradicional desafían el terrible frío que viene azuzado por vientos gélidos, entramos en una gran explanada de piedra. Caminamos y cruzando puertas de madera entramos en nuevos recintos flanqueados por muros de madera, en el centro o a los lados de los cuales se alzan edificios de madera que fueron recintos administrativos o residencia de los reyes. Es muy agradable pasear por estos lugares, no muy congestionados por visitantes (muy pocos occidentales) y ver como el sol terminó por imponerse y, durante nuestra visita, un intenso cielo azul se dejó retratar en las fotos. Uno atraviesa una puerta de madera que está situada en una especie de muro, que en ocasiones contiene dependencias menores. Entra en una explanada de tierra a modo de patio y allí aparece, en el centro un edificio, de madera sobre base elevada de piedra. A veces hay corredores de madera entre edificios. Un pabellón sobre un estanque (helado durante nuestra visita) que parece ser el orgullo de los que muestran el palacio. Al terminar la visita, en el extremo opuesto a donde habíamos entrado, nos dirigimos al National Folk Museum, más que nada para ver si entrábamos en calor y comíamos algo. Pudimos hacer las dos cosas, si bien se trato solo de una imitación de un sándwich. Al terminar de recuperarnos un poco, entramos en el museo. Aunque solo vimos un par de salas, aprendimos unas cuantas cosas.
Por ejemplo, al igual que en Japón, los ideogramas chinos (los kanjis aquí se llaman hanja) fueron la primera escritura que emplearon los coreanos. Pero a diferencia de mis colegas nipones, en Corea, en el siglo XVI se introdujo el alfabeto hangeul, para que la gente pudiese aprender la lengua escrita sin complicaciones. Se siguió empleando la escritura japonesa, considerada culta por la minoría ociosa que la empleaba, pero el hangeul se extendió y hoy es el medio de escritura del idioma coreano. Eso sí, se siguen estudiando los ideogramas chinos en las escuelas. El hangeul contiene 24 caracteres, pero los caracteres se agrupan formando sílabas en grupos compactos. Es curioso ver como han resuelto el tema dos culturas diferentes. Lo que no me convence aquí es la romanización de los términos, ya que tratando de pronunciar según la guía del Lonely Planet, a veces, cuando pregunto por la calle, me miran extraño y cuando toman ellos la guía y lo leen en coreano lo pronuncian de una manera distinta. Parece ser que hace cinco años el gobierno cambió las normas de romanización del lenguaje.
Ya son las cinco de la tarde. Nos sentimos cansados, así que tomamos el metro para regresar hacia el hotel. Nos bajamos un par de paradas antes y caminar un poco por la calles. Bulliciosas, ruidosas. La gente conduce de una manera un tanto caótica. En cierta ocasión, estábamos cruzando un semáforo que se acababa de poner en verde para los peatones, cuando un arrogante conductor, tocando la bocina, cruzó de manera imprudente el semáforo para colarse en una intersección. Me llaman la atención la cantidad de coches grandes, negros, con cristales tintados, que parecen de ministros. Pero menos. Y cómo aparcan sobre las aceras. Parecen mucho más caóticos e irrespetuosos conduciendo que los japoneses.
Paseando, ya de noche, el frío termina por darme dolor de cabeza. Se agradece el calorcito del hotel. En la habitación leo el Korean Times, uno de los periódicos editados en inglés. Lo he comprado en una estación de metro. Allí habla de los estragos causados por la tormenta de nieve del jueves, es decir, del día que llegamos nosotros.



Sábado 24 de diciembre

Nochebuena en otras latitudes. Aquí, un día más para viajar. Mañana de frío intenso, de sol brillante. Cerca del hotel está el templo de Bongeunsa. Originalmente fundado en el siglo VIII, recobró ímpetu cuando al budismo le fue bien en este país. El budismo fue introducido desde China a comienzos de la era cristiana. Apoyado por la dinastía Silla, adopto elementos chamanistas indígenas, desarrollándose prosperas comunidades de monjes en templos. Cuando se fundo la dinastía Joseon, el budismo fue remplazado por el confucianismo, también de origen Chino (Japón y Corea no serían lo que son si no fuese por la cultura china). Yentonces al budismo le fallaron los apoyos estatales.
Varios edificios, donde en el momento de nuestra visita hay mucha gente rezando, configuran este templo. Hay, también, un curioso edificio, sin paredes, como un pabellón sostenido por columnas de madera, con figuras de madera un tanto surrealistas.
Tomamos el metro para ir a Insadong Gil. Es una calle animada con tiendecillas de artesanía y locales para comer. De la calle principal salen otras callejuelas estrechas muy curiosas. Pero de vez en cuando da uno con un callejón sucio y lleno de trastos que parece hacer dudar de la realidad y naturalidad de esas calles turísticas. Caminando desde allí llegamos al palacio de Changdeokgung, que solo se puede visitar en grupo. Ya sabíamos que había visita guiada en inglés a la una y media, gracias a la información del Lonely Planet.
Otro palacio para recordar. Otra vez el cielo azul y una luz intensa para mostrarnos el lugar. Una guía con un habla un tanto desencajada nos va mostrando las diferentes estancias. El frío es duro de llevar, pero el paseo lo merece. Bajamos al jardín secreto, donde un estanque totalmente helado es rodeado por un par de construcciones de madera en las que a uno le gustaría sentarse con veinte o veinticinco grados más. Como la visita solo es en grupo, cuando entramos en uno de esos patios de suelo de tierra rodeado de edificaciones de madera, no vemos a más turistas y eso le hace a uno creer con más intensidad que se encuentra en un antiguo centro de poder, ya extinguido. En Corea ya no hay reyes. La monarquía fue abolida por los japoneses en 1910.
Tomamos el metro para ir al hotel a recoger las maletas. La verdad es que los viajes en metro se hacen largos, pues se trata de una ciudad muy grande. El metro de Seúl sale a la superficie para cruzar el río Hangang pero luego siempre vuelve a reptar por el subsuelo. Es un regalo sustituir la oscuridad absorbente de las ventanillas por la luz de día, la imagen de la ciudad mientras se cruza un largo puente. La gente no suele ser muy considerada a la hora de entrar en un vagón y uno termina por hacerse fuerte con su cuerpo para soportar a las personas que tratan de colarse, a los que empujan. Me ha sorprendido ver a un par de ciegos con un casete emitiendo una música extraña, desasosegante, mientras atravesaban el vagón, pidiendo limosna. A uno de ellos lo seguían unos vigilantes y lo han hecho salir del vagón. Pero no he visto más. Por lo demás, un hombre borracho, de pelo cano y bien trajeado, casi se me cae encima. Sus problemas de equilibrio se han visto agravados por el traqueteo del metro. Y el pestazo a alcohol me ha revuelto las tripas. En muchas estaciones se escucha una campana sonando con un ritmo inquietante. Instantes después aparecen miembros del Ejercito de Salvación solicitando dinero a los viajeros. En otra ocasión un grupo de jóvenes se desplegaron en el vagón y comenzaron a hablar. Llevaban fotos de gente herida y de policías golpeando a probables manifestantes. Algo he leído sobre dos muertos por cargas policiales en manifestaciones en respuesta a la cumbre de la OMC en Hong Kong. También se ven muchos soldados (creo que rasos). Seúl está cerca de la DMZ (zona desmilitarizada). Marca la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur. Fuera de esta línea, se concentran soldados y hacen que sea la frontera más militarizada del mundo.
Más metro para ir a la estación de tren. A las cinco de la tarde sale el KTX, el tren de alta velocidad con destino a Busan, al sur y en la costa este de la península. Menos de tres horas. El tren, alcanza los trescientos kilómetros por hora, pero, a diferencia de otros trenes de alta velocidad conocidos por este viajero errante, este tiene ciertos movimientos incómodos. En algún sitio he leído que es un producto de tecnología coreana, lo cual me deja un poco inquieto. Digo esto pues parece que aquí la corrupción ha impregnado el rápido crecimiento económico tan alabado desde que el país salió de la ocupación japonesa y de la terrible guerra de Corea. Todavía recuerdo, hace ya algunos años, haber leído la noticia del desplome de un edificio debido a negligencias y corruptelas en la obra.
El tren abandona la estación de Seúl y, durante un buen rato, vemos horribles bloques de viviendas propios de un país del este de Europa cuando existían los bloques y el muro de Berlín. Feos mamotretos numerados con pésimo gusto. Pronto abandonamos la ciudad y la noche nos escamotea el paisaje. A las ocho menos cuarto de la noche llegamos a Busan (en algunos lugares lo romanizan como Pusan). A dos paradas de metro se encuentra nuestro hotel. Es un ejemplo de cómo un buen fotógrafo puede dejar unas muestras en una pagina de internet que cuesta confrontar con la realidad. Decadencia sin encanto. Pero un lugar donde caer rendidos y sentir el calor de la habitación. Poco motivados por este entorno salimos a brujulear por el barrio. No promete. Estamos al lado del mar, en Nampodong. Hay un mercado de pescados, junto a tenderetes hechos a base de juntar plastico y cajas, donde se puede comer pescado crudo. No, gracias. En el otro extremo de la avenida principal que marca la zona, hay muchos puestos de comida callejera que me revuelven el estómago, pues los olores a todo tipo de fritangas se unen y terminan por formar una nube desagradable de llevar. Mucha gente paseando, charlando. Aire de fiesta. Al final entramos un un genuino yaki niku, pero la comida nos decepciona. Intentamos pedir vaca, pero nos traen cerdo grasiento y muchas verduras. El temido kimochi, picante y de sabor desagradable, pero que tanto parece gustarles por aquí. En fin, una nochebuena un poco triste en lo gastronómico. Un matrimonio con su hija sentado en la mesa contigua nos ayudan un poco en la elección de la comida, con un elemental ingles del que carecen los empleados del local. Palillos metálicos, algo que nunca había visto en Japón. Una limpieza del local dudosa, hacen que al final tengamos una visión de conjunto surrealista que termina por hacernos gracia, incluido la excrecencia nasal que no termina de desprenderse de una de las aletas de la nariz de aquella mujer encargada de servirnos.
Después de tan sugerente cena, paseamos y compro un libro en inglés sobre la historia y cultura coreana. Luego entramos en un café de agradable decoración, con la idea de irnos a dormir con una imagen más agradable de los locales de restauración del lugar. Pedimos un par de tes y el dueño, un hombre que habla bien inglés y tiene cara simpática, nos encasqueta a su hijo, un tal Chifu, de unos cinco años. Avispado y muy expresivo, nos escribe sobre unas piedras hurtadas de una jardinera del local del padre, nuestros nombres en coreano. O lo que más se parece. Aprovecho a leerle algunas frases de la guía de viajes pero no parece entenderme mucho. El padre, para compensarnos de la tarea, nos invita a un café. Ya son las once. Regreso al hotel.



Domingo 25 de diciembre

Tomamos el metro y nos dirigimos al otro extremo de la ciudad, a Nopodong. El metro avanza una gran parte por la superficie. Busan esta construida junto al mar, pero el relieve le impide crecer con homogeneidad, y las colinas parten un poco el perfil de la ciudad en fragmentos. Como San Sebastián, más o menos. Allí, en Nopodong, está la estación de autobuses. Allí el inglés es más precario, pero logramos hacernos entender para comprar un billete de autobús hacia Gyeongju. Terminada la labor, nos disponemos a visitar el templo budista de Beomeosa. A la salida de la estación de autobuses, bastante apartada de la ciudad, una única carretera nos plantea la duda de qué dirección tomar. Izquierda o derecha. Pregunto a una mujer que vende en un puesto ambulante frutas y verduras. Por supuesto no sabe inglés ni yo coreano, pero me indica con la mano. Siento tristeza mientras nos alejamos. Ella se queda allí, con su trabajo embrutecedor y precario, sometida al frío y al calor. Quizá sin conocer mucho más que su ciudad y algunos alrededores. Vértigo de rozar estas existencias, que son parte de la realidad, del mundo. Pero el egoísmo es un antídoto contra estos pensamientos y caminamos rumbo al templo masticando esas ideas con dientes de acero.
Según la guía desde el cruce de esta carretera con la que sube al templo, hay un cuarto de hora en autobús, pero decidimos que podemos subir andando para pasear y ver el paisaje. Como al cabo de un rato de subida me cansan el humo y el ruido de los coches, y aprovechando que vemos a unos andarines tomar un sendero, nos desviamos tras esta gente que, seguro, irán al templo. El ser demasiado listo en ocasiones, creo que es herencia hispana. Al rato encontramos un cruce, y después de decidirme (guiado exclusivamente por motivos estrictamente peregrinos con un matiz de montañero experimentado en los senderos coreanos, por un ramal) aparece otro cruce. Estamos definitivamente perdidos. Podemos retroceder, pero eso es algo que va contra mis principios (en ocasiones, igualmente, algo peregrinos). Entonces preguntamos a unos montañeros que casualmente pasan. Una pareja de mediana edad, con mochilas, botas y bastones. Le tengo que mostrar la página de la guía donde figura el nombre del templo, pues mi pronunciación le despista al buen hombre. Nos dicen que ellos van para allí, que les acompañemos. Una subida, preciosa, pero empinada. Empiezo a sudar. Al cabo de media hora, aprovechando una pausa en la que amablemente nos invitan a café, preguntamos. Deben quedar treinta minutos, nos dicen. A mi me asombra que se tarde tanto en algo que en coche apenas serían diez minutos. Cuando nos desviamos de la carretera, poco antes, recordaba haber visto un cartel que señalaba el templo a menos de dos kilómetros. Pero retroceder,... Y así llegamos a un alto para luego continuar caminando por un precioso sendero a media ladera. El día estaba precioso y la caminata se mostró exotérmica. Pero fue agradable caminar por aquellos montes que me recordaban a la zona de Montejo de la Sierra cuando los árboles, desnudos de hojas, dejan pasar la luz de manera caprichosa.
Al final llegamos a un pequeño templo, donde algunos montañeros se secaban el sudor y contemplaban con serenidad, el valle. No me podía creer que el famoso templo fuese aquello tan pequeño. Entonces el hombre me señaló con un la mano, ladera abajo. ¡Con razón habíamos tardado tanto! El templo estaba mucho más abajo y era algo mucho más grande que en el que nos encontrábamos, constituido por muchas edificaciones unidas entre sí. Nos despedimos con gratitud de nuestros ocasionales compañeros, y caminamos por un sendero asfaltado que atravesaba el bosque, valle abajo. Llegamos a un lugar donde se practica la meditación en pequeños recintos de madera y cristal, y donde se acumulan figuras de todo tipo, con gesto desafiante, que parecen vigilar alrededor de un Buda gigante. Algo mas bien horrible.
Un poco desencantados, iniciamos el descenso. Y solo entonces encontramos el templo de Beomeosa. Se trata de un conjunto de edificios de madera, unidos por esplanadas de tierra. Todo rodeado por una serena naturaleza. Reconozco que me siento bien. A la entrada, una fuente para beber y purificarse, totalmente helada. Una piedra señala los intentos de romper la espesa capa de hielo. Un violento agujero que no deja ver el agua.
Los templos, budistas, son edificios de madera, donde uno puede descalzarse y entrar a orar. Dentro hay un pequeño altar, con figuras y ofrendas, y huele a incienso. A veces entra algún monje y recita plegarias en un tono que resulta armonioso. En uno de estos templos, uno pequeño y recogido, me llega un olor a incienso que me trae recuerdos de hace muchos años. Siento que algo que podría llamar espiritualidad, pero que no está agarrado a ningún credo concreto, sino tal vez a la intuición necesaria en el ser humano, me empuja a quitarme las botas y sentarme en el tatami. Me siento francamente bien. Me relajo. Miro el suelo de madera, con esa luz de la tarde invernal entrando de lado. Me siento flotar. No necesito ningún Dios en especial, es algo que los seres humanos llevamos dentro. Y estos lugares saben estimularlo. A mi lado desfilan diferentes fieles que entran se arrodillan se ponen de pie, gesticulan, repiten el proceso, dejan algunas monedas y se marchan. Yo sigo dejándome atrapar por esta ralentización del tiempo, sintiendo un bienestar que me gustaría hacer mío para siempre. Son los olores, este silencio, la madera, el entorno. Pero también es algo más. Algo que llevamos dentro y que otros han sabido catalizar desde que el hombre comenzo a hablar y a ser capaz de comunicar sus inquietudes. Es lo mismos que sucede en esas iglesias góticas, de piedra desnuda, cuando suena el canto gregoriano de los monjes y uno siente que los ladrillos de la razón se agrietan, gratamente, sin causa conocida. Aquello que escapa a la inteligencia más fría e ilustrada, a la lógica, pero que impregna rincones no despreciables del ser humano. Aquello que cuando lo justificamos, lo disfrazamos, se desnaturaliza y se torna más difícil de manejar.
Después de tan agradable momento, iniciamos el descenso a Busan. Muchos montañeros. Esta vez tomamos el autobús y, abajo, el metro hasta Seomyeon. Son las cuatro de la tarde y el hambre aprieta, sobre todo después de la caminata. Entramos en un centro comercial y comemos en un restaurante italiano. Capricho de tomar pasta y huir de los sabores asiáticos, que cuando uno abusa de ellos, terminan por cansar. Nuestra comida de Navidad. Toneladas de humanos pululan por las entrañas de la tierra, por esos conductos que unen el metro con los centros comerciales y en los cuales, las tiendas igualmente se desbordan.
Al volver a tomar el metro, se nos acerca un hombre mayor, y comienza a chapurrear un poco de inglés. Creo que fue cuando estuvimos mirando la máquina de los billetes de metro para saber si se trataba de una o dos zonas. Se nos escapa alguna palabra en japonés y se pone a hablar en japonés. Nos cuenta que es de Hiroshima y que llego a Corea con dieciséis años, y que vive desde entonces en Busan. Yo me pregunto, cuanto tenía dieciséis años y vino aquí, ¿que año era? Me pregunto si vino cuando era colonia japonesa. Pero no me atrevo a preguntarle. Nos cuenta que ha trabajado aquí (o tal vez sigue trabajando, no lo sé). Me gustaría preguntarle mas, pero tal vez sea indiscreto. En cualquier caso, se baja antes que nosotros y nos despedimos. Nosotros vamos a la playa, a Haeundae. Es de noche.
Un paseo marítimo iluminado y por el que mucha gente camina con paso relajado. Algo difícil de ver en Japón. Unos quads invaden la playa y suben sin reparos al paseo. Un poco pesada esta exhibición de ruido y humo. Pero parecen orgullosos de su virilidad motorizada.
En el metro, de vuelta a la zona del hotel, volvemos a ver vendedores que sacan su mercancía (unos guantes, un paraguas, un reloj) y pregonan a todos los pasajeros las bondades y ventajas derivadas de su utilización. Supongo, porque el coreano me es extraño. Lo hemos visto prácticamente en cada trayecto que hemos hecho en suburbano. Especialmente sentimos lástima de un hombre, cincuenta años, que me recordaba al Fari, versión oriental. Impecablemente vestido, peinado con brillantina hacia atrás, con la calva brillante, con un clavel en el ojal de la chaqueta. Para demostrar la utilidad de las rodilleras que vendía, el hombre se remangó los pantalones (las dos piernas), mostrando unas canillas tristes y unas rodilleras color carne. Varias paradas hablando y hablando para no vender nada, con los pantalones remangados y una voz algo quemada por el alcohol y las charlas comerciales.
En algunas callejuelas de Busan hemos visto mucha suciedad en sus calles. Incluso retengo escenas que me parecen de la India profunda. También recuerdo mucha gente, especialmente adolescentes, que nos saludan con un hello, y se nos quedan mirando como si fuésemos marcianos de feria.



Lunes 26 de diciembre

Dejamos el hotel de Busan. Desayuno rápido en el Starbucks y tomamos el metro hasta la estación de autobuses. Mientras vemos pasar las diferentes paradas comentamos lo intenso que nos están resultando estos días, cuando apenas llevamos cinco días de viaje, de vacaciones.
El autobús debió tener unos años de servicio gloriosos. Pero más cerca de la guerra de Corea que de nuestros días. Solo tres asientos, amplios, de cuero, por fila. Pero la decadencia había terminado por impregnar cada rincón del interior. Además, parece una costumbre del país, las ventanillas parecían opacas a fuerza de sufrir los elementos y ninguna limpieza. Casi mejor.
Viajar en autobús en Corea, lo leí luego en la guía, es una experiencia que puede ser desagradable. En Corea se conduce de manera temeraria, pero los adelantamientos de los autobuses, sus cambios bruscos de carril, la velocidad a la que abordan las curvas, hacen de la experiencia algo inolvidable, aunque con pocas ganas de repetir. Afortunadamente, casi todo el recorrido transcurrió por autopista, donde estadísticamente es más difícil tener un accidente. Creo. Paisaje de hojas secas, mucho menos frondoso que los bosques japoneses. Finalmente, una hora y diez después de salir, llegamos a la estación de autobuses de Gyeongju, sanos y salvos. Allí tuvimos que tomar otro autobús, este mas modesto en sus prestaciones, que nos dejó cerca del hotel, en el lago Bomun. Esta ciudad resulta un poco incómoda a la hora de visitar sus monumentos. Tiene un centro, donde se concentran las casas, mercados y algunas tumbas, pero con poco o nulo encanto. El resto de las cosas que merecen ser visitadas están diseminadas por la llanura de alrededor. Me recuerda un poco a la dispersión que encontramos en Alice Spring. Alrededor del lago, artificial, se concentran muchos hoteles y centros de ocio. El nuestro, el Hilton, demuestra que en Internet a veces se pueden encontrar autenticas gangas. Eso sí, en invierno, que parece no ser época de turismo.
Mamen aprovecha el lujo del hotel para quedarse a reponer fuerzas y mantenerse al margen del frío. Un frío más intenso que el de Busan, tal vez similar al de Seúl. Yo no puedo domesticar mi curiosidad y ligero de equipaje salgo a explorar el centro. Me dirijo al Tumuli Park, un parque de hierba donde unas enormes protuberancias parecen querer salir del suelo. Pustulas gigantes que se inflan y se rodean de la hierba del lugar. Se trata de enterramientos de la dinastía Silla, muchos de los cuales han sido excavados, sus tesoros llevados al museo nacional de Gyeongju, y vueltos a dejar como estaban. Solo hay una tumba que ha sido abierta al público. Es como meterse en una esfera que sobresale unos trece metros del suelo y que tiene casi cincuenta metros de diámetro. Dentro, se exponen en vitrinas reproducciones de los atributos reales encontrados, así como la disposición del enterramiento. Salgo fuera y siento hambre. Hambre y frío. Camino y camino hasta encontrar un lugar donde tomarme un sándwich y un café. El calor y la comida humanizan mi cuerpo, y termino por sentirme mejor. Después de tan sencillo tentempié, me vuelvo a lanzar a las calles, sucias, sin aceras, tristes calles, de esta ciudad. Muchísima venta callejera. Mujeres ajadas por el tiempo venden desde la tristeza milenaria de sus ojos frutas, verduras, pescados... Puestos reducidos a la mercancía con la que trafican. Compro chocolate y un yogurt en un colmado. El yogurt resulta ser de judías, y mi paladar lo rechaza, quedándose con el chocolate de sabor clásico.
No me gusta nada la ciudad. Camino hacia el Wolseong Park, igualmente en las afueras. Aquí hay espacios abiertos, hierba bien cuidada. Y un antiguo observatorio astronómico, el Cheomseongdae, que en términos asépticos no es mas que un torreón circular de piedra, hueco, que no medirá mas de diez metros de altura. Pero su valor reside, explica la Lonely Planet, en que es el mas antiguo de oriente (siglo VII). Todas sus piedras obedecen a razones geométricas relacionadas con el calendario solar.
En el observatorio se me acerca una turista coreana que pasea sola. Empezamos a hablar mientras caminamos por el Banwolseong, un lugar donde antaño existía una fortaleza y en estos tiempos no hay más que un parque. Tan solo queda una sencilla construcción de piedra, que fue un almacén de comida. Bajamos charlando hacia el Anapji Pond. Un jardín construido para conmemorar la unificación coreana, allá por el año 674. Ella me cuenta que ha vivido en Australia y en Japón, y que conoce un poco la mentalidad japonesa. Diferente de la coreana, me aclara. Hay unas edificaciones, todas modernas. Pero el sol se va ocultando tras las montañas y el frío empieza a ser doloroso. Nos despedimos y yo tomo el autobús para ir al hotel. Me toca esperar diez minutos, terribles, de frío intenso y vientecillo lacerante. Si a mediodía la temperatura era de cinco grados bajo cero, no quiero ni imaginarme el frío al que estuve sometido en tan desagradable espera. En el hotel, el calor burgués del Hilton me reconforta. Debido a la ubicación del hotel, nos vemos obligados a aceptar su buffet de cena, algo caro, pero que compensa el déficit de nutrientes del día. Y con buen sabor.
Primer día que me asomo a internet desde que salimos. Miro la cuenta del correo y consulto los titulares del periódico, para saber, sobre todo, si Corea del Sur ha entrado en guerra con España por algún islote desgarrado o alguna trifulca comercial. Parece que no. Me siento mucho mejor.




Martes 27 de diciembre

Mucho, muchísimo frío. Cielo azul intenso.
Después de un agradable desayuno en el hotel, nos protegemos el cuerpo, manos y cara, y salimos a coger el autobús que nos llevara a Bulguksa. Se trata de un templo budista, elegido por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Está situado en la falda de una montaña, así que es de los que me gusta el entorno. Cuando uno mira a los alrededores, o por encima de los curvados tejados, solo se ve el bosque que cubre la montaña y más allá ese azul brutal, cargado de luz. Explica la guía que fue erigido inicialmente en el siglo VI y posteriormente ampliado; fue destruido, otra vez, por los japoneses a finales del siglo XVI. Fue reconstruido, solo en parte y únicamente a finales de los años sesenta del siglo pasado se termino la restauración conforme al modelo original.
Al entrar uno se encuentra un edificio grande, de madera, con un par de escaleras de piedra acotadas, que suponían un puente de acceso, hoy preservado por ser piezas originales de alto valor histórico. Subimos por un lateral y lo que veíamos como un frontal era tan solo un muro que acotaba una de las caras de una gran explanada de tierra, en cuyo centro se alzaba uno de los muchos templos que constituyen el recinto sagrado. Un ejercito de niños de un colegio entra con vigor y decidimos dejarles pasar para poder disfrutar en paz de un lugar tan hermoso. Muchos “hello” nos saludan al paso de las bestiecillas. Caminamos tranquilamente por las muchas explanadas, asomándonos a los templos, elevados sobre la piedra recia. En uno de ellos un monje recita oraciones y golpea con un tambor pequeño, de manera rítmica, frente a un Buda dorado. Es relajante. Me quedo muy quieto, escuchando. El sol, a pesar del frío instalado en el aire, parece hacerse notar tímidamente. El momento vuelve a ser entrañable. El lugar es para recordar. El viajero siente que su esencia es de viajero especialmente en momentos como éste. Lo que está debajo de sus capas de abrigo y de farsante social es solo circunstancial.
Un grupo de japoneses, en viaje organizado, se para delante de una pagoda de piedra. Al parecer, uno de los pocos objetos que resistió la barbarie de sus ancestros. Algunos edificios, debido a la irregularidad del terreno donde se hallan construidos, están más elevados que el resto. Desde una puerta de madera se observa un mar de tejados enrollados, que se resalta contra el cielo. Es, sencillamente, hermoso. Una belleza serena, majestuosa, silenciosa. A pesar del incordio de los niños de colegio. Que por cierto, parecen bastante más educados que en España. Paseamos, volvemos a asomarnos a los templos, a sentir esta serenidad budista que parece tener alguna influencia en nuestro ánimo.
Después de recrearnos con cada rincón del templo salimos. Como en la parte inferior del enorme parking que hay a pocos metros de la entrada del templo se encuentra una oficina de turismo, nos dirigimos allí para preguntar cómo ir a nuestro siguiente destino y, de paso, tratar de entrar en calor. Mamen pregunta y le explican en inglés unas amables señoritas. Le digo, en castellano, que trate de alargar las preguntas, pues para ir a Seokguram Grotto, hay que esperar veinte minutos el autobús y allí dentro se está muy bien. Pero nos ofrecen quedarnos allí dentro, al calor de la calefacción. Tal vez nos prefieran callados que preguntando memeces. Se ve un aparcamiento muy grande para muy pocos coches y autobuses. Supongo que no es temporada de visitas, con estos días tan fríos.
El autobús, aunque hace un recorrido corto, de apenas veinte minutos, tiene tiempo de mostrarnos las exquisiteces de su conductor en las curvas de una serpenteante carretera de montaña. Con todo, no me parece terrorífico. Tal vez el hecho de ser cuesta arriba limita las prestaciones de la máquina.
Seokguram Grotto es una cueva donde se encuentra una estatua de Buda tallada en la roca. Es más la importancia religiosa, la devoción que sienten la persona que esta fe profesan, que la grandeza artística que uno puede apreciar. En cualquier caso, el lugar donde para el autobús es un lugar con unas vistas imponentes. Es una cuerda de una cadena de montañas, y se tiene una vista panorámica de las dos laderas. Se camina por un sendero muy agradable, que se interna en un bosque de árboles desnudos. En pocos minutos se llega a un edificio pequeño, a modo de templo. Dentro, una gran cristalera protege la gruta, en donde se ha tallado en la roca una rotonda de piedra. En el centro, el Buda digno de reverencia. Es hermoso, pero el cristal y la distancia no incitan a quedarse demasiado. A la salida, después de consultar el mapa que nos dieron en la oficina de información turística y el Lonely Planet, decidimos bajar andando hasta Bulguksa (unos tres kilómetros y medio) aunque nos quedará siempre la curiosidad de cuánto miedo se pasará bajando en autobús. Hay un sendero bien marcado, por el que rostros cansados con los que nos cruzamos terminan una ascensión un poco dura. Pero bajar se lleva bien, y el paisaje es precioso. Las ramas sin hojas de los árboles dejan pasar la luz del sol que, a pesar de todo, algo de tibieza transmiten al aire, al entorno. En el suelo, una alfombra de hojas amarillas nos habla de lo efímero de todas las vidas posibles. Esta es la vida del viajero que se abre al mundo, animado de curiosidad.
Al llegar abajo, el cuerpo pide energía y algo de descanso. Escuchamos a una mujer que ofrece bibimwa, un plato que conocemos de los restaurantes coreanos de Japón. Le insistimos que no queremos picante, y nos lleva a su local. Un triste chiringuito, acristalado al menos, y caliente, donde tres mesas sobre un suelo sin sillas ofrecen poca hospitalidad. Pero tenemos esperanza en la comida. El bibimwa, un arroz frito con verduras y huevo, aunque en este caso no lleva el huevo por encima y a mí, me terminan cansando tantas verduras. Té frío y manchas de grasa protegiendo las ventanas, tapizando las paredes del local. Luego la señora nos propone una sopa de tofu no muy apetecible. Pero no somos capaces de decirle que no. O sí, pero ella no quiere entender. Aun así, siento lástima de alguien que tiene que salir a buscar turistas para lograr salir adelante. Cocinar en aquella minúscula cocina, vieja, deprimente. Vivir anclada a un negocio que depende, supongo, de los vaivenes del turismo. Al lado de una de las mesas una escalera de mano, descolorida, comunica con una estancia superior, de donde llegan las voces de un televisor. A un grito de la dueña, un adolescente con cara embrutecida, baja con paso desganado. Supongo que para vigilarnos mientras su madre volvía a salir para buscar clientes. ¡Menudo tugurio para vivir la adolescencia! Más tristeza me produce cuando nos dice lo que le debemos. Bien poco, a mi entender. Tanto trabajo para tan poco. Cuestión de suerte nacer aquí o allí.
Con estas reflexiones salimos del local y volvemos al mundo del frío. Esta atardeciendo. En un colmado compramos chocolate y agua. No da tiempo a visitar mucho más, así que de paso hacia el hotel en el autobús nos bajamos, consejo de una de las mujeres de la oficina de turismo y calorcillo, en el Folcraft Village. Que no es sino una imitación de un poblado antiguo donde están asentados modernos artesanos. Poco encanto le encontramos al lugar, con muchas casas cerradas, muchos elementos modernos que chirrían. Antes de subir de nuevo al autobús caminamos por la carretera y entramos en un pueblo de verdad. Granjas sin más interés. Un lago helado, un río helado. Regresamos al hotel, cansados y con la noche comenzando a instalarse en el aire limpio de esta zona. El sol nos abandona, dejando tras de sí un frío cada vez más atroz.
Se agradece el calorcillo y las comodidades de un hotel de lujo como éste. Cena pantagruélica de buffet (que lejos queda el local grasiento de la mujer que nos preparó el bibimwa; que lejos, igualmente, las noches en albergues y camping de una juventud cada vez más distante). Se nos acerca, mientras cenamos, un cocinero con rasgos occidentales. En correctísimo inglés nos cuenta que ha venido hace llegado hace un mes para trabajar de cocinero en el hotel, pero que no le gusta el frío excesivo, ni la gente, cerrada, inasequible. Se siente solo. Le pregunto por su país y me contesta que es italiano. Parece que no le ha ido bien la aventura coreana. Debe tener unos cuarenta y cinco años, aunque el rostro lo mantiene bien cuidado. Se queja de que no conoce gente. Charlamos (le dejamos hablar) un rato. Más tarde, en la habitación, leo noticias sobre este país en el Korean Herald, que hablan sobre derechos humanos, sobre corrupción...



Miércoles 28 de diciembre


Volver a hablar de la belleza de un templo budista situado en mitad de un bosque, rodeado de montañas, se me antoja un ejercicio de escritura repetitivo. Pero las impresiones piden hablar de Guirimsa. Madrugar sigue siendo algo desagradable, sobre todo en vacaciones, donde adquiere un matiz de voluntariedad que solo la curiosidad logra conciliar con el placer de despertarse de forma natural. Una ducha sin frío, un desayuno de lujo y uno entra en la vida con cierta suavidad. Después de tomar dos autobuses, me pongo a caminar. Según el Lonely Planet hay cuatro kilómetros y medio de pista de tierra. Pero yo camino por una carretera, solitaria, apenas concurrida. Según el mapa de la oficina de turismo, al final de la carretera, hay otra carretera secundaria. Eso no es problema. El camino es llano y el paisaje es agradable. Un valle amplio, de suaves colinas, colores ocres, arrancados con elegancia por un sol vigoroso. El río parece tener mucho caudal en verano, pero cuando yo lo contemplo es tan solo un lecho desnudo de piedras redondeadas. Cuando llevo veinte minutos y no veo ninguna señal, me dirijo a un local que aparece a la izquierda de la carretera. Unos bultos en el suelo, parecen desperezarse, dentro de unos sacos de dormir descoloridos. Un joven con el pelo marcado por el sueño reciente, me indica con gestos económicos que tengo que seguir por el camino que traía. Parecía una peluquería, pero nunca sabré que tipo de industria practicaban los durmientes.
Cuarenta minutos caminando a buen paso me empiezan a producir desazón. El temor de haber errado el camino y tener que volver sin haber alcanzado el templo. Veo a unos hombres trabajando en unas obras, reparando algún desperfecto de la calzada. Uno de ellos parece ser el jefe, y se monta en un coche. Me acercó a paso rápido hacia él, con una idea en la cabeza y, por la ventanilla, le pregunto si voy bien a Guirimsa. Me invita a subir al coche, tal y como había calculado que podría suceder. Para mi sorpresa, la entrada al templo está apenas un kilómetro más adelante, en la misma carretera por la que yo venía caminando.
En el templo, poca gente. Éste es más sencillo que el de Bulguksa. Tiene una gran explanada central rodeada de los edificios principales, y dos más, algo menores. Una de ellas, la que a mi más me gustó, contenía una pagoda de piedra (ésta y las de Bulguksa, son elementos decorativos, no son edificios a los que se pueda acceder como las pagodas de madera japonesas) y templos de madera sin pintar. Probablemente estuvieron pintados hace años, pero el tiempo ha dejado la madera al aire. Algunos tenían las puertas cerradas pero se escuchaban los cánticos de los monjes brotando del interior. Una fila de zapatillas alineada sobre la piedra indica la presencia de los hombres rezando. Otro templo, grande, con las puertas abiertas me llama con los rezos de un monje. Dentro algunas personas arrodilladas sobre la madera parecen rezar. Me vuelvo a dejar llevar por esta visión, por el sonido de los rezos, por el olor del incienso. Pero lamentablemente un hombre, un visitante, se pone a hablar con su teléfono móvil sin preocuparse mucho de bajar el tono de voz. Se rompe el encanto.
Un edificio ha sido reconvertido en pequeño museo. Lamentablemente no contiene información en inglés. Se exponen utensilios, cuadros y telas que, creo, pertenecieron a miembros destacados del templo. Un templo influyente. Bastante bien expuesto. Y no hace falta descalzarse para recorrerlo por dentro.
Me quedo un rato contemplando este mundo de construcciones estáticas, serenas, rodeadas de un paisaje que relaja. Dentro de unas horas volveremos a estar en el bullicio de Seúl. Al salir, en la base de un campanario de dos pisos, una máquina de refrescos, una de café y una cabina de teléfonos. Visión surrealista que queda guardada en una foto curiosa.

Al regresar, apenas llevaba diez minutos caminando por la carretera, una camioneta se para, sin yo haber realizado ningún gesto, y su amable conductor me ofrece llevarme hasta el cruce donde me apeé del autobús. En el hotel recogemos las maletas y nos dirigimos a la estación de trenes. La temperatura parece más llevadera. Esperando al tren se nota mucho más el efecto del sol.
El tren es un regional que se mueve a paso de tortuga. A pesar de que la ciudad es pequeña y tiene menos de trescientos mil habitantes, a las afueras volvemos a ver esos horribles bloques de viviendas con una numeración que recuerda a lo peor de los países del este (de Europa). Dangdaegu es el lugar donde abandonamos el trenecillo y nos volvemos a subir en el de alta velocidad, rumbo a Seúl.
En la estación de Seúl, a donde llegamos a eso de las seis de la tarde, dejamos las maletas en unas taquillas y caminamos (otra vez el frío intenso nos recibe con sus dolorosas caricias en el rostro) hasta la Gran Puerta Este, Namdaemun. Restos de antigüedad rodeados de edificios, coches, luces, gente que va y viene sin prestarle mucha atención. Atravesamos el mercado de Nandaemun (artículos de imitación, baratijas sin sentido para mí) y nos dirigimos hacia el teleférico que lleva a lo alto del Jung gu, la montaña donde antaño había una fortaleza y ahora se alza una torre de televisión y un mirador de la ciudad. Hace un frío desagradable, pero la vista es interesante. Se reconoce el río, esa gran mancha oscura en medio de las luces de las farolas y los coches. Una serpiente oscura, de formas caprichosa, que condiciona el diseño de lo urbano. Los puentes marcan la domesticación de lo natural. El cansancio de los días, del viaje desde el sur, matiza los resultados de este subir a lo alto de Seúl. Regresamos al hotel, derrotados, con ganas de sentir el calor, exagerado, de la habitación, de sentir el descanso que proporciona la horizontalidad recuperada.
En el trayecto en metro hasta el hotel, largo, pesado, con las maletas arrastrando tras nosotros, uno recuerda que esa misma mañana ha sentido la paz de la montaña en el templo de Girimsa, y le gustaría volver a inhalar esas sensaciones, no dejar que estas últimas se posen al final del día. Estoicismo de manual para esperar pacientemente el largo recorrido en metro, el transbordo sin escaleras mecánicas, sin dejarse arrastrar por una melancolía inflamada por el cansancio.




Jueves 29 diciembre

Antes de irnos de Seúl, de volar de regreso a Japón, aprovecho esta mañana para visitar el museo de la guerra, el War Memorial Museum. El día esta ligeramente brumoso. Nos vamos y el cielo pierde el brillo que tanto hemos agradecido. Una neblina sucia que desvirtúa las formas en la distancia, que entristece la mole urbana.
El museo es un lugar en el que se ha invertido tiempo y dinero. Según se entra, a ambos lados del acceso principal, un corredor con columnas sostiene innumerables placas con los nombres de los extranjeros, norteamericanos principalmente, caídos en la guerra de Corea. Nombres de jóvenes, probablemente, que salieron de su país, de su vida, para caer reventados en tierras lejanas. Quizá sin entender muy bien el trasfondo de esta guerra renunciaron a tener un futuro lleno de incertidumbre y, también, de posibilidades.
Dentro, un recorrido guiado por flechas nos lleva por la historia de Corea, desde el punto de vista de sus conflictos armados. Destacan las numerosas invasiones que ha sufrido la península, especialmente las japonesas. Pero bastante más de la mitad de las salas del Museo están consagradas a la Guerra de Corea, la más reciente, la que se recuerda con más intensidad.
El 25 de junio de 1950, las tropas de Corea del Norte sobrepasan el paralelo 38 y se apoderan de la practica totalidad de Corea del Sur. El ejercito norteamericano y tropas de Naciones Unidas acuden en ayuda del Sur y logran que Corea del Norte se repliegue más allá de las fronteras iniciales. Entonces interviene China, temerosa de que sus fronteras pudieran verse afectadas, con un fuerte contraataque. Después de un conflicto de tres años, se firmó el armisticio y quedaron las fronteras fijadas como actualmente, con una franja desmilitarizada de unos dos kilómetros de ancho. Una frontera que parece ser la que tiene más presencia militar de todo el planeta.

Un autobús nos lleva al aeropuerto, desandando el camino que hace una semana hicimos sin saber a ciencia cierta qué se escondería detrás del nombre de Corea. Últimas compras en el aeropuerto para agotar los wons. El frío ha sido intenso, pero los recuerdos empiezan a borrarlo, a situarlo en un margen de las fotos y los recuerdos. Y la sensación de intensidad es algo grandioso.
Afortunadamente, el viaje continua. No hemos llegado todavía al ecuador del mismo. Continuamos en Japón.


14 enero 2006

PITÁGORAS Y LOS LLAMADOS PITAGÓRICOS (2)

EL HOMBRE Y SU LUGAR EN LA NATURALEZA

El pitagorismo tiene un trasfondo mágico que parece difícil de conciliar con el fondo intelectual. Los griegos tuvieron esa capacidad de conservar tradiciones e ideas arcaicas para trabajar intelectualmente sobre su significado. Los preceptos se dividen en morales, y de conducta. No comer habas se puede referir a creencias antiguas de que podían contener vidas humanas. Pero muchos de estos preceptos pueden significar otras cosas menos superficiales, por ejemplo, el de recoger la cama nada más despertarse, puede dar a entender que hay que estar preparado para el viaje final (magia simpatética).

El alma es inmortal y emigra a otras especies vivas. Los acontecimientos pasados se repiten en un proceso cíclico y nada es nuevo en absoluto. Doctrina del parentesco con toda la naturaleza animada. Tema de las habas es un ejemplo de cómo la doctrina filosófica entra en los preceptos prácticos. Prohibición de comer carne animal por si es un semejante (esto se encuentra en tradición órfica). Aristóteles piensa que esto se limitaba a ciertas especies e incluso otros autores niegan que existiese esta prohibición (Aristóxeno). Es posible que la prohibición no afectase a los miembros más elitistas o cultos, Es posible que esta prohibición se diese más o menos en algunas escuelas pitagóricas incluso de ciertas partes. Pero siempre el trasfondo es el mismo. De hecho se habla de dos tipos de seguidores: los acusmatici y los mathematici, los que siguen preceptos sencillos que ordenan su vida, y los que se internan en los secretos de la filosofía. Pitágoras instituyó varios grados según talento y los secretos más elevados solo eran accesibles a los capaces de asimilarlos. El ala filosófica desdeñó la fe supersticiosa de los devotos, pero no pudo negar que también los otros eran pitagóricos ya que había sido Pitágoras el fundador de las dos alas. Las escisión clara entre las dos alas viene de la dispersión geográfica. Por ello esta disparidad de opiniones posteriores. Dos grupos de pitagóricos, unos interesados en la búsqueda de la filosofía matemática y otros interesados en conservar unos fundamentos religiosos. De ahí la contradicción en las opiniones. Esta escisión racionalista da de lado los preceptos que antes habían sido comunes para todos.

11 enero 2006

Viaje a Hong Kong (Noviembre 2005)





Domingo 27 de noviembre

El viajero se despoja lentamente, con cierta desgana, de su otra identidad, a saber, la de nómada, la de trotamundos, para ir asumiendo poco a poco esa otra bajo la cual le reconoce la mayor parte de la gente con la que se relaciona. Un mundo intenso que se desvanece y del que quedan recuerdos, vivencias, muchas fotos, unas maletas a medio deshacer, y una intensa sensación de vida que acompaña al viajero en sus primeros quehaceres por su hogar y alrededores. Un domingo en que la cama de aquella habitación, diminuta pero acogedora, del hotel en Central, en la isla de Hong Kong, ya no está, y es ahora el tatami de siempre. Bueno, del último año. Al menos queda el consuelo de que el mundo circundante, más rural, más conocido, sigue conservando un cierto exotismo latente. Un desayuno en la cocina, con el recuerdo fresco de aquella terraza que preludiaba un día de intenso caminar, de fotos y fotos, de ver cosas nuevas. Una salida en bicicleta con el cansancio arrastrando en las primeras rampas de estas montañas japonesas. Cansancio cincelado en los pies y en las piernas a base de recorrer las calles de Kowloon, de la isla de Hong Kong desde Central a Causeway Bay, de caminar por la isla de Lamma o por las tranquilas calles de Stanley, de internarnos en el autobús camino de los Nuevos Territorios. Todo eso es ya pasado. Esos momentos de intensidad brutal, como esa terraza en Macao, con las luces de neón alumbrando una calle con reminiscencias coloniales portuguesas, pero desbordadas de carteles en chino, sintiendo una bocanada de un aire intenso, cargado de siglos, de vivencias de otros caminantes, de pensamientos de otros viajeros. He hecho una foto con el pasaporte y la guía del Lonely Planet de China. Un icono de este viaje. Un símbolo al que solo le faltan las zapatillas, que la prudencia me impidió colocar sobre la mesa del café, para incluir en la fotografía.
Mañana volveré al trabajo, rodeado de mis compañeros japoneses, pero mi cabeza seguirá cargada de recuerdos sobre aquel viaje que tantos buenos momentos, a pesar del cansancio, nos ha deparado.

Todo comenzó hace una semana. El domingo, después de un sábado de paseo en bicicleta y preparación de maletas, el despertador sonó muy pronto. El principal problema que encuentro al nuevo aeropuerto de Nagoya, el llamado Centrair, es que necesitamos dos horas de tren para llegar hasta él. Total, que para despegar a las diez de la mañana, tuvimos que despertarnos a las cinco y media. Pero el sueño se difumina con una siesta mientras volamos hacia el oeste. Mamen no logra vencer ese miedo a despegar y aterrizar, pero no por ello renuncia al placer de los viajes. Recuerdo que yo también tenía miedo a volar antes de empezar a trabajar. Pero los cientos y cientos de vuelos, de despegues y aterrizajes para ir a una reunión, a visitar un cliente o una fábrica, fueron desbrozando ese miedo y hoy en día no es un problema para mí. Es cierto que tanto volar para trabajar le ha ido puliendo el encanto a los aeropuertos.
Y aterrizar en el nuevo aeropuerto de Hong Kong, situado en la isla de Lantau. Parece ser que hasta hace poco se aterrizaba en un estrecho y peligroso aeropuerto ubicado en la isla de Hong Kong. Trámite de pasaportes, donde por cierto, al escanearme la hojita que he tenido que rellenar para entrar, me escanean igualmente el visado de trabajo en Japón (¿para qué?; al entrar de nuevo en Hong Kong, de regreso de Macao, vuelven a hacer los mismo los funcionarios de aduanas), recogida de maletas y a tomar el tren hacia el hotel. Un servicio rápido y cómodo que nos da una idea de por donde anda el espíritu de los servicios en estas tierras. Hong Kong ya no es una colonia británica. En 1997 fue devuelta a China, a pesar de que no es una provincia China como otra cualquiera. Su estatuto de Región Administrativa Especial, le permite vivir de la economía de mercado. Un país, dos sistemas, parece ser el lema elegido. Tiene su propia moneda y si el viajero quisiese entrar en la China continental necesitaría un visado.
Pronto la verticalidad, algo que se mete en la cabeza del viajero conforme los inmensos y esbeltos edificios comienzan a brotar de las faldas de las montañas, empieza a poblarlo todo. No es como Sydney o Tokio, donde los grandes rascacielos son los edificios de las grandes empresas o corporaciones financieras. No. Aquí, la gente vive en bloques de viviendas de más de treinta pisos. Por eso uno mira por la ventanilla mientras el moderno tren avanza a gran velocidad y solo ve enormes edificios de viviendas, sobre todo al acercarnos a Tsing Yi, antes de entrar en tierra continental. Y al otro lado, un vasto paisaje poblado por cientos de grúas, montañas de contenedores en lo que parece ser un gigantesco puerto de carga. Todo es grande, todo es vertical en este lugar nuevo a los ojos de este viajero ávido de conocer. También se ven amplias colinas con vegetación, pero sin árboles. En Japón es difícil ver algo así, siempre la corteza de los árboles desdibuja los contornos de la tierra que esconden bajo sí.
El tren termina su trayecto después de cruzar bajo el mar y dejarnos en la isla de Hong Kong, Cambiamos de línea y tomamos el metro para apearnos en Sheung Wang. Aquí salimos con gran curiosidad a la superficie. Y caminamos buscando nuestro hotel, en la Hollywood Road, atravesando calles atestadas de gentes que se mueven con cierta prisa, tiendas llenas de productos que luego resultan ser comida seca, cangrejos vivos, algunos ya recolocados con cintas vegetales para impedir los movimientos de sus patas, gente que vende, que ordena raíces, nidos de pájaros, aletas de tiburón. Olores y colores que saltan de las tiendas, orientadas a la calle, a la gente. Y como en Japón, muchas luces de neón. Un barrio con enormes edificios de viviendas, que vistos de cerca ofrecen un descuidado aspecto. Más Asia que Occidente. Al fondo, cerca del mar, muchos elegantes rascacielos de metal y vidrio. El centro financiero y económico de esta metrópoli. ¿Más occidente que Asia?
Lo primero que se agradece, es que todos los carteles informativos están escritos en chino y en inglés. Según la guía, el idioma hablado en esta zona de China es el cantones; en el resto de China, parece que es el mandarín el más extendido. La escritura es la misma, y solo varia la manera en que se pronuncian las palabras. Lo que nos ha resultado menos chocante que para un occidental recién llegado, es el haber estado viviendo durante un año en un país que también emplea los kanjis, los mismos, en su escritura. Aquí no hay hiragana ni katakana, pero, por ejemplo, cuando escriben norte, lo escriben como lo escribiría un japonés, con lo cual algo, muy poco, podemos entender. Por ejemplo, la calle Beijing Road, escrito en chino contiene los kanjis de norte, capital y carretera. Un japonés, o alguien que entienda kanjis lo puede entender, pero no podría leerlo ni entenderlo oralmente. Así que no ha sido un choque tan grande la escritura en ideogramas. Y menos cuando ya quisiéramos que en Japón hubiese tanta información en inglés, tanta gente que supiese hablar inglés.
El hotel es acogedor, pero las habitaciones son pequeñas. Creo que el metro cuadrado es caro en esta ciudad. Como en Tokio. Esto explica la miniaturización de los establecimientos hoteleros. Pero es una habitación agradable en la que solo dormimos y nos duchamos. Nada más.
Después de registrarnos y dejar las maletas, salimos a pasear un poco. Resulta fascinante esa sensación de tratar de ubicarse, de entender como está distribuida la ciudad. Con el tiempo nos manejábamos sin problemas en los alrededores del hotel.
Paseamos por la Hollywood Road, a media ladera. Hay bastantes tiendas abiertas a pesar de ser un domingo. Muchas tiendas de antigüedades, con reproducciones, suponemos, de piezas de piedra, de barro. Un templo de la época colonial, el Man Mo, clavado en medio de una verticalidad de edificios, como un sumidero de aire. Algo extraño, casi enervante. Es pequeño pero es nuestro primer templo chino. Llaman la atención las espirales de incienso colgando del techo. La decoración no resulta tan exótica después de ver tanto templo budista y sintoísta japonés, pero hay algo que es diferente. Man y Mo son dos deidades taoístas opuestas. Man es el Dios de la literatura y Mo el de la guerra. La caligrafía y la espada. Me recuerda a una película japonesa de estética memorable, de colores fascinantes, pero de nombre irrecuperable de la noche de mis recuerdos.
Seguimos paseando, ya de noche, con una temperatura francamente agradable. En una útil página de internet encontré los pronósticos del tiempo para esta semana. Mínimas de dieciocho grados y máximas de veinticuatro. Pronto descubrimos lo agradable que es visitar Hong Kong en esta época del año. Nos llama la atención que la población local va abrigada, y somos nosotros los únicos que andamos con los brazos al aire, sintiendo la bonanza del clima. Creo que en agosto esto debe ser bastante más duro de soportar. Algo así como aquella escala de dos días que hicimos en Singapur, hace unos años, camino de Australia, donde el clima asfixiante hacia difícil respirar, y nos convertía en maquinas de sudar, aun no realizando ninguna actividad. Eso no nos impidió disfrutar del lugar, pero reconozco que en estas condiciones es mucho más agradable.
Caminando sin rumbo encontramos un mercado callejero y lo atravesamos, sintiendo una marea de gentes que avanzan avasalladoramente en todas direcciones. Siempre tenemos la sensación de estar en medio de trayectorias inescrutables. Ahora, con la perspectiva del tiempo, puedo decir que me ha parecido gente mucho menos amable, más atropellada, más arrogante... que los japoneses. No son necesariamente menos amables o más arrogantes que los españoles, por ejemplo.
Después del mercado, saturados de olores, de la visión ordenada de frutas y verduras, de carnes y pescados, de mariscos vivos encerrados en sarcófagos de cristal para probar su frescura, bajamos hacia una ancha calle surcada por bidimensionales tranvías de dos pisos, autobuses urbanos, en su mayoría igualmente de dos pisos, esos taxis rojos que tanto abundan... El Des Voeux Road Central comunica el Western Market con Central. Y allí un bullicio aterrador de gente que se desborda cuando el semáforo da luz verde a los peatones. Difícil caminar por esas calles atestadas de gentes, que perfilan en su caminar una larga hilera de comercios y grandes almacenes. Terminamos nuestro paseo de inspección regresando hacia el barrio del hotel. Echamos un vistazo a la zona del puerto, pero es poco accesible para mirar hacia la otra orilla, donde se encuentra el continente. Vemos los carteles que nos indican los ferrys a Macao, un destino que posponemos para algún día de esta semana. En el Western Market, un edificio de estilo inglés de principios del siglo pasado (el siglo XX, matizo) fue empleado como mercado de abastos hasta hace poco. Ahora alberga en su interior tiendas y un par de locales de restauración de estómagos. Y en uno de estos cenamos algo ligero, que tanto viaje y cambio de mundos tiende a alterarle a este viajero su delicado estómago. Eso sí, en el local de al lado, especializado en dulces y postres, el viajero no perdona un te de almendras con arroz negro tailandés. Un te que es como una leche de almendras. Sabroso. El viajero se va sintiendo cada vez más un viajero de verdad, despojándose de las últimas escamas que le hacían reconocible como un expatriado sedentario.
Un paseo nocturno para seguir apreciando esas tiendas de comida seca, de productos extraños que uno no imagina se puedan comer. Vemos una especie de lagartijas secas, abiertas en canal y empaladas. No me resultan muy atractivas, la verdad. Gente que mueve cajas, que amarra cangrejos con hábiles movimientos, que ordenar productos extravagantes. Gente que no para de trajinar, como hace una semana, cuando esto solo era un ansia, un proyecto de viaje, y como harán dentro de un mes, cuando este viajero este de nuevo amarrado a su puerto, con la mente puesta en otro destino lejano.





El lunes amanece con ganas. Ganas de echar a andar, a conocer un poco más, de seguir explorando. Una de las mujeres de la limpieza del hotel, nos advierte que no salgamos a la calle así, con manga corta. Con el tiempo comprendemos que nuestra sensibilidad térmica difiere de la de los nativos. Los pronósticos del tiempo daban, para hoy, entre dieciocho y veintitrés grados. Caminamos con calma, con los ojos curiosos, dando un rodeo un tanto aleatorio, hasta los embarcaderos de los ferrys y cruzamos hasta Kowloon, la Hong Kong continental. Allí nos encontramos el criticado Honk Kong Cultural Center, un edificio un poco mazacote y sin ventanas. Esta revestido de esos azulejos que también se emplean en algunos edificios japoneses y que les dan, bajo mi punto de vista, un aspecto grotesco. Caminamos por la Tsim Sha Tsui, dejándonos embargar por la intensa actividad comercial de estas gentes. Hong Kong es, en gran medida, tiendas: gente que compra y gente que vende. Nos dejamos arrastrar un par de veces por esta fiebre compradora, pero poca cosa. Caminamos por la Nathan Road y entramos a comer en un restaurante chino, es decir, un restaurante normal. Pedimos como podemos y no podemos decir que sea algo fascinante. Un amplio comedor, un lugar muy concurrido. Tal vez no nos paramos lo suficiente a consultar la guía lo que queríamos comer. O tal vez eran especialidades regionales de sabe Dios qué parte de China. Luego un café tranquilo, con un dulce para quitar el mal sabor de una sopa de contenido misterioso. Primer y único pinchazo gastronómico en Hong Kong. Uno de los muchos locales de la Pacific Coffee Company, donde hay sofás con orejeras junto a los ventanales que dan a la calle. El sol de la tarde me empieza a adormecer, mientras Mamen consulta su correo electrónico.
Seguimos caminando y nos metemos por unas calles cercanas a Temple Street. Mercado callejero de comestibles. En algunas ocasiones cosas desconocidas, pero muy vistosas. Fotos y fotos. Salimos por el Kowloon Park y seguimos caminando hacia el ferry con calma, buscando calles nuevas.
Anochece y tomamos las famosas escaleras mecánicas que arrancando del De Voeux Road, en Central, suben, en varios tramos hasta la zona del Soho. Una zona de calles estrechas y empinadas, donde abundan los bares y restaurantes recogidos, agradables. Se ven a muchos hombres y mujeres, chinos y occidentales, celebrando el final de una jornada laboral, tal vez estresante de tanta actividad financiera, manejando millones de dólares de Hong Kong con alegría. Restaurantes con diseños modernos, con amplios ventanales que permiten ver la decoración interior. Un ambiente agradable. Caminamos por calles retorcidas hasta llegar a la base desde la que se toma el Peak Tram, el tranvía que sube a lo alto de la montaña. Muchísimos japoneses, a los que solo distinguimos por el habla, esperando subir en uno de los dos trenes que ininterrumpidamente durante horas suben y bajan por una empinada pendiente. Unos vagones suizos de falsa madera ascienden mientras las luces de la ciudad parecen tomar otra dimensión. Lo cierto es que la vista es curiosa. Arriba se puede pasear por un sendero atestado de turistas y de fotógrafos que ofrecen sus servicios en japonés. Busco un hueco para hacer una foto, apoyado en la barandilla. Una japonesa me empuja y me pide perdón en japonés. Le contesto en japonés, daiyobu, no se preocupe, y se queda mirándome perpleja. Sigo con mi tarea de retratar esa vista de la bahía, de aquel desorden de luz que introducen los rascacielos, pero que posee una feroz belleza. Camino hacia el otro lado de la montaña. Se ve Aberdeen o tal vez es Repulse Bay. Mucha menos iluminación en la zona más bien residencial de la isla. Algunos barcos ponen puntos de luz sobre la oscuridad del mar.
Bajamos en otro vagón atiborrado de japonés necesitados de fotografiarlo todo, y llegamos al hotel cerca de las once de la noche. El cansancio esta enmascarado detrás de la ilusión, de la fascinación de haber iniciado la conquista por conocer este lugar, cuyo nombre ha existido desde siempre en mi cabeza. Y se quedo fijado mientras leía El Puerto de los Aromas, libro que me acompaño en mi último viaje de Europa a Japón, cuya trama se desarrollaba en esta colonia. Aunque he de reconocer que no lo encontré especialmente fascinante ni dotado de un estilo hermoso.





Martes. El tiempo pasa y la sensación de poseer los segundos se intensifica. Una intensidad vital que va más allá de lo imaginable. El martes lo elegimos, de manera arbitraria, para visitar la isla de Lama. Es una buena idea. Después de algo más de media hora en ferry, descubriendo la prolongación de esa verticalidad de los edificios de oficinas en viviendas residenciales, desembarcamos en Sok Kwu Wan. Unas pocas casas, unos cuantos restaurantes donde el marisco y algunos peces encerrados en sus jaulas de cristal y agua actúan como reclamos para los turistas. Hay un sendero marcado para atravesar buena parte de la isla andando (no hay coches, ni carreteras) hasta llegar a Yung Shue Wan, desde donde se puede regresar en ferry a Central. Una buena idea para no tener que volver por el mismo camino y poder ver algo más de esta isla. Comienza nuestro paseo con una temperatura muy agradable. Se agradece el silencio limpiando los oídos del paseo de ayer. Es un oasis, preservado por el mar, separado por unos minutos del bullicio de la metrópoli enloquecida. Alguna playa, desierta, vamos dejando a mano derecha. El camino atraviesa un diminuto poblado, apenas diez o doce casas, donde se siente el reposo de unos habitantes que vivirán, supongo, del turismo. Ascendemos y vemos unos cuantos túneles clausurados. Un cartel en ingles nos informa de que fueron construidos por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, para esconder embarcaciones suicidas. Un suave ascenso y a nuestra derecha divisamos un pabellón, moderno, pequeño. Es un cuadrado de cemento con un techo de estilo oriental, sin paredes. Nos sentamos un rato a divisar el brazo de isla donde hemos desembarcado. Es un lugar agradable y tranquilo y uno querría poder sentarse aquí muchos días de su vida para disfrutar del silencio, de la vista que se desparrama por el mar y por las playas distantes. El camino sigue subiendo para llegar a un alto. Allí vemos la otra parte de la isla, dominada toda por las inmensas chimeneas de la central térmica. Un pedazo de isla condenado a soportar una central tan grande, pero me imagino que necesaria para Hong Kong. Por lo menos las chimeneas, perezosas, no vomitan humo ni olores, como hacen todos los días, a todas horas, las horribles chimeneas de la celulosa de Kani. Nos acercamos a otro pabellón, desde el que se divisa el perfil de un trozo de la isla. Precisamente aquel hacía el cual nos dirigimos. Presidida la vista por la enorme central térmica. Me irrita aquella visión, pero me imagino que luego, sentado en el café, me gusta poder leer la prensa o consultar el correo electrónico gracias a Internet. O me gusta ir en metro del aeropuerto a la isla. O tener aire acondicionado cuando hace calor. Sí, me gustan las comodidades, pero no se pueden esconder debajo de la alfombra las centrales térmicas. No hay, de momento, mucha alternativa.
Apenas nos cruzamos con gente. El silencio es agradable de sentir como compañero de este paseo. Bajamos hasta llegar a la playa Hung Shing Yeh Beach. Hay grupos de gente, sentados bajo los árboles. Nosotros nos refugiamos del sol, sentándonos en unas mesas en torno a unos bancos de madera. El sol brilla sobre los reflejos ondulantes del mar. En Kani, mis compañeros estarán encerrados en esos lóbregos edificios, o quizá deambulen por los siniestros talleres con sus sucios uniformes manchados de aceite. Aquí todo es mucho mas hermoso, más silencioso. Tan solo el rumor del agua chocando perezosamente contra la playa, una suave brisa que atenúa el calor y mece los árboles. Demasiado agradable, demasiado irreal. Recuerdo las islas griegas del viaje del año pasado. Cuando estábamos a punto de embarcarnos en este viaje. Cuantos momentos inolvidables. Muchos ligados a comidas o cenas maravillosas, junto al mar. Me gustaría, otra vez, poder sentarme en este banco de madera, y leer algo mientras el sol dibuja espejos irregulares sobre las ondas volubles del mar. Es un momento agradable. Nuevamente. El viajero se siente viajero y con eso parece haber alcanzado un nivel de existencia perfecto que poco mas requiere. Sin complicaciones mentales. Sin necesidad de nuevos planes, de proyectos, de pensar en cambiar de rumbo. Solo el viajero puede disfrutar del presente. Diamantes preciosos que nunca son cegados completamente por la monotonía de los granos de arena, uniformes, que caen pacientemente sobre ellos.
Después de un rato disfrutando de aquel lugar, el hambre nos hace levantarnos y caminar en dirección al otro lugar medianamente civilizado de la isla: Yung Shue Wan. Antes de llegar se ven algunas edificaciones. Pero el no haber coches hace la vida mucho más plácida. En el pueblo, entramos en un restaurante recomendado por el Lonely Planet. Caro, pero comemos muy bien. Mientras escribo esto recuerdo muy bien el momento. Sentados en una mesa, en la terraza, junto al mar. Vemos un trozo de costa que parece digerir un pedazo de mar domesticado. Sobre la mesa sopa de aleta de tiburón (al menos, así me la venden) y unos gambones fritos con trocitos de ajo. Mamen da cuenta de una enorme langosta a la que momentos antes ha visto viva, gracias a un camarero que nos la ha traído en un cubo. In bicho que impone respeto. La comida más cara de todo el viaje. Pero el viajero se ha hecho cómodo, y disfruta con el paladar. ¡Qué momento tan agradable! ¡Qué sucesión de momentos irrepetibles! Al levantarnos un hombre nos saluda. Es catalán y nos pregunta qué tal hemos comido. Casi todos los viajeros españoles, más bien pocos, que encontramos por este mundo tan interesante son o catalanes o vascos. Creo que somos poco curiosos para viajar los españoles. ¿O será que creemos que en España tenemos todo (sol, mar, playa, mujeres, comida, vino) y no merece la pena salir a conocer mundo?
Después de comer, volvemos a subirnos en el ferry, para regresar a Central, con una hermosa vista de la isla de Hong Kong. Me he fijado que los grandes barcos con contenedores, se detienen junto a diques flotantes donde son descargados en barcos más pequeños. El tráfico marítimo es intenso. Un café con un dulce para reafirmar los sabores en el cerebro. Un paseo por algunas calles de Central y de Causeway. En Times Square, en unos grandes almacenes, encontramos una buena librería en inglés, donde aprovechamos a comprar.




El miércoles el cansancio va empezando a advertir que el viajero no camina mucho en su expatriación japonesa. Hoy vamos a Stanley en autobús. Es un recorrido bonito en el que se sube y se baja esa cadena montañosa, que parte la isla en dos. Hay autobuses que van a Abeerden directamente por un túnel, pero el viajero quiere ver, y no tiene prisa por demorarse cuarenta minutos. Stanley es un pequeño lugar, agradable, donde hay menos densidad de edificación. Se ve mucha mansión, mucha vivienda de lujo. Y desde el autobús se ve mucho coche europeo conducido por occidentales. Creo que ya se donde viven aquí los expatriados. O los asentados descendientes de los ingleses. Pasemos por su mercado, pequeño pero animado y agradable. Luego por una zona de costa que han abierto al mar para los paseantes. Un diminuto templo, del que no recuerdo haber anotado el nombre, y poco más. Pero queda el encanto del lugar, la tranquilidad que se respira. Camino hasta la playa de Sant Stephan. Una recogida playa donde una pareja de occidentales toma el sol mientras otra pareja de chinos sacan un catamarán al agua. La vela se hincha de viento y color y se alejan en silencio. El sol calienta de una manera agradable. Es casi triste que todo sea tan hermoso.
Regresamos en autobús a Exchange Square. Caminamos, tomamos un café y algún dulce, y nos sumergimos en el metro para llegar a Tsuen Wan. El metro me llama la atención por lo amplio de sus pasillos, de sus corredores, de sus andenes centrales donde los trenes pasan a ambos lados, protegidos por una cortina de cristal que solo se abre cuando el tren esta totalmente detenido. Dentro, los vagones son totalmente diáfanos, como si uno estuviese metido en el interior del tubo digestivo de un gusano gigante.
En Tsuen Wan, siguiendo las recomendaciones de la guía, visitamos el Sam Tung Uk Museum. Se trata de una rehabilitación de un pueblo hakka amurallado del siglo XVIII. Una construcción baja, de piedra, rodeada por gigantescos bloques de viviendas. Sorprende que después de recorrer quince estaciones de metro, desde Central, uno sigue metido en la ciudad.
Después de media hora de consultar la guía, preguntar a gente por la calle, mirar los carteles informativos situados en la salida del metro, logramos dar con la parada del autobús que menciona la guía. Después de un recorrido largo, subiendo y bajando por montañas de abundante vegetación, llegamos una zona mas llana. Aquí no hay ciudad. Hay casas de aspecto desolador, muchos desguaces de coches, mucha venta de coches caros, usados, de importación (de África, de Japón, se anuncia en artesanales carteles). Antes, se ven muchas instalaciones militares abandonadas. Son viviendas y barracones. Las últimas no están abandonadas y en ellas se ven a los soldados del ejercito chino, con esa gorra de plato que he visto tantas veces en la televisión. Nos bajamos en Kam Tin. Un lugar que no promete nada. Entramos en una tienda a comprar algo de comer. Chocolatinas con polvo adherido al envoltorio, carteles solo en chino. Incluso tenemos problemas para entender el precio. Recuerdo que preguntamos algo por la calle y una joven, con gesto displicente nos dice no, y se aleja de nosotros. Seis helicópteros del ejercito sobrevuelan despacio y a baja altura aquel conjunto de casas.
La guia del Lonely Planet habla de unos pueblos amurallados del siglo XVI. El más cercano a KamTin se llama Kat Hing Wai y por lo que hemos leído, debe merecer la pena el viaje hasta aquí. Pero creo que el que escribió esa parte de la guía no debió visitarlo. Porque creo que, sinceramente, no merece la pena. Unas mujeres, vestidas de negro, (ataviadas con los trajes tradicionales, dice la guía) nos explican con reiteración agresiva que hay que dar un donativo (contradicción lexicológica donde las haya, incluso en inglés) y para ello señalan con agresividad un cartel explicativo. Como solo llevo un billete de diez dólares, una de ellas me cambia. Otra, con caries generalizada, me abre la mano y revisa, con una tacañería deprimente, si me han dado bien el cambio. Damos los dos dólares voluntarios y entramos. Una mujer desdentada nos pregunta con insistencia si queremos hacernos fotos (la guía advierte de que cobran por ello, y no veo razón alguna para hacerme esa foto). El pueblo consiste en unas cuantas casas, con los equipos de aire acondicionado colgando por las ventanas, con muros de cemento o de ladrillo, como si uno entrase en una barriada marginal en alguna gran ciudad europea. No callejeamos; se ve a la legua que no merece la pena. Salimos y de nuevo la desdentada nos pregunta si queremos hacernos fotos con ellas. Salimos desilusionados de lo visto, del tiempo empleado. Creo que voy a escribir a los de la guía para que revisen los comentarios dedicados a este pueblo. Afortunadamente hay un autobús que regresa a Tsuen Wan por una autopista y tarda mucho menos. Ya estamos otra vez en la zona urbanizada. Y volvemos a subirnos al metro, esta vez a eso de las seis y media de la tarde, coincidiendo con el regreso de mucha gente del colegio, del trabajo. Y otra vez nos perdemos en el barullo de calles y gentes, simplemente dejándonos atrapar por la ciudad, buscando un sitio donde reponer fuerzas. Que termina siendo ese restaurante con aspecto de comida rápida del Western Market, a cuyo cocinero deberíamos haber felicitado.



Hoy vamos a Macao. Jueves 24 de noviembre de 2005. Macao es también territorio chino. Fue colonia portuguesa hasta 1999. Pero en la práctica, al igual que Hong Kong, es una Región Administrativa Especial. Tiene, así mismo, su moneda propia, la pataca. Al salir de Hong Kong tenemos que pasar por el control de pasaportes, lo mismo que al desembarcar del ferry en Macao. Una cosa que está muy presente en las fronteras es la información sobre la fiebre aviar. Entrando en Hong Kong nos han tomado la temperatura a distancia, al igual que a todos los pasajeros que veníamos de algún destino asiático. Y se pueden leer muchos carteles con información y advertencias sobre esta enfermedad. De hecho en Hong Kong hay mucha información incluso en la ciudad, y hemos visto propaganda institucional sobre la higiene, sobre la limpieza a la hora de manipular alimentos. Hemos llegado a ver en varios lugares públicos dispensadores de un líquido desinfectante que se evaporaba en poco tiempo. Son estos los tiempos del terror a una epidemia global a partir de la fiebre aviar.
Pero nosotros desembarcamos del rapidísimo hidrofoil que en poco más de una hora recorre los setenta kilómetros que parece haber de puerto a puerto. Otra vez el trámite de aduanas, pero es breve. Siento los nervios del viajero que se enfrenta, de nuevo, a lo desconocido, sin más limitaciones que su curiosidad y su sentido de la prudencia. Sorprende ahora ver carteles informativos con los terroríficos kanjis chinos y su traducción al portugués. Abandonamos el puerto por la Avenida de Amizada, encontrándonos grandes edificios que albergan hoteles o casinos. Edificios que parecen parques temáticos de dudoso gusto, surgen en nuestro camino. En un periódico editado en inglés que cayó en mis manos, el South China Morning Post, no sé muy bien dónde, se hablaba de que la construcción en Macao estaba en auge, especialmente de Casinos y lugares de juego. Se perseguía convertirla en las Vegas de Asia, para lo cual se contrataban muchos ingenieros de construcción de Hong kong, donde este sector se encontraba más estancado. La guía de Lonely Planet explica como, desde 1992, más de la mitad de los edificios coloniales habían sido restaurados. Y eso se ve en los colores frescos, en las fachadas bien cuidadas de las iglesias o de edificios como el del leal Senado, o del Teatro dom Pedro V. Calles con reminiscencias portuguesas, pero que nos podrían recordar a una capital de provincia en España, plagadas de comercios y de gente que camina con las mismas prisas que en Hong Kong. Paseamos por la zona vieja, hasta que el hambre nos lanza hacia el final de la Rua do Almirante Sergio donde parecen concentrarse unos buenos restaurantes. Y así es. Comemos en uno llamado Litoral y nos gastamos casi las tres cuartas partes del dinero que habíamos cambiado en las sonoras patacas. Que no era mucho. El lugar merece la pena. Un chorizo asado, un pastel de gambas y un bacalao a bras, que dejaron el estomago satisfecho y pleno. Un te de jazmín, al que me he ido aficionando poco a poco, y que me resulta tan grato para comer. Un te que he terminado comprando en un comercio de Hong Kong para alternar con la ocha japonesa que también suelo frecuentar. En fin, que esta estancia en Asia también esta modificando ciertos hábitos culinarios. Y de postre una serradura, que viene a ser una especie de pudín pero con galleta. En fin, que la cultura de los lugares a los que uno se dirige, también se digiere y se aprecia con el estómago. Sobre todo cuando se está más cerca de los cuarenta que de los treinta. ¡Que lejos quedan aquellos viajes de interrail comiendo bocadillos de embutido comprados en supermercado por Europa, sin saber en que se diferenciaba la gastronomía alemana de la belga!
La comida me ha dejado ligeramente lastrado, pero solo vamos a estar un día en Macao y la curiosidad termina venciendo a la pereza. Una comida tan maravillosa, en un restaurante bueno y agradable nos ha costado, dos personas, menos de cuarenta euros al cambio. Abajo, en la puerta del restaurante, un chofer lustra una limusina, negra y opulenta.
Al lado del restaurante nuestros ojos reciben otro estimulo digno de tener en cuenta. El templo de A-Ma. Plegándose junto a la montaña, diversas edificaciones pequeñas se unen gracias a tramos de escaleras y paseos diversos. No es algo muy grande, pero está muy animado. Cientos de devotos y algunos turistas pasean por entre el humo intenso que las espirales de incienso y las barras colocadas por los visitantes van acumulando. Una atmósfera irreal, cargada de imágenes sugerentes que tratamos de guardar en la memoria de la cámara fotográfica, más fiable que las neuronas ocupadas en procesar todavía el bacalao. Me gusta no tener problemas por tomar fotografías. Creo que, al igual que los japoneses, los chinos no se toman muy en serio lo de la religión. Recuerdo un hombre joven hablando por el móvil y haciendo al tiempo reverencias delante de una figura de piedra salpicada de monedas y billetes que los files habían depositado. Curioso.
Caminamos por la Avenida de la Republica. Una calle tranquila que antaño daba al mar pero que ahora, por obra de un brazo de tierra artificial que comunica con la
torre de Macao, parece mucho menos avenida. Quedan restos de edificios coloniales. Unas niñas uniformadas de colegio, empujan una piedra que han encontrado en la calle y la apartan hacia la acera, junto a un árbol. Miedo da pensar en ver a dos pre adolescentes empujando una piedra por una calle de Madrid, comenta el viajero a su pareja viajera, que asiente.
Entrando por la Avenida de Praia Grande un edificio colonial en uso, la sede del gobierno de Macao, nos sirve para internarnos en callejuelas estrechas. Además de los hermosos edificios restaurados, hay muchas casas cuyas fachadas no han sido nunca remozadas. Ni siquiera un adecentado a base de una mano de pintura. Y muchas rejas, incluso en pisos altos. Volvemos a la animada plaza del Senado y callejeando, atravesando calles que son auténticos mercados sedentarizados, llegamos a la base de lo único que queda en pie de la iglesia de san pablo. Tan solo queda la fachada, lo único que se salvo de un incendio hace ya siglo y medio. Parece ser que los cristianos japoneses que huyeron de las persecuciones que el clan Tokugawa organizó, después de decretar su expulsión, a comienzos del siglo XVII, se refugiaron aquí. Muchos turistas fotografían y se dejan fotografiar junto a la fachada que se recorta contra el cielo azul oscuro del atardecer. Es raro ver restos de una iglesia católica por estas tierras.
Nuestros pasos, pasos cansados pero curiosos, se dirigen a la vecina fortaleza de Monte, construida por los jesuitas por las mismas fechas que las de la persecución de los cristianos de Nagasaki. Las vistas de la ciudad, ahora que los cañones están de adorno, ahora que las guerras las hemos alejado de nuestra civilización, son hermosas. El sol ya es ese disco mortecino y anaranjado que apenas tiene fuerza alguna sobre nuestras retinas. Unas fotos para tratar de retener este aroma de eternidad, para poder aspirarlo cuando estemos a miles de kilómetros de aquí.
Y solo nos queda regresar, tranquilamente al ferry. Un café, para reposar los pies y las vivencias, para intercambiar palabras, para observar a la gente pasar. A esta gente que seguirá viendo este lugar exótico como su lugar en el mundo. Personas que seguirán yendo y viniendo cada día por estas calles, con los ojos medio cerrados por el peso de la rutina.
La noche ya ha caído y, sin mas patacas en el bolsillo que algunas monedas ya convertidas en recuerdos, enfilamos el camino del puerto. Volvemos a ver los casinos que nos recibieron cuando veníamos cargados de energía y curiosidad. Nos han quedado muchas cosas por ver, pero a este viajero le gusta pasear por las calles, mirar a la gente, ver los trabajos de todos los días y no concentrarse como un poseso en los monumentos, en los números que aparecen en los planos de la guía. Macao, como casi todos los lugares habitados de este enigmático planeta, además de sus edificios coloniales, es y sobre todo, sus gentes. Esas personas que despiertan cada mañana pronto, y que empiezan a preparar sus pequeños negocios para que la economía empiece a funcionar desde abajo. Hasta llegar a los grandes centros financieros de Hong Kong, hace falta el soporte de esos tenderos que organizan sus alimentos secos o las galletas ligeramente dulces que compramos para el viaje de regreso. Niños y niñas que salen del colegio donde aprenden cosas que, independientemente de su utilidad, les fijaran recuerdos de una infancia más o menos feliz. Hombres y mujeres que preparan comidas, que sirven comidas, para que los demás puedan seguir su trabajo. Como los guardias que regulan el tráfico de algunos cruces guiados por su buen sentido, o los conductores de autobuses urbanos. Todos cumplen una labor, una función. Por pequeña que sea, es indispensable para que estos organismos funcionen. Esta sensación es especialmente intensa en Hong Kong.
Y el viajero deshace buena parte del camino con tristeza, porque regresar es morir un poco. Y llega a la terminal de ferry y después de volver a pasar un control de pasaportes se ve sentado en un barco rápido que le devolverá a Hong Kong. Al menos queda el viernes y la mañana del sábado. Pero el viaje, como la vida, se extingue lentamente.



Amanece un viernes donde el cuerpo pide un poco de descanso. Salimos mucho más tranquilos y más tarde a pasear. No se puede seguir a ese ritmo. Comemos sabroso en nuestro sitio favorito del Western Market y tomamos el metro en dirección al mercado de las flores, en la Kowloon. Ya quedan pocos puestos, pero disfrutamos de la exuberancia de colores, de los aromas que cubren la fuerte contaminación de la ciudad. Anochece pronto, mientras iniciamos el camino tortuoso y lleno de gente por la Fa Zuen Street. Puestos donde se venden cosas de marca (supongo que falsificadas, por el precio) y ropa. También hay puestos de comida. Pero es un poco agobiante tanta gente, tanta estrechez, así que en un momento dado, abandonamos esa calle y volvemos a la Nathan Road, congestionada de coches, taxis y mucha gente por las aceras. Entramos en una tienda, rancia pero con cierto encanto, donde se venden toda clase de tés. Una mujer nos muestra los diferentes tés de jazmín con un increíble acento americano. Mientras habla me distraigo, como no, y pienso si habrá estudiado en Estados Unidos o tal vez trabajado allí un par de años para acabar trabajando junto con su padre, que no parecía entender mucho inglés, en aquella tienda estática. El té de jazmín me está gustando mucho.
Luego tomamos el metro hasta Tsim Sha Tsui y vamos caminando hacia la avenida de las Estrellas. Hay bastante gente. Y es que la vista de la isla de Hong Kong desde aquí es merecedora del paseo. Bajo la oscura presencia de la montaña, la larga franja de tierra domesticada, desde Central a Causeway Bay y mucho más allá, aparece marcada por rascacielos iluminados, apiñados unos junto a otros, unos detrás de otros. Las luces de colores se reflejan en el mar, ascendiendo y descendiendo al ritmo del oleaje, casi siempre forzado por el paso de una embarcación. Algún yate, algún diminuto sampán, incluso alguna de esas grúas flotantes que parecen desafiar las leyes de la física, se cruzan dibujando un perfil de oscuridad sobre el fondo de luces. A las ocho unos altavoces anuncian un espectáculo de luz. Una voz anuncia el nombre de un rascacielos y el nombrado edificio modifica su iluminación para destacarse. Mucha gente disfrutando de las luces, de la temperatura tan agradable. Allí sentados, mirando la ciudad, el viajero se siente de nuevo en uno de esos momentos enigmáticos, gratos y memorables. Esa conciencia de vivir un presente que difícilmente se olvidará es algo muy intenso.
Después de un buen rato de pasear junto al mar, esquivando turistas que descargan sin piedad los flashes de sus cámaras de fotos contra la isla, tomamos el ferry hasta Wan Chai. Un paseo, unos yogures y unas galletas, e iniciamos el regreso al hotel en nuestro ya familiar tranvía. En el aire el viajero lee al respirar que está consumiendo su última noche en Hong Kong. El cansancio terrible, kilómetros y kilómetros recorridos, empieza a poner límites a las ansias andarinas.

El sábado lleva escrito el final del viaje. Con tristeza terminamos de acomodar las cosas en la maleta, verificando que dejamos la habitación vacía de nuestras pertenencias, de nuestras huellas. El último desayuno en aquella terraza con un hueco entre tanto edificio enorme para ver el cielo. Siempre azul, con una ligera bruma. Dejamos el equipaje en recepción y salimos a caminar un poco. Un último paseo en el que siento una tristeza incómoda Solo ha sido una semana, pero quizá es esta intensidad en las vivencias la que hace que el viajero se encuentre sumido en un estado de desánimo ante la partida. O quizá, más que por la ciudad, sea por la propia condición de viajero, explotada sin cortapisas durante breves periodos de tiempo al año. Mentalmente nos despedimos de Causeway bay, de los tranvías de dos pisos, de las tiendas de comida seca, de los cafés de la Pacific Coffee Company...
En el Hong Kong Convention and Exhibition Center se disfruta de una agradable vista de la bahía. Un edificio de paredes de cristal, con recintos interiores amplísimos. Se celebra la exhibición de antigüedades y objetos de arte modernos que se serán subastados por la empresa Christie´s en diciembre. Nos sorprende que nos dejen entrar, a pesar de nuestro aspecto de turistas que no van a comprar nada. Como cuando hemos entrado en el Central Plaza, un rascacielos de oficinas, en el que hemos tomado el ascensor hasta el piso 35 solo por si se podía ver la ciudad. Solo había oficinas cerradas. Pero no hay ningún tipo de restricción al acceso. Como en Tokio. Pero totalmente distinto a ciudades europeas, como Madrid. Lo primero que me llama la atención, encerrado en una vitrina de cristal es un violín de 1770. No puedo decir que sea precioso porque realmente los violines solo se distinguen en el sonido, no con la vista. Uno se pregunta por cuántas manos habrá pasado, cuantos conciertos habrá conocido... Por el precio de ese violín uno se podría comprar un piso grande en Madrid. Vemos antigüedades orientales, biombos chinos, tapices con esa caligrafía japonesa tan esmerada, que en origen, como tantas cosas, fue tomada de China. Uno también piensa cuánto dinero tiene que ganar una persona para gastarse tanto en un elemento decorativo. Y no llega a hacerse una idea cabal de la magnitud de esos emolumentos. Ni qué tipo de trabajo puede proporcionar tanto dinero.
Deshacer el recorrido en metro hasta el aeropuerto fue especialmente doloroso. Uno recuerda ese mismo paisaje, cuando el viaje es casi todavía un proyecto y cuando está todo por descubrir. La verticalidad, este atributo tan asociado en mi cabeza a esta excolonia, se repite de nuevo en las imágenes matizadas por la tintura de los cristales del vagón de metro. O tren rápido, como lo llaman por aquí. Recuerdo este verano, el fin de semana largo que pasamos en Berlín. El día que volvíamos a salir del Berlín este para atravesar aquellos barrios que todavía eran grises, camino del aeropuerto. Con la sensación de que todavía necesitábamos un poco más de tiempo para tomarle el pulso a la ciudad. Pero en realidad es la justificación para seguir ejerciendo de viajero. Como en este recorrido, camino del aeropuerto internacional de Hong Kong. Comida decente y últimas compras de té con la moneda sobrante.
El resto ya es menos digno de ser contado. El viajero se ha despojado completamente de su piel nómada y poco a poco ha ido asumiendo su papel de trabajador para empezar a pensar en otro viaje.