Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

27 julio 2006

Península de Izu

Martes 18 de julio



Llueve con fuerza. Al menos no hace calor y la humedad, alta, no se nota tanto. En China el tifón Bilis ha dejado 188 muertos. Era uno de esos tifones que se forman en el Pacífico y que van subiendo, buscando la costa. Algunos, cuando tocan Kyushu giran y atraviesan todo Japón. Pero este siguió recto y entró por Corea donde también ha causado daños. De momento, este año, no nos ha tocado sufrir ningún tifón. Por cierto que la palabra japonesa taifu, yo siempre la había asociado a una katakanización del inglés, pero el otro día vi que su lectura deriva de dos kanjis: gran viento.

Ayer llegamos de nuestro corto viaje a la península de Izu. El sábado fui a buscar a Mamen al aeropuerto y nos vinimos a casa. A pesar de que por falta de plazas, le cambiaron el billete y le pasaron a la clase Executive, venía cansada. Y es que el viaje y el cambio de horario afectan al cuerpo, aunque uno vaya cómodamente instalado. Yo aproveché a estudiar un poco del módulo siguiente de mi curso a distancia. Trata de la no violencia. Algo que suena extraño en estos turbios días que traen el olor a quemado de la guerra en Líbano, de la amenaza por parte de Corea del Norte, de los atentados en el metro de Bombay…
A pesar del mundo, de los hombres y su locura, nosotros salimos a reconciliarnos con él. O al menos con esa porción dócil, tranquila, educada con la que interactuamos. Salimos el domingo con el coche por la Tomei Expressway, la autopista que por la costa se dirige hacia Tokyo. Pasamos Hamamatsu, Shizuoka y en Numazu nos desviamos. Hasta allí todo bien, pero atravesar Numazu y Mishima nos llevó bastante tiempo. Estaba muy congestionada la carretera, plagada de semáforos y cruces. Aprovechamos a comer algo y partir el esfuerzo de soportar esos kilómetros lentos de arrancar y parar.
Pero después, poco después, llego la costa. Bajamos por la costa oeste. Una carretera que copia el perfil de una costa que a ratos es abrupta y a ratos no tanto. Poquísimas playas y muchos espigones y diques para proteger de los tifones y tormentas. Un par de pueblos de pescadores, y unas nubes dibujadas con trazos melancólicos, un sol desganado, que apenas se deja ver. Abajo, el mar, brillante, ardiente a ratos, oscuro por momentos. Paramos un par de veces en esos miradores que tienen a bien construir los japoneses donde poder dejar el coche y recrearse con la visión infinita del océano. En algunos puntos, se podía ver el monte Fuji, una montaña de perfil característico, de formas perfectas, con nubes atrapadas en su cima. Dice Lafcadio Hern que es una montaña hermosa hasta que uno se acerca a ella. Es cierto que desde la distancia parece una creación perfecta de la naturaleza. Caminamos un rato hacía un enterramiento prehistorico, pero no podemos entender la explicación que muestra un cartel. La vegetación del camino es densa, vigorosa. Especialmente en esta época, en la estación de lluvias, claro. Pero avanzando con el coche uno siente el vértigo de la selva tropical queriendo comerse la carretera, todo aquello que el hombre tiene a bien construir para marcar su poder. Flores exuberantes, enormes.
El mar relaja. El tiempo libre también resulta ser un buen compañero vital. Hay un pueblo Dogashima lleno de hoteles y de onsen, donde los japoneses van a bañarse y relajarse. Paramos y paseamos. A pocos metros de la costa, pequeñas pero orgullosas islas hechas de rocas altas, de vegetación, desafían las ultimas horas de luz del día.
Con la noche ponemos rumbo directamente a Shimoda, donde dormimos en un hotel un tanto pretencioso pero con un delicioso jabón francés de melocotón. El hotel se llama Marseille (escrito en katakana, claro).
El lunes es festivo. Por eso nos hemos permitido esta excursión. Es el día del mar (uminohi). Uno no pregunta cuando en la fábrica le informan de que el lunes es fiesta, que no hay que trabajar. Y como es el día del mar, después de un sabroso desayuno nos dirigimos al puerto a tomar uno de los barcos turísticos que recorren la bahía. Es un barco negro, como las naves del comandante Perry que atracaron aquí cuando, en 1857 se acercaron a este país, aislado del mundo, para exigir que se abriesen al comercio. Shimoda está lleno de barcos negros de todos los tamaños para recordar la historia y para atraer al turismo. El paseo en barco es agradable. La bahía esta muy protegida y cuando llegamos a mar abierto, éste muestra unas olas poderosas y fuertes. Y eso que no hace un día malo. Está nublado, como casi todos los días, pero no llueve y hay una suave brisa que disimula la humedad.
Antes de subirnos al barco hacemos cola. Como todos los japoneses, familias en su mayor parte, algunas parejas jóvenes. Poco antes de poder subir, un grupo de jóvenes se acercan directamente a la entrada del barco e, interrumpiendo incluso a una familia que iba subiendo de uno en uno, se meten en medio y dan su entrada para subir. Nadie dice nada. Uno siente cierta rabia, pero el hecho de que hasta el hombre encargado de mirar el billete no diga nada da que pensar. Uno ha oído hablar de los mafiosos locales y no quisiera ver turbada sus vacaciones. Pero siente igualmente rabia por esa prepotencia dócilmente soportada.
Volvemos a tomar el coche, después de pasear por el puerto y ver los barcos de pesca, silenciosos, quietos, oscilando tan solo levemente con el manso oleaje que es capaz de vencer los tercos obstáculos puestos por el hombre.
Avanzamos por la costa en dirección al cabo de Iro (Irozaki). Hay unas cuantas playas, pero han evitado dejar ni un espacio libre donde poder dejar el coche, y los aparcamientos, improvisados, cobran cifras caras: 1500, 2000 yenes y más. No hay tarifa horaria. Un joven lee un libro sentado en una mesa plegable bajo un cartel hecho a mano. Eso es toda la taquilla. Parece un poco irregular, pero quién sabe. Esto es la segunda potencia económica del mundo.
Las playas tienen poca gente. El día parece que va a terminar en lluvia, pero de momento se contiene. La humedad hace que la ropa se pegue, a pesar de que la temperatura no llega a los veinticinco grados.
Seguimos hasta llegar al pueblo llamado Irozaki. Hay que bajar por una carretera estrecha hasta llegar a un lugar encajado por las laderas abruptas de las montañas a los lados. Al fondo, el mar, en un estrecho camino. Como si de un río se tratase. Un lugar protegido de manera natural. Tomamos el barco que nos lleva a ver unas islas deshabitadas situadas cerca de la costa. Un barco pintado con chillones colores que avanza tranquilamente allá donde el mar es como un río. Curiosas rocas que se fragmentan por la erosión dan un aspecto inquietante al paisaje. Arriba, a la derecha, se ve el blanco de un faro. Pronto llegamos a mar abierto. El oleaje es muy intenso y nuestro barco, pequeño, sube y baja con la energía del mar, sin ofrecer apenas resistencia. Gente que grita, que se agarra al asiento con expresión de desconfianza. Hay que sujetarse bien para no dejarse llevar por los caprichos del mar. Reconozco que hasta que se estabilizo la sensación y se hizo más o menos constante, a mí me impresionó ver aquella masa de agua subir y bajar, y a nuestro barco moverse a su merced.
Bordeamos unas islas de roca y vegetación salvaje. Una voz muy educada nos daba unas explicaciones imposibles para nosotros, que nos dejábamos guiar por la belleza del mar, por su furia, por aquellas islas modeladas por el tiempo.
Llegamos al puerto. Unos pocos puestos de venta de recuerdos y de comida. Subimos por un sendero hacia el faro. En el camino nos sentimos rodeados de la vegetación abundante, tropical, de esas flores enormes que causan respeto. El sonido de algo que a mí me recordaba la chicharra de Castilla se hacía intenso por momentos. Supongo que será un insecto pariente de áquel. El camino se hace horizontal, más o menos, en un lugar donde en tiempos debió haber algo así como un parque temático. Hoy solo queda una entrada, con su taquilla, que ya comienza a ser devorada por la vegetación. Realmente parece que nos hallásemos en una zona tropical. Mas adelante un chiringuito, grande, de comidas y bebidas, que también inicia el proceso de degeneración hacia el vacío, hacía la nada que es nuestro destino final inexorable. No sé bien por qué, pero los lugares abandonados me fascinan.
Un sendero de losetas que sigue avanzando hacia el mar, a cierta altura. Al principio solo se oye romper el mar, de tan intensa que es la vegetación. Pero justo cuando aparece el faro, enjaulado tras una vaya impracticable, a la derecha, la caída de la roca comienza a abrir huecos, a pesar de la vegetación. Luego ya solo queda la roca desnuda, de formas caprichosas. Abajo el mar rompe con fuerza, se cuela por huecos que el mismo ha ido creando con su tozudez. Su propia esencia.
El sendero desciende por unas escaleras y uno encuentra encajado en la roca, un pequeño templo. Un hombre lee mientras espera que algún cliente compre algún recuerdo, alguna figura, o pague alguna ofrenda. El templo está construido con una pared clavada en la roca y la otra desafiando al mar desde cierta altura. El camino ahora si que es espectacular. Nos acercamos al extremo del cabo, una punta de roca volcánica, escupida por el Fuji (a mas de cien kilómetros de distancia) hace muchos miles de años. El sonido del mar chocando contra las rocas nos llega por los dos lados. El lugar hechiza. Unos pocos japoneses se hacen fotos. Una pareja parece más concentrada en el lugar. Él, pelo largo, prematuramente encanecido, con un cierto aire a Koizumi, saca un cuaderno y dibuja los islotes de rocas. Ella, aire bohemio, poco japonesa, mira absorta el mar y a su compañero.
Nos quedamos un buen rato sintiendo esa magia de los lugares que subyugan, en los cuales uno no encuentra el pensamiento adecuado, ni las palabras correctas. Y mientras tanto se pasa el tiempo mirando el fluir del agua, romper en sonora espuma contra los perfiles irregulares del la roca. Saltar de gotas. Un fondo azul bajo la espuma blanca. Y vuelta a lo mismo. Pero siempre diferente. Fascinante. Reloj de sensaciones lentas, estimulantes de algo dormido cuyo cosquilleo nos atraviesa y nos habla de nosotros, de nuestras perspectivas, pero con una voz más sabia.
Después de un buen rato deshacemos el camino y tomamos el coche. Ponemos rumbo a la costa este y subimos un poco, tratando de ir haciendo el camino de regreso. Volvemos a pasar por Shimoda y, desde allí, la costa se nos aparece un tanto diferente. La carretera discurre al lado del mar, pero a una cierta altura. El sol parece querer salir por algún lugar y el día se ilumina a ratos. Entonces el calor y la humedad hacen el día insoportable.
Comemos en un lugar sencillo. Y la comida nos sorprende por la abundancia, sabor y precio. Japón. Paseamos por un pueblo de nombre desconocido. Callejuelas estrechas donde uno se pregunta si esto de verdad pertenece a una de las grandes potencias económicas del mundo. Casas con paredes de chapa, neveras viejas usadas como armarios en donde deja espacio un huerto, enseres viejos apilados junto a las entradas, diminutas habitaciones exteriores usadas como garajes donde los coches, por pequeños que sean, no entran del todo. Una imagen más cercana al tercer mundo que a la de un gigante económico. No es la primera vez. Al final, el mar. Protegiéndonos de su furia, un espigón. Una puerta de cierre hermético, permite bajar y caminar por las rocas, pero la suciedad y los olores no invitan a ello. Mejor quedarse arriba y contemplar el mar sin saber lo que hay detrás del muro, antes del mar.
Poco a poco iniciamos el regreso. El fin de semana, más largo de lo normal, se acaba. A pesar de que las montañas japonesas ya nos son conocidas, el valle por el que se interna la carretera nos sorprende. Un valle verde y abrupto donde un puente en espiral nos ayuda a vencer el desnivel. Como en un aparcamiento, pero sobre el vacío, la carretera se enrosca y así avanza. Curioso. Avanzamos ahora por el interior de esta península. El viaje de vuelta se hace pesado otra vez al pasar por Numazu. Otra vez necesitamos casi dos horas para hacer diez o quince kilómetros. Pero el resto del trayecto hasta casa no se hace muy complicado. Además, como unos treinta kilómetros antes de Nagoya, tomamos la nueva autopista que va hacia Mitake para enlazar con la de Takayma a Gifu, pues nos ahorramos lo peor.

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