Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

21 enero 2006

Corea (Diciembre 2005)




Jueves 22 de diciembre


Primer día de vacaciones de Navidad. Amanece nevando. Y ya va para unos cuantos días en que apenas se contiene este caer silencioso de copos que me produce una extraña mezcla de serenidad y tristeza. Nos levantamos ni pronto ni tarde y terminamos de cerrar las maletas. En nuestro caso vacaciones significan viaje. Las cosas empiezan a anunciarse mal en la misma estación de tren de Imawatari. El hombre que atiende la taquilla nos toma las reservas y nos devuelve el dinero. Nos explica que el aeropuerto está cerrado. Le preguntamos si aun así podemos tomar el tren pero ya la conversación se hace demasiado complicada para nuestro entendimiento del lenguaje nipón. Como tenemos los billetes y las ganas de viajar, nos subimos al tren. En Inuyama tomamos el expreso al aeropuerto, a pesar de que ya no tenemos la reserva. Por la ventanilla se ve que la nieve cae, pero no parece que entorpezca la vida de los laboriosos habitantes de estas tierras. A ratos, incluso, se ven claros en el cielo y un sol que tímidamente parece querer decir algo en este día. Al atravesar Nagoya nos sentimos algo más animados, pero conforme el tren se acerca al aeropuerto, el cielo se espesa, se ennegrece. La nieve caída, todavía sin limpiar, obstaculiza las carreteras y las calles. La autopista está cerrada. Incluso el tren llega con retraso, lo cual no debe ser buena señal en este país. Nos bajamos con la congoja de lo incierto. Me paro ante los primeros indicadores que anuncian los vuelos: todos están cancelados o retrasados. Vamos al mostrador de Korean Air y nos explican que no saben si volaremos o no. Son las dos de la tarde y el vuelo estaba previsto para las cuatro y media de la tarde. Una amable empleada nos informa de que a las cinco de la tarde nos podrán dar más información. Esperar. Comer. Conjeturar.
A las cinco nos informan de que a las nueve se sabrá si finalmente sale el vuelo o no, pero no hay certeza. Como uno ya se ha visto en trances semejantes varias veces, decide quedarse cerca porque sabe qué, a estas alturas, nadie tiene claro nada. Y, efectivamente, a la media hora anuncian que se puede empezar a facturar. Hace rato que ha dejado de nevar, pero el cielo, justo antes de anochecer, no ofrecía perspectivas de mejora. Equipos de televisión entrevistan a los pasajeros, desesperados, que se acumulan por todas partes. En la tarjeta de embarque se puede leer como hora de salida las veintiuna cincuenta. A las diecinueve quince estábamos despegando. Por fin.
A las nueve y cuarto el avión aterriza en el aeropuerto de Incheon, cerca de Seúl. Una vez pasado el control de pasaportes y recogidos los equipajes, preguntamos por un autobús para ir a la ciudad (está bastante lejos). Un amable empleado de un mostrador dedicado a la búsqueda de hoteles para turistas poco previsores nos explica cómo llegar al nuestro e incluso llama al hotel para explicar que vamos a llegar más tarde de lo previsto. Su inglés es bastante bueno. También le escuchamos hablar un fluido japonés con otros visitantes. Primer contacto, positivo, con la población local. El autobús tiene las ventanas muy sucias y es difícil ver con claridad lo que hay al otro lado. Autopista y luego aparece la ciudad, enorme. Un río, igualmente grande y cruzado por muchos puentes, iluminados con luces de colores, parece acompañarnos en un buen tramo del viaje. Después de una hora y cuarto llegamos al edificio del COEX, desde el que caminamos hasta el hotel. Todas las calles están cubiertas de una nieve resbaladiza y hace mucho frío. Sorprende que a pesar de la hora, las once y media de la noche, de tratarse de un día laborable, hay mucha gente por la calle, andando y en coche. Los ojos devoran lo que ven, curiosos de encontrarse en otro país. Mucha gente trajeada, con sus maletines, caminan con paso incierto sobre la nieve helada. En los quince minutos que nos lleva llegar al hotel hemos visto al menos a seis tipos borrachos, ayudados por sus amigos, tambaleándose, quedándose plantados en mitad de una ancha avenida, con solemnidad, ignorado a los coches que le esquivan como pueden, hasta que alguien le hace entrar en razón y lo devuelve a la acera...
Y por fin el hotel. El viaje ha sido muy largo: casi doce horas desde que salimos de nuestra casa. Aun así, con la excusa de bajar a comprar algún yogurt para tapar la cena, inexistente, aprovecho a brujulear un poco los alrededores del hotel. Mas borrachos, gente que todavía esta cenando, amplias avenidas... Y muchísimo frío. Mañana más.





Viernes 23 de diciembre

Amanece el día gris y oscuro. La nieve sigue instalada en la calle. El frío es intenso. Los pronósticos daban hasta trece grados bajo cero de mínima y solo tres bajo cero de máxima. Ya lo sabíamos antes de venir y traemos ropa de abrigo. Me siento enérgico, pletórico, lleno de ganas de abrir los ojos a la ciudad.
Después de desayunar vamos en metro a la estación de tren. Compramos los billetes para ir a Busan y a Gyeongju. Sorprende que hasta el empleado que nos vende los billetes chapurrea el inglés. Lo mismo que el que nos vendió los billetes en la estación de metro (no utilizamos las máquinas automáticas). Cuando hemos terminado nuestra compra de billetes, tomamos de nuevo el metro hasta el palacio de Deoksugung. La temperatura en la calle es de ocho grados bajo cero y cuando sopla un poco de aire, en la poca superficie de la cara que uno deja descubierta, siente un dolor punzante que se va acumulando con las horas pasadas a la intemperie.
El palacio, construido a finales del siglo XVII, es un conjunto de edificios de madera pintados de rojo, soportados sobre piedra que lo aísla del suelo. Se reconstruyó debido a la destrucción del palacio original durante la segunda fase de la primera ocupación japonesa de la península. Los techos, de zinc oscuro, pueden recordar a las construcciones japonesas. Pero los aleros, dibujados con vivos colores, son cosa nueva para mí. Aunque las puertas de los edificios están abiertas y se permite contemplar su interior, casi siempre sin muebles, suelo de madera, no se puede entrar. La nieve se acumula en el suelo de tierra sobre el que nos movemos. Alrededor, grandes edificios demuestran como la ciudad ha ido devorando los alrededores, respetando únicamente este recinto real. Eso le hace perder una parte del encanto que debió tener en su día. Los árboles, desnudos, dibujan hilos huidizos y desordenados en el cielo gris de la ciudad. Me resulta agradable pasear por este lugar. Un guardián del palacio, debidamente acreditado, nos comienza a explicar los pormenores de un edifico donde parecen guardarse los atributos reales. Su charla, en un inglés bastante decente, empieza a mortificarnos cuando se termina recreando en explicarnos hasta los detalles más absurdos de las piedras del suelo. Varios intentos de quitarnos de encima su presencia para seguir visitando la ciudad, a pesar de lo claro de nuestros gestos, resultan infructuosos. Su mirada, un tanto demente, me desagrada. Al final, una despedida sobre sus propias palabras, es la única manera de librarnos del hombre. Fuera una iglesia que me trae aires griegos y el edificio del City Hall de aspecto estalinista.
Ignorando la comida, tomamos el metro de nuevo (se agradece el calorcito) y nos dirigimos a la parada de Gyeongbokgung, para visitar el palacio del mismo nombre. Este palacio fue el primero fundado por la dinastía Joseon. Al parecer este tipo, un militar empleado por la casa reinante, se sublevó contra sus amos, rechazando participar en una batalla contra los chinos. Se nombró a sí mismo rey y recibió el apoyo del emperador chino. Este hombre fue el que trasladó la capital a Seúl desde Gyeongju (a donde iremos la semana próxima). Esta última fue la capital del reino del sur que posteriormente se unificó con el del norte bajo la dinastía Silla. Si hay algo que me gusta de viajar es la cantidad de cosas que se aprenden viendo, y sintiendo como se despierta la curiosidad.
Este palacio fue reducido a escombros durante la ocupación japonesa de finales del siglo XVI. Reconstruido, fue vuelto a destruir parcialmente durante la segunda ocupación japonesa, de 1910 a 1945, en la que Corea se convirtió en una provincia del imperio japonés. Parece ser que los japoneses construyeron su cuartel general para la administración justo enfrente de la puerta principal, para impedir que la gente pudiese contemplar los edificios no derribados. Me pregunto qué sienten todos estos japoneses que hemos visto visitando este edificio cuando leen la información acerca de las tropelías cometidas por su país contra los coreanos. Las relaciones entre ambas naciones no parecen haber sido muy buenas. Ni siquiera en estos tiempos parecen llevarse bien. Aprovechamos una visita guiada en inglés para dejarnos llevar por una guía de rostro amable. Mientras esperamos a que empiece la visita guiada, vemos el pintoresco cambio de guardia. Los gorros de algunos de estos tipos me han recordado a los de las series coreanas que hacen furor en Japón.
El palacio es bastante más grande que el anteriormente visitado. Al fondo, se ven las montañas, lo cual le da un aspecto mucho más retirado. Me gusta más así. Pasada la entrada principal donde unos soldados ataviados a la manera tradicional desafían el terrible frío que viene azuzado por vientos gélidos, entramos en una gran explanada de piedra. Caminamos y cruzando puertas de madera entramos en nuevos recintos flanqueados por muros de madera, en el centro o a los lados de los cuales se alzan edificios de madera que fueron recintos administrativos o residencia de los reyes. Es muy agradable pasear por estos lugares, no muy congestionados por visitantes (muy pocos occidentales) y ver como el sol terminó por imponerse y, durante nuestra visita, un intenso cielo azul se dejó retratar en las fotos. Uno atraviesa una puerta de madera que está situada en una especie de muro, que en ocasiones contiene dependencias menores. Entra en una explanada de tierra a modo de patio y allí aparece, en el centro un edificio, de madera sobre base elevada de piedra. A veces hay corredores de madera entre edificios. Un pabellón sobre un estanque (helado durante nuestra visita) que parece ser el orgullo de los que muestran el palacio. Al terminar la visita, en el extremo opuesto a donde habíamos entrado, nos dirigimos al National Folk Museum, más que nada para ver si entrábamos en calor y comíamos algo. Pudimos hacer las dos cosas, si bien se trato solo de una imitación de un sándwich. Al terminar de recuperarnos un poco, entramos en el museo. Aunque solo vimos un par de salas, aprendimos unas cuantas cosas.
Por ejemplo, al igual que en Japón, los ideogramas chinos (los kanjis aquí se llaman hanja) fueron la primera escritura que emplearon los coreanos. Pero a diferencia de mis colegas nipones, en Corea, en el siglo XVI se introdujo el alfabeto hangeul, para que la gente pudiese aprender la lengua escrita sin complicaciones. Se siguió empleando la escritura japonesa, considerada culta por la minoría ociosa que la empleaba, pero el hangeul se extendió y hoy es el medio de escritura del idioma coreano. Eso sí, se siguen estudiando los ideogramas chinos en las escuelas. El hangeul contiene 24 caracteres, pero los caracteres se agrupan formando sílabas en grupos compactos. Es curioso ver como han resuelto el tema dos culturas diferentes. Lo que no me convence aquí es la romanización de los términos, ya que tratando de pronunciar según la guía del Lonely Planet, a veces, cuando pregunto por la calle, me miran extraño y cuando toman ellos la guía y lo leen en coreano lo pronuncian de una manera distinta. Parece ser que hace cinco años el gobierno cambió las normas de romanización del lenguaje.
Ya son las cinco de la tarde. Nos sentimos cansados, así que tomamos el metro para regresar hacia el hotel. Nos bajamos un par de paradas antes y caminar un poco por la calles. Bulliciosas, ruidosas. La gente conduce de una manera un tanto caótica. En cierta ocasión, estábamos cruzando un semáforo que se acababa de poner en verde para los peatones, cuando un arrogante conductor, tocando la bocina, cruzó de manera imprudente el semáforo para colarse en una intersección. Me llaman la atención la cantidad de coches grandes, negros, con cristales tintados, que parecen de ministros. Pero menos. Y cómo aparcan sobre las aceras. Parecen mucho más caóticos e irrespetuosos conduciendo que los japoneses.
Paseando, ya de noche, el frío termina por darme dolor de cabeza. Se agradece el calorcito del hotel. En la habitación leo el Korean Times, uno de los periódicos editados en inglés. Lo he comprado en una estación de metro. Allí habla de los estragos causados por la tormenta de nieve del jueves, es decir, del día que llegamos nosotros.



Sábado 24 de diciembre

Nochebuena en otras latitudes. Aquí, un día más para viajar. Mañana de frío intenso, de sol brillante. Cerca del hotel está el templo de Bongeunsa. Originalmente fundado en el siglo VIII, recobró ímpetu cuando al budismo le fue bien en este país. El budismo fue introducido desde China a comienzos de la era cristiana. Apoyado por la dinastía Silla, adopto elementos chamanistas indígenas, desarrollándose prosperas comunidades de monjes en templos. Cuando se fundo la dinastía Joseon, el budismo fue remplazado por el confucianismo, también de origen Chino (Japón y Corea no serían lo que son si no fuese por la cultura china). Yentonces al budismo le fallaron los apoyos estatales.
Varios edificios, donde en el momento de nuestra visita hay mucha gente rezando, configuran este templo. Hay, también, un curioso edificio, sin paredes, como un pabellón sostenido por columnas de madera, con figuras de madera un tanto surrealistas.
Tomamos el metro para ir a Insadong Gil. Es una calle animada con tiendecillas de artesanía y locales para comer. De la calle principal salen otras callejuelas estrechas muy curiosas. Pero de vez en cuando da uno con un callejón sucio y lleno de trastos que parece hacer dudar de la realidad y naturalidad de esas calles turísticas. Caminando desde allí llegamos al palacio de Changdeokgung, que solo se puede visitar en grupo. Ya sabíamos que había visita guiada en inglés a la una y media, gracias a la información del Lonely Planet.
Otro palacio para recordar. Otra vez el cielo azul y una luz intensa para mostrarnos el lugar. Una guía con un habla un tanto desencajada nos va mostrando las diferentes estancias. El frío es duro de llevar, pero el paseo lo merece. Bajamos al jardín secreto, donde un estanque totalmente helado es rodeado por un par de construcciones de madera en las que a uno le gustaría sentarse con veinte o veinticinco grados más. Como la visita solo es en grupo, cuando entramos en uno de esos patios de suelo de tierra rodeado de edificaciones de madera, no vemos a más turistas y eso le hace a uno creer con más intensidad que se encuentra en un antiguo centro de poder, ya extinguido. En Corea ya no hay reyes. La monarquía fue abolida por los japoneses en 1910.
Tomamos el metro para ir al hotel a recoger las maletas. La verdad es que los viajes en metro se hacen largos, pues se trata de una ciudad muy grande. El metro de Seúl sale a la superficie para cruzar el río Hangang pero luego siempre vuelve a reptar por el subsuelo. Es un regalo sustituir la oscuridad absorbente de las ventanillas por la luz de día, la imagen de la ciudad mientras se cruza un largo puente. La gente no suele ser muy considerada a la hora de entrar en un vagón y uno termina por hacerse fuerte con su cuerpo para soportar a las personas que tratan de colarse, a los que empujan. Me ha sorprendido ver a un par de ciegos con un casete emitiendo una música extraña, desasosegante, mientras atravesaban el vagón, pidiendo limosna. A uno de ellos lo seguían unos vigilantes y lo han hecho salir del vagón. Pero no he visto más. Por lo demás, un hombre borracho, de pelo cano y bien trajeado, casi se me cae encima. Sus problemas de equilibrio se han visto agravados por el traqueteo del metro. Y el pestazo a alcohol me ha revuelto las tripas. En muchas estaciones se escucha una campana sonando con un ritmo inquietante. Instantes después aparecen miembros del Ejercito de Salvación solicitando dinero a los viajeros. En otra ocasión un grupo de jóvenes se desplegaron en el vagón y comenzaron a hablar. Llevaban fotos de gente herida y de policías golpeando a probables manifestantes. Algo he leído sobre dos muertos por cargas policiales en manifestaciones en respuesta a la cumbre de la OMC en Hong Kong. También se ven muchos soldados (creo que rasos). Seúl está cerca de la DMZ (zona desmilitarizada). Marca la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur. Fuera de esta línea, se concentran soldados y hacen que sea la frontera más militarizada del mundo.
Más metro para ir a la estación de tren. A las cinco de la tarde sale el KTX, el tren de alta velocidad con destino a Busan, al sur y en la costa este de la península. Menos de tres horas. El tren, alcanza los trescientos kilómetros por hora, pero, a diferencia de otros trenes de alta velocidad conocidos por este viajero errante, este tiene ciertos movimientos incómodos. En algún sitio he leído que es un producto de tecnología coreana, lo cual me deja un poco inquieto. Digo esto pues parece que aquí la corrupción ha impregnado el rápido crecimiento económico tan alabado desde que el país salió de la ocupación japonesa y de la terrible guerra de Corea. Todavía recuerdo, hace ya algunos años, haber leído la noticia del desplome de un edificio debido a negligencias y corruptelas en la obra.
El tren abandona la estación de Seúl y, durante un buen rato, vemos horribles bloques de viviendas propios de un país del este de Europa cuando existían los bloques y el muro de Berlín. Feos mamotretos numerados con pésimo gusto. Pronto abandonamos la ciudad y la noche nos escamotea el paisaje. A las ocho menos cuarto de la noche llegamos a Busan (en algunos lugares lo romanizan como Pusan). A dos paradas de metro se encuentra nuestro hotel. Es un ejemplo de cómo un buen fotógrafo puede dejar unas muestras en una pagina de internet que cuesta confrontar con la realidad. Decadencia sin encanto. Pero un lugar donde caer rendidos y sentir el calor de la habitación. Poco motivados por este entorno salimos a brujulear por el barrio. No promete. Estamos al lado del mar, en Nampodong. Hay un mercado de pescados, junto a tenderetes hechos a base de juntar plastico y cajas, donde se puede comer pescado crudo. No, gracias. En el otro extremo de la avenida principal que marca la zona, hay muchos puestos de comida callejera que me revuelven el estómago, pues los olores a todo tipo de fritangas se unen y terminan por formar una nube desagradable de llevar. Mucha gente paseando, charlando. Aire de fiesta. Al final entramos un un genuino yaki niku, pero la comida nos decepciona. Intentamos pedir vaca, pero nos traen cerdo grasiento y muchas verduras. El temido kimochi, picante y de sabor desagradable, pero que tanto parece gustarles por aquí. En fin, una nochebuena un poco triste en lo gastronómico. Un matrimonio con su hija sentado en la mesa contigua nos ayudan un poco en la elección de la comida, con un elemental ingles del que carecen los empleados del local. Palillos metálicos, algo que nunca había visto en Japón. Una limpieza del local dudosa, hacen que al final tengamos una visión de conjunto surrealista que termina por hacernos gracia, incluido la excrecencia nasal que no termina de desprenderse de una de las aletas de la nariz de aquella mujer encargada de servirnos.
Después de tan sugerente cena, paseamos y compro un libro en inglés sobre la historia y cultura coreana. Luego entramos en un café de agradable decoración, con la idea de irnos a dormir con una imagen más agradable de los locales de restauración del lugar. Pedimos un par de tes y el dueño, un hombre que habla bien inglés y tiene cara simpática, nos encasqueta a su hijo, un tal Chifu, de unos cinco años. Avispado y muy expresivo, nos escribe sobre unas piedras hurtadas de una jardinera del local del padre, nuestros nombres en coreano. O lo que más se parece. Aprovecho a leerle algunas frases de la guía de viajes pero no parece entenderme mucho. El padre, para compensarnos de la tarea, nos invita a un café. Ya son las once. Regreso al hotel.



Domingo 25 de diciembre

Tomamos el metro y nos dirigimos al otro extremo de la ciudad, a Nopodong. El metro avanza una gran parte por la superficie. Busan esta construida junto al mar, pero el relieve le impide crecer con homogeneidad, y las colinas parten un poco el perfil de la ciudad en fragmentos. Como San Sebastián, más o menos. Allí, en Nopodong, está la estación de autobuses. Allí el inglés es más precario, pero logramos hacernos entender para comprar un billete de autobús hacia Gyeongju. Terminada la labor, nos disponemos a visitar el templo budista de Beomeosa. A la salida de la estación de autobuses, bastante apartada de la ciudad, una única carretera nos plantea la duda de qué dirección tomar. Izquierda o derecha. Pregunto a una mujer que vende en un puesto ambulante frutas y verduras. Por supuesto no sabe inglés ni yo coreano, pero me indica con la mano. Siento tristeza mientras nos alejamos. Ella se queda allí, con su trabajo embrutecedor y precario, sometida al frío y al calor. Quizá sin conocer mucho más que su ciudad y algunos alrededores. Vértigo de rozar estas existencias, que son parte de la realidad, del mundo. Pero el egoísmo es un antídoto contra estos pensamientos y caminamos rumbo al templo masticando esas ideas con dientes de acero.
Según la guía desde el cruce de esta carretera con la que sube al templo, hay un cuarto de hora en autobús, pero decidimos que podemos subir andando para pasear y ver el paisaje. Como al cabo de un rato de subida me cansan el humo y el ruido de los coches, y aprovechando que vemos a unos andarines tomar un sendero, nos desviamos tras esta gente que, seguro, irán al templo. El ser demasiado listo en ocasiones, creo que es herencia hispana. Al rato encontramos un cruce, y después de decidirme (guiado exclusivamente por motivos estrictamente peregrinos con un matiz de montañero experimentado en los senderos coreanos, por un ramal) aparece otro cruce. Estamos definitivamente perdidos. Podemos retroceder, pero eso es algo que va contra mis principios (en ocasiones, igualmente, algo peregrinos). Entonces preguntamos a unos montañeros que casualmente pasan. Una pareja de mediana edad, con mochilas, botas y bastones. Le tengo que mostrar la página de la guía donde figura el nombre del templo, pues mi pronunciación le despista al buen hombre. Nos dicen que ellos van para allí, que les acompañemos. Una subida, preciosa, pero empinada. Empiezo a sudar. Al cabo de media hora, aprovechando una pausa en la que amablemente nos invitan a café, preguntamos. Deben quedar treinta minutos, nos dicen. A mi me asombra que se tarde tanto en algo que en coche apenas serían diez minutos. Cuando nos desviamos de la carretera, poco antes, recordaba haber visto un cartel que señalaba el templo a menos de dos kilómetros. Pero retroceder,... Y así llegamos a un alto para luego continuar caminando por un precioso sendero a media ladera. El día estaba precioso y la caminata se mostró exotérmica. Pero fue agradable caminar por aquellos montes que me recordaban a la zona de Montejo de la Sierra cuando los árboles, desnudos de hojas, dejan pasar la luz de manera caprichosa.
Al final llegamos a un pequeño templo, donde algunos montañeros se secaban el sudor y contemplaban con serenidad, el valle. No me podía creer que el famoso templo fuese aquello tan pequeño. Entonces el hombre me señaló con un la mano, ladera abajo. ¡Con razón habíamos tardado tanto! El templo estaba mucho más abajo y era algo mucho más grande que en el que nos encontrábamos, constituido por muchas edificaciones unidas entre sí. Nos despedimos con gratitud de nuestros ocasionales compañeros, y caminamos por un sendero asfaltado que atravesaba el bosque, valle abajo. Llegamos a un lugar donde se practica la meditación en pequeños recintos de madera y cristal, y donde se acumulan figuras de todo tipo, con gesto desafiante, que parecen vigilar alrededor de un Buda gigante. Algo mas bien horrible.
Un poco desencantados, iniciamos el descenso. Y solo entonces encontramos el templo de Beomeosa. Se trata de un conjunto de edificios de madera, unidos por esplanadas de tierra. Todo rodeado por una serena naturaleza. Reconozco que me siento bien. A la entrada, una fuente para beber y purificarse, totalmente helada. Una piedra señala los intentos de romper la espesa capa de hielo. Un violento agujero que no deja ver el agua.
Los templos, budistas, son edificios de madera, donde uno puede descalzarse y entrar a orar. Dentro hay un pequeño altar, con figuras y ofrendas, y huele a incienso. A veces entra algún monje y recita plegarias en un tono que resulta armonioso. En uno de estos templos, uno pequeño y recogido, me llega un olor a incienso que me trae recuerdos de hace muchos años. Siento que algo que podría llamar espiritualidad, pero que no está agarrado a ningún credo concreto, sino tal vez a la intuición necesaria en el ser humano, me empuja a quitarme las botas y sentarme en el tatami. Me siento francamente bien. Me relajo. Miro el suelo de madera, con esa luz de la tarde invernal entrando de lado. Me siento flotar. No necesito ningún Dios en especial, es algo que los seres humanos llevamos dentro. Y estos lugares saben estimularlo. A mi lado desfilan diferentes fieles que entran se arrodillan se ponen de pie, gesticulan, repiten el proceso, dejan algunas monedas y se marchan. Yo sigo dejándome atrapar por esta ralentización del tiempo, sintiendo un bienestar que me gustaría hacer mío para siempre. Son los olores, este silencio, la madera, el entorno. Pero también es algo más. Algo que llevamos dentro y que otros han sabido catalizar desde que el hombre comenzo a hablar y a ser capaz de comunicar sus inquietudes. Es lo mismos que sucede en esas iglesias góticas, de piedra desnuda, cuando suena el canto gregoriano de los monjes y uno siente que los ladrillos de la razón se agrietan, gratamente, sin causa conocida. Aquello que escapa a la inteligencia más fría e ilustrada, a la lógica, pero que impregna rincones no despreciables del ser humano. Aquello que cuando lo justificamos, lo disfrazamos, se desnaturaliza y se torna más difícil de manejar.
Después de tan agradable momento, iniciamos el descenso a Busan. Muchos montañeros. Esta vez tomamos el autobús y, abajo, el metro hasta Seomyeon. Son las cuatro de la tarde y el hambre aprieta, sobre todo después de la caminata. Entramos en un centro comercial y comemos en un restaurante italiano. Capricho de tomar pasta y huir de los sabores asiáticos, que cuando uno abusa de ellos, terminan por cansar. Nuestra comida de Navidad. Toneladas de humanos pululan por las entrañas de la tierra, por esos conductos que unen el metro con los centros comerciales y en los cuales, las tiendas igualmente se desbordan.
Al volver a tomar el metro, se nos acerca un hombre mayor, y comienza a chapurrear un poco de inglés. Creo que fue cuando estuvimos mirando la máquina de los billetes de metro para saber si se trataba de una o dos zonas. Se nos escapa alguna palabra en japonés y se pone a hablar en japonés. Nos cuenta que es de Hiroshima y que llego a Corea con dieciséis años, y que vive desde entonces en Busan. Yo me pregunto, cuanto tenía dieciséis años y vino aquí, ¿que año era? Me pregunto si vino cuando era colonia japonesa. Pero no me atrevo a preguntarle. Nos cuenta que ha trabajado aquí (o tal vez sigue trabajando, no lo sé). Me gustaría preguntarle mas, pero tal vez sea indiscreto. En cualquier caso, se baja antes que nosotros y nos despedimos. Nosotros vamos a la playa, a Haeundae. Es de noche.
Un paseo marítimo iluminado y por el que mucha gente camina con paso relajado. Algo difícil de ver en Japón. Unos quads invaden la playa y suben sin reparos al paseo. Un poco pesada esta exhibición de ruido y humo. Pero parecen orgullosos de su virilidad motorizada.
En el metro, de vuelta a la zona del hotel, volvemos a ver vendedores que sacan su mercancía (unos guantes, un paraguas, un reloj) y pregonan a todos los pasajeros las bondades y ventajas derivadas de su utilización. Supongo, porque el coreano me es extraño. Lo hemos visto prácticamente en cada trayecto que hemos hecho en suburbano. Especialmente sentimos lástima de un hombre, cincuenta años, que me recordaba al Fari, versión oriental. Impecablemente vestido, peinado con brillantina hacia atrás, con la calva brillante, con un clavel en el ojal de la chaqueta. Para demostrar la utilidad de las rodilleras que vendía, el hombre se remangó los pantalones (las dos piernas), mostrando unas canillas tristes y unas rodilleras color carne. Varias paradas hablando y hablando para no vender nada, con los pantalones remangados y una voz algo quemada por el alcohol y las charlas comerciales.
En algunas callejuelas de Busan hemos visto mucha suciedad en sus calles. Incluso retengo escenas que me parecen de la India profunda. También recuerdo mucha gente, especialmente adolescentes, que nos saludan con un hello, y se nos quedan mirando como si fuésemos marcianos de feria.



Lunes 26 de diciembre

Dejamos el hotel de Busan. Desayuno rápido en el Starbucks y tomamos el metro hasta la estación de autobuses. Mientras vemos pasar las diferentes paradas comentamos lo intenso que nos están resultando estos días, cuando apenas llevamos cinco días de viaje, de vacaciones.
El autobús debió tener unos años de servicio gloriosos. Pero más cerca de la guerra de Corea que de nuestros días. Solo tres asientos, amplios, de cuero, por fila. Pero la decadencia había terminado por impregnar cada rincón del interior. Además, parece una costumbre del país, las ventanillas parecían opacas a fuerza de sufrir los elementos y ninguna limpieza. Casi mejor.
Viajar en autobús en Corea, lo leí luego en la guía, es una experiencia que puede ser desagradable. En Corea se conduce de manera temeraria, pero los adelantamientos de los autobuses, sus cambios bruscos de carril, la velocidad a la que abordan las curvas, hacen de la experiencia algo inolvidable, aunque con pocas ganas de repetir. Afortunadamente, casi todo el recorrido transcurrió por autopista, donde estadísticamente es más difícil tener un accidente. Creo. Paisaje de hojas secas, mucho menos frondoso que los bosques japoneses. Finalmente, una hora y diez después de salir, llegamos a la estación de autobuses de Gyeongju, sanos y salvos. Allí tuvimos que tomar otro autobús, este mas modesto en sus prestaciones, que nos dejó cerca del hotel, en el lago Bomun. Esta ciudad resulta un poco incómoda a la hora de visitar sus monumentos. Tiene un centro, donde se concentran las casas, mercados y algunas tumbas, pero con poco o nulo encanto. El resto de las cosas que merecen ser visitadas están diseminadas por la llanura de alrededor. Me recuerda un poco a la dispersión que encontramos en Alice Spring. Alrededor del lago, artificial, se concentran muchos hoteles y centros de ocio. El nuestro, el Hilton, demuestra que en Internet a veces se pueden encontrar autenticas gangas. Eso sí, en invierno, que parece no ser época de turismo.
Mamen aprovecha el lujo del hotel para quedarse a reponer fuerzas y mantenerse al margen del frío. Un frío más intenso que el de Busan, tal vez similar al de Seúl. Yo no puedo domesticar mi curiosidad y ligero de equipaje salgo a explorar el centro. Me dirijo al Tumuli Park, un parque de hierba donde unas enormes protuberancias parecen querer salir del suelo. Pustulas gigantes que se inflan y se rodean de la hierba del lugar. Se trata de enterramientos de la dinastía Silla, muchos de los cuales han sido excavados, sus tesoros llevados al museo nacional de Gyeongju, y vueltos a dejar como estaban. Solo hay una tumba que ha sido abierta al público. Es como meterse en una esfera que sobresale unos trece metros del suelo y que tiene casi cincuenta metros de diámetro. Dentro, se exponen en vitrinas reproducciones de los atributos reales encontrados, así como la disposición del enterramiento. Salgo fuera y siento hambre. Hambre y frío. Camino y camino hasta encontrar un lugar donde tomarme un sándwich y un café. El calor y la comida humanizan mi cuerpo, y termino por sentirme mejor. Después de tan sencillo tentempié, me vuelvo a lanzar a las calles, sucias, sin aceras, tristes calles, de esta ciudad. Muchísima venta callejera. Mujeres ajadas por el tiempo venden desde la tristeza milenaria de sus ojos frutas, verduras, pescados... Puestos reducidos a la mercancía con la que trafican. Compro chocolate y un yogurt en un colmado. El yogurt resulta ser de judías, y mi paladar lo rechaza, quedándose con el chocolate de sabor clásico.
No me gusta nada la ciudad. Camino hacia el Wolseong Park, igualmente en las afueras. Aquí hay espacios abiertos, hierba bien cuidada. Y un antiguo observatorio astronómico, el Cheomseongdae, que en términos asépticos no es mas que un torreón circular de piedra, hueco, que no medirá mas de diez metros de altura. Pero su valor reside, explica la Lonely Planet, en que es el mas antiguo de oriente (siglo VII). Todas sus piedras obedecen a razones geométricas relacionadas con el calendario solar.
En el observatorio se me acerca una turista coreana que pasea sola. Empezamos a hablar mientras caminamos por el Banwolseong, un lugar donde antaño existía una fortaleza y en estos tiempos no hay más que un parque. Tan solo queda una sencilla construcción de piedra, que fue un almacén de comida. Bajamos charlando hacia el Anapji Pond. Un jardín construido para conmemorar la unificación coreana, allá por el año 674. Ella me cuenta que ha vivido en Australia y en Japón, y que conoce un poco la mentalidad japonesa. Diferente de la coreana, me aclara. Hay unas edificaciones, todas modernas. Pero el sol se va ocultando tras las montañas y el frío empieza a ser doloroso. Nos despedimos y yo tomo el autobús para ir al hotel. Me toca esperar diez minutos, terribles, de frío intenso y vientecillo lacerante. Si a mediodía la temperatura era de cinco grados bajo cero, no quiero ni imaginarme el frío al que estuve sometido en tan desagradable espera. En el hotel, el calor burgués del Hilton me reconforta. Debido a la ubicación del hotel, nos vemos obligados a aceptar su buffet de cena, algo caro, pero que compensa el déficit de nutrientes del día. Y con buen sabor.
Primer día que me asomo a internet desde que salimos. Miro la cuenta del correo y consulto los titulares del periódico, para saber, sobre todo, si Corea del Sur ha entrado en guerra con España por algún islote desgarrado o alguna trifulca comercial. Parece que no. Me siento mucho mejor.




Martes 27 de diciembre

Mucho, muchísimo frío. Cielo azul intenso.
Después de un agradable desayuno en el hotel, nos protegemos el cuerpo, manos y cara, y salimos a coger el autobús que nos llevara a Bulguksa. Se trata de un templo budista, elegido por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Está situado en la falda de una montaña, así que es de los que me gusta el entorno. Cuando uno mira a los alrededores, o por encima de los curvados tejados, solo se ve el bosque que cubre la montaña y más allá ese azul brutal, cargado de luz. Explica la guía que fue erigido inicialmente en el siglo VI y posteriormente ampliado; fue destruido, otra vez, por los japoneses a finales del siglo XVI. Fue reconstruido, solo en parte y únicamente a finales de los años sesenta del siglo pasado se termino la restauración conforme al modelo original.
Al entrar uno se encuentra un edificio grande, de madera, con un par de escaleras de piedra acotadas, que suponían un puente de acceso, hoy preservado por ser piezas originales de alto valor histórico. Subimos por un lateral y lo que veíamos como un frontal era tan solo un muro que acotaba una de las caras de una gran explanada de tierra, en cuyo centro se alzaba uno de los muchos templos que constituyen el recinto sagrado. Un ejercito de niños de un colegio entra con vigor y decidimos dejarles pasar para poder disfrutar en paz de un lugar tan hermoso. Muchos “hello” nos saludan al paso de las bestiecillas. Caminamos tranquilamente por las muchas explanadas, asomándonos a los templos, elevados sobre la piedra recia. En uno de ellos un monje recita oraciones y golpea con un tambor pequeño, de manera rítmica, frente a un Buda dorado. Es relajante. Me quedo muy quieto, escuchando. El sol, a pesar del frío instalado en el aire, parece hacerse notar tímidamente. El momento vuelve a ser entrañable. El lugar es para recordar. El viajero siente que su esencia es de viajero especialmente en momentos como éste. Lo que está debajo de sus capas de abrigo y de farsante social es solo circunstancial.
Un grupo de japoneses, en viaje organizado, se para delante de una pagoda de piedra. Al parecer, uno de los pocos objetos que resistió la barbarie de sus ancestros. Algunos edificios, debido a la irregularidad del terreno donde se hallan construidos, están más elevados que el resto. Desde una puerta de madera se observa un mar de tejados enrollados, que se resalta contra el cielo. Es, sencillamente, hermoso. Una belleza serena, majestuosa, silenciosa. A pesar del incordio de los niños de colegio. Que por cierto, parecen bastante más educados que en España. Paseamos, volvemos a asomarnos a los templos, a sentir esta serenidad budista que parece tener alguna influencia en nuestro ánimo.
Después de recrearnos con cada rincón del templo salimos. Como en la parte inferior del enorme parking que hay a pocos metros de la entrada del templo se encuentra una oficina de turismo, nos dirigimos allí para preguntar cómo ir a nuestro siguiente destino y, de paso, tratar de entrar en calor. Mamen pregunta y le explican en inglés unas amables señoritas. Le digo, en castellano, que trate de alargar las preguntas, pues para ir a Seokguram Grotto, hay que esperar veinte minutos el autobús y allí dentro se está muy bien. Pero nos ofrecen quedarnos allí dentro, al calor de la calefacción. Tal vez nos prefieran callados que preguntando memeces. Se ve un aparcamiento muy grande para muy pocos coches y autobuses. Supongo que no es temporada de visitas, con estos días tan fríos.
El autobús, aunque hace un recorrido corto, de apenas veinte minutos, tiene tiempo de mostrarnos las exquisiteces de su conductor en las curvas de una serpenteante carretera de montaña. Con todo, no me parece terrorífico. Tal vez el hecho de ser cuesta arriba limita las prestaciones de la máquina.
Seokguram Grotto es una cueva donde se encuentra una estatua de Buda tallada en la roca. Es más la importancia religiosa, la devoción que sienten la persona que esta fe profesan, que la grandeza artística que uno puede apreciar. En cualquier caso, el lugar donde para el autobús es un lugar con unas vistas imponentes. Es una cuerda de una cadena de montañas, y se tiene una vista panorámica de las dos laderas. Se camina por un sendero muy agradable, que se interna en un bosque de árboles desnudos. En pocos minutos se llega a un edificio pequeño, a modo de templo. Dentro, una gran cristalera protege la gruta, en donde se ha tallado en la roca una rotonda de piedra. En el centro, el Buda digno de reverencia. Es hermoso, pero el cristal y la distancia no incitan a quedarse demasiado. A la salida, después de consultar el mapa que nos dieron en la oficina de información turística y el Lonely Planet, decidimos bajar andando hasta Bulguksa (unos tres kilómetros y medio) aunque nos quedará siempre la curiosidad de cuánto miedo se pasará bajando en autobús. Hay un sendero bien marcado, por el que rostros cansados con los que nos cruzamos terminan una ascensión un poco dura. Pero bajar se lleva bien, y el paisaje es precioso. Las ramas sin hojas de los árboles dejan pasar la luz del sol que, a pesar de todo, algo de tibieza transmiten al aire, al entorno. En el suelo, una alfombra de hojas amarillas nos habla de lo efímero de todas las vidas posibles. Esta es la vida del viajero que se abre al mundo, animado de curiosidad.
Al llegar abajo, el cuerpo pide energía y algo de descanso. Escuchamos a una mujer que ofrece bibimwa, un plato que conocemos de los restaurantes coreanos de Japón. Le insistimos que no queremos picante, y nos lleva a su local. Un triste chiringuito, acristalado al menos, y caliente, donde tres mesas sobre un suelo sin sillas ofrecen poca hospitalidad. Pero tenemos esperanza en la comida. El bibimwa, un arroz frito con verduras y huevo, aunque en este caso no lleva el huevo por encima y a mí, me terminan cansando tantas verduras. Té frío y manchas de grasa protegiendo las ventanas, tapizando las paredes del local. Luego la señora nos propone una sopa de tofu no muy apetecible. Pero no somos capaces de decirle que no. O sí, pero ella no quiere entender. Aun así, siento lástima de alguien que tiene que salir a buscar turistas para lograr salir adelante. Cocinar en aquella minúscula cocina, vieja, deprimente. Vivir anclada a un negocio que depende, supongo, de los vaivenes del turismo. Al lado de una de las mesas una escalera de mano, descolorida, comunica con una estancia superior, de donde llegan las voces de un televisor. A un grito de la dueña, un adolescente con cara embrutecida, baja con paso desganado. Supongo que para vigilarnos mientras su madre volvía a salir para buscar clientes. ¡Menudo tugurio para vivir la adolescencia! Más tristeza me produce cuando nos dice lo que le debemos. Bien poco, a mi entender. Tanto trabajo para tan poco. Cuestión de suerte nacer aquí o allí.
Con estas reflexiones salimos del local y volvemos al mundo del frío. Esta atardeciendo. En un colmado compramos chocolate y agua. No da tiempo a visitar mucho más, así que de paso hacia el hotel en el autobús nos bajamos, consejo de una de las mujeres de la oficina de turismo y calorcillo, en el Folcraft Village. Que no es sino una imitación de un poblado antiguo donde están asentados modernos artesanos. Poco encanto le encontramos al lugar, con muchas casas cerradas, muchos elementos modernos que chirrían. Antes de subir de nuevo al autobús caminamos por la carretera y entramos en un pueblo de verdad. Granjas sin más interés. Un lago helado, un río helado. Regresamos al hotel, cansados y con la noche comenzando a instalarse en el aire limpio de esta zona. El sol nos abandona, dejando tras de sí un frío cada vez más atroz.
Se agradece el calorcillo y las comodidades de un hotel de lujo como éste. Cena pantagruélica de buffet (que lejos queda el local grasiento de la mujer que nos preparó el bibimwa; que lejos, igualmente, las noches en albergues y camping de una juventud cada vez más distante). Se nos acerca, mientras cenamos, un cocinero con rasgos occidentales. En correctísimo inglés nos cuenta que ha venido hace llegado hace un mes para trabajar de cocinero en el hotel, pero que no le gusta el frío excesivo, ni la gente, cerrada, inasequible. Se siente solo. Le pregunto por su país y me contesta que es italiano. Parece que no le ha ido bien la aventura coreana. Debe tener unos cuarenta y cinco años, aunque el rostro lo mantiene bien cuidado. Se queja de que no conoce gente. Charlamos (le dejamos hablar) un rato. Más tarde, en la habitación, leo noticias sobre este país en el Korean Herald, que hablan sobre derechos humanos, sobre corrupción...



Miércoles 28 de diciembre


Volver a hablar de la belleza de un templo budista situado en mitad de un bosque, rodeado de montañas, se me antoja un ejercicio de escritura repetitivo. Pero las impresiones piden hablar de Guirimsa. Madrugar sigue siendo algo desagradable, sobre todo en vacaciones, donde adquiere un matiz de voluntariedad que solo la curiosidad logra conciliar con el placer de despertarse de forma natural. Una ducha sin frío, un desayuno de lujo y uno entra en la vida con cierta suavidad. Después de tomar dos autobuses, me pongo a caminar. Según el Lonely Planet hay cuatro kilómetros y medio de pista de tierra. Pero yo camino por una carretera, solitaria, apenas concurrida. Según el mapa de la oficina de turismo, al final de la carretera, hay otra carretera secundaria. Eso no es problema. El camino es llano y el paisaje es agradable. Un valle amplio, de suaves colinas, colores ocres, arrancados con elegancia por un sol vigoroso. El río parece tener mucho caudal en verano, pero cuando yo lo contemplo es tan solo un lecho desnudo de piedras redondeadas. Cuando llevo veinte minutos y no veo ninguna señal, me dirijo a un local que aparece a la izquierda de la carretera. Unos bultos en el suelo, parecen desperezarse, dentro de unos sacos de dormir descoloridos. Un joven con el pelo marcado por el sueño reciente, me indica con gestos económicos que tengo que seguir por el camino que traía. Parecía una peluquería, pero nunca sabré que tipo de industria practicaban los durmientes.
Cuarenta minutos caminando a buen paso me empiezan a producir desazón. El temor de haber errado el camino y tener que volver sin haber alcanzado el templo. Veo a unos hombres trabajando en unas obras, reparando algún desperfecto de la calzada. Uno de ellos parece ser el jefe, y se monta en un coche. Me acercó a paso rápido hacia él, con una idea en la cabeza y, por la ventanilla, le pregunto si voy bien a Guirimsa. Me invita a subir al coche, tal y como había calculado que podría suceder. Para mi sorpresa, la entrada al templo está apenas un kilómetro más adelante, en la misma carretera por la que yo venía caminando.
En el templo, poca gente. Éste es más sencillo que el de Bulguksa. Tiene una gran explanada central rodeada de los edificios principales, y dos más, algo menores. Una de ellas, la que a mi más me gustó, contenía una pagoda de piedra (ésta y las de Bulguksa, son elementos decorativos, no son edificios a los que se pueda acceder como las pagodas de madera japonesas) y templos de madera sin pintar. Probablemente estuvieron pintados hace años, pero el tiempo ha dejado la madera al aire. Algunos tenían las puertas cerradas pero se escuchaban los cánticos de los monjes brotando del interior. Una fila de zapatillas alineada sobre la piedra indica la presencia de los hombres rezando. Otro templo, grande, con las puertas abiertas me llama con los rezos de un monje. Dentro algunas personas arrodilladas sobre la madera parecen rezar. Me vuelvo a dejar llevar por esta visión, por el sonido de los rezos, por el olor del incienso. Pero lamentablemente un hombre, un visitante, se pone a hablar con su teléfono móvil sin preocuparse mucho de bajar el tono de voz. Se rompe el encanto.
Un edificio ha sido reconvertido en pequeño museo. Lamentablemente no contiene información en inglés. Se exponen utensilios, cuadros y telas que, creo, pertenecieron a miembros destacados del templo. Un templo influyente. Bastante bien expuesto. Y no hace falta descalzarse para recorrerlo por dentro.
Me quedo un rato contemplando este mundo de construcciones estáticas, serenas, rodeadas de un paisaje que relaja. Dentro de unas horas volveremos a estar en el bullicio de Seúl. Al salir, en la base de un campanario de dos pisos, una máquina de refrescos, una de café y una cabina de teléfonos. Visión surrealista que queda guardada en una foto curiosa.

Al regresar, apenas llevaba diez minutos caminando por la carretera, una camioneta se para, sin yo haber realizado ningún gesto, y su amable conductor me ofrece llevarme hasta el cruce donde me apeé del autobús. En el hotel recogemos las maletas y nos dirigimos a la estación de trenes. La temperatura parece más llevadera. Esperando al tren se nota mucho más el efecto del sol.
El tren es un regional que se mueve a paso de tortuga. A pesar de que la ciudad es pequeña y tiene menos de trescientos mil habitantes, a las afueras volvemos a ver esos horribles bloques de viviendas con una numeración que recuerda a lo peor de los países del este (de Europa). Dangdaegu es el lugar donde abandonamos el trenecillo y nos volvemos a subir en el de alta velocidad, rumbo a Seúl.
En la estación de Seúl, a donde llegamos a eso de las seis de la tarde, dejamos las maletas en unas taquillas y caminamos (otra vez el frío intenso nos recibe con sus dolorosas caricias en el rostro) hasta la Gran Puerta Este, Namdaemun. Restos de antigüedad rodeados de edificios, coches, luces, gente que va y viene sin prestarle mucha atención. Atravesamos el mercado de Nandaemun (artículos de imitación, baratijas sin sentido para mí) y nos dirigimos hacia el teleférico que lleva a lo alto del Jung gu, la montaña donde antaño había una fortaleza y ahora se alza una torre de televisión y un mirador de la ciudad. Hace un frío desagradable, pero la vista es interesante. Se reconoce el río, esa gran mancha oscura en medio de las luces de las farolas y los coches. Una serpiente oscura, de formas caprichosa, que condiciona el diseño de lo urbano. Los puentes marcan la domesticación de lo natural. El cansancio de los días, del viaje desde el sur, matiza los resultados de este subir a lo alto de Seúl. Regresamos al hotel, derrotados, con ganas de sentir el calor, exagerado, de la habitación, de sentir el descanso que proporciona la horizontalidad recuperada.
En el trayecto en metro hasta el hotel, largo, pesado, con las maletas arrastrando tras nosotros, uno recuerda que esa misma mañana ha sentido la paz de la montaña en el templo de Girimsa, y le gustaría volver a inhalar esas sensaciones, no dejar que estas últimas se posen al final del día. Estoicismo de manual para esperar pacientemente el largo recorrido en metro, el transbordo sin escaleras mecánicas, sin dejarse arrastrar por una melancolía inflamada por el cansancio.




Jueves 29 diciembre

Antes de irnos de Seúl, de volar de regreso a Japón, aprovecho esta mañana para visitar el museo de la guerra, el War Memorial Museum. El día esta ligeramente brumoso. Nos vamos y el cielo pierde el brillo que tanto hemos agradecido. Una neblina sucia que desvirtúa las formas en la distancia, que entristece la mole urbana.
El museo es un lugar en el que se ha invertido tiempo y dinero. Según se entra, a ambos lados del acceso principal, un corredor con columnas sostiene innumerables placas con los nombres de los extranjeros, norteamericanos principalmente, caídos en la guerra de Corea. Nombres de jóvenes, probablemente, que salieron de su país, de su vida, para caer reventados en tierras lejanas. Quizá sin entender muy bien el trasfondo de esta guerra renunciaron a tener un futuro lleno de incertidumbre y, también, de posibilidades.
Dentro, un recorrido guiado por flechas nos lleva por la historia de Corea, desde el punto de vista de sus conflictos armados. Destacan las numerosas invasiones que ha sufrido la península, especialmente las japonesas. Pero bastante más de la mitad de las salas del Museo están consagradas a la Guerra de Corea, la más reciente, la que se recuerda con más intensidad.
El 25 de junio de 1950, las tropas de Corea del Norte sobrepasan el paralelo 38 y se apoderan de la practica totalidad de Corea del Sur. El ejercito norteamericano y tropas de Naciones Unidas acuden en ayuda del Sur y logran que Corea del Norte se repliegue más allá de las fronteras iniciales. Entonces interviene China, temerosa de que sus fronteras pudieran verse afectadas, con un fuerte contraataque. Después de un conflicto de tres años, se firmó el armisticio y quedaron las fronteras fijadas como actualmente, con una franja desmilitarizada de unos dos kilómetros de ancho. Una frontera que parece ser la que tiene más presencia militar de todo el planeta.

Un autobús nos lleva al aeropuerto, desandando el camino que hace una semana hicimos sin saber a ciencia cierta qué se escondería detrás del nombre de Corea. Últimas compras en el aeropuerto para agotar los wons. El frío ha sido intenso, pero los recuerdos empiezan a borrarlo, a situarlo en un margen de las fotos y los recuerdos. Y la sensación de intensidad es algo grandioso.
Afortunadamente, el viaje continua. No hemos llegado todavía al ecuador del mismo. Continuamos en Japón.