Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

02 agosto 2006

Martes 26 de julio

Un día corriente.

Hoy me he levantado a las siete menos cuarto. Me he duchado sin pasar el frío terrible del invierno. Me he puesto el pantalón blanco y la camisa de tela basta blanca del uniforme. He desayunado oyendo las noticias de Radio Nacional de España a través de Internet. Noticias, por lo general, de poco alcance internacional y con gran tendencia a los dramas y catástrofes de todo tipo. Al terminar, ojeo un poco el País digital mientras escucho el boletín de la BBC. Después camino rumbo al trabajo. Normalmente voy en bicicleta, pero como llueve tanto estos días, prefiero andar con un paraguas grande. Cruzo la vía del tren. Veo a los niños caminar rumbo al colegio con sus uniformes, montando en bicicleta con paraguas (cosa que yo también he hecho aquí). Las chicas vestidas de marinero, o con esas faldas de lolita, remangadas hasta lo imposible. Ellos con esas casacas negras que imponen. Todos con el nombre escrito en una placa, sobre el pecho. En los semáforos, cuando los niños son pequeños y van en grupos, dos niños o niñas mayores van el primero y el último con una bandera cada uno. En los pasos de cebras, por las mañanas suele haber gente (creo que voluntarios) con chalecos de colores para ayudar a la tropa infantil a cruzar. Los niños pequeños, supongo que para no perderse, llevan gorros amarillos. Pasión por los uniformes la de los japoneses.
Cuando voy en bicicleta, aparco ésta en el aparcamiento al efecto. Desde allí tengo que cruzar toda la fábrica hasta llegar a mi oficina. Si voy con tiempo puedo ver como grupos de operarios hacen su gimnasia al son de una música que debe tener cuarenta años. Megafonía que me persigue incluso cuando estoy lejos del lugar. Al final, llego con los pantalones mojados al trabajo, y sudando por la humedad.
Tengo que procurar estar en mi sitio a las ocho. En los dos años que llevo viviendo y trabajando aquí, solo un día llegué tarde, a las ocho y cuarto. Ni un día de baja por nada. La presión que uno siente es tal que hasta ese día que llegué un cuarto de hora tarde me sentía abrumado por el peso de la mirada de mi jefe. Hace poco fui al médico. Mi jefe me dijo si me tomaba el día de vacaciones. Así es como hace esta gente. Para eso están los días de vacaciones. En el trabajo enciendo el ordenador. Afortunadamente el sistema operativo está escrito en inglés, pero los programas están escritos en japonés. Me cuesta recordar cada función. Y el programa de traducción que me han instalado solo sirve para tener una idea de lo que habla un texto. Nada más.
La mesa. Muy pequeña y vieja. Como todo el mobiliario. Aquí no tiran nada hasta que ya no se puede emplear. Esto es Gifu, esto es el Japón profundo, el Japón que todavía recuerda el hambre de la guerra.
Aquí la gente tiene la mesa llena de papeles y apenas tiene espacio para situar el teclado del ordenador. El mobiliario parece del periodo de la postguerra. Si no parece que estamos en los años cincuenta es únicamente por los ordenadores. Hace calor. Estamos en julio y cuando sale el sol (pocos días, estamos en época de lluvias, con una humedad relativa de más del 80%, el clima es durísimo) el aire asfixia. Hace unos días le pregunté a mi jefe porque hacía tanto calor y me explicó que el aire acondicionado solo se enciende a partir de 28 grados, lo cual me pareció una grosería para con el trabajador. Pero no se quejan. Me argumentó que era para reducir consumo y que en otras empresas como Toyota también tenían esa norma. Ignoro si se lo llega a creer o si ni siquiera lo cuestiona. Lo cierto es que tiro del abanico que me dieron en el torneo de sumo de Nagoya y veo como otros empleados igualmente se abanican. Antes eso que protestar, claro.
A las once cuarenta y cinco de la mañana suena un timbre. Todo el mundo deja lo que esté haciendo en ese momento, se levanta y camina hacia la puerta. Alguien, normalmente alguna mujer que son las encargadas de tareas complejas, apaga la luz de la oficina. Sí, trabajo en oficinas, en diseño, pero los japoneses necesitan que les digan a qué hora pueden ir a comer. La improvisación no está en sus genes, ni se plantean importarla.
La calle interior de la fábrica es una corriente de seres anodinos, con ese uniforme blanco lleno de sucias manchas negras, corriendo hacia la entrada de la cantina. Con ese correr de arrastrar los pies, de caminar moviendo con brío las piernas. Al menos ahora ha mejorado la cosa con el nuevo edificio. Además, ahora que no estoy en el último turno, ya no me arriesgo a llegar y que de las dos bazofias de platos a elegir, la menos mala se haya acabado. Porque antes había carreras por llegar y poder elegir.
La comida. Antes solo el cuenco de arroz estaba caliente. Un cuenco de tiempos inmemoriales. Para beber, te industrial que sale de unos bidones grandes de plástico de campaña. Un cuenco de plástico amarillo, que a mi me recordaba al que se utiliza para dar de beber a un perro o a un gato. Tal vez por los mordiscos y arañazos que llevaba en su borde y que tanto me desagradan al beber. Los palillos, de madera desgastada, igualmente por los mordiscos, ofrecen un color anaranjado pálido que se pierde en algunas zonas. Las bandejas de plástico, húmedas por el reciente lavado. Hacemos fila pacientemente. Rostros aburridos de japoneses resignados, rostros agresivos de brasileños que no están a gusto. Rostros que trato de esquivar para no contaminarme. Además del arroz, queda el plato principal. El platito, pues es una ración tipo comida de avión. A veces carne a veces pescado. La mayor parte de las veces de sabor desagradable. Ahora, al menos está tibia, pero cuando estaba fría yo nunca cogía pescado. La carne la sumergía en el bol de arroz para que cogiese temperatura. Ahora que está caliente, uno se siente más feliz. Luego, un diminuto plato de alguna ensalada. Existe la opción, a veces lo practico, de los ramen, cuando el aspecto de las dos opciones así lo aconseja. Ayer, por ejemplo. Lo malo de los ramen es lo que manchan pues el fideo, al sorberlo con la boca ayudado con los palillos, suele escurrir el liquido por todas partes. Y claro, no hay servilletas. Existe también la opción del arroz con curry, pero eso solo lo tomé una vez pues, si bien es de sabor agradable, es excesivamente picante y el estómago, al menos el mío, se resiente.
Mesas corridas donde una masa blanca come con rapidez. Ropas manchadas de grasa, pelos largos, teñidos de rubio o de pelirrojo. Gorras de la empresa sobre cabezas de mirada rígida. Esas miradas que parecen no encontrar nada. Tal vez tampoco busquen nada y por ello, si encuentran rechazan con vehemencia. Al terminar ahora, dejamos la bandeja en una cinta transportadora. Antes teníamos que vaciar los restos de cada plato en unos depósitos y limpiar los platos bajo chorros de agua. Uno veía los restos de comida apilados mientras el chorro de agua arrastraba lo que uno, pese al hambre, no había sido capaz de tragar. Al fondo, las cocinas industriales de sabe Dios qué época.
Deprimente. En conjunto. Se mire como se mire.
Cuando nos quedábamos a veces sin comida y tenían lugar verdaderas carreras, nadie se planteaba protestar. Aquí nadie protesta. No hay pintadas, nadie escribe nada en las paredes, en los vagones del metro. En la empresa nadie se queja. Está muy mal visto.
Recuerdo que el año pasado, cuando me tocó estar más de tres meses en Stuttgart, en el comedor del centro técnico de Daimler Chrysler aquello fue para mí, en contraste, un mundo de lujo y sabores. ¿Qué pensará un alemán que venga a hacer una visita a esta empresa y vea esto?
Después de comer solemos sentarnos en un parquecillo pequeño, de unos cien metros cuadrados. Atentos a la hora, pues a las doce treinta suena la campana y antes hay que ir yéndose. Muchos grupos a las doce treinta en punto se ponen todos de pie y el jefe les informa de lo que sea. Si uno llega un minuto tarde, todo el mundo lo ve. Me parece absurdo esta rigidez en oficinas, pero claro, quien soy yo para protestar. Así, no hay que pensar a qué hora se va a comer o a qué hora se regresa a la oficina. Todos a la vez.
Después de comer y regresar a la oficina, me preparo un café y me tomo una chocolatina de las que tengo en la mesa (yo no puedo vivir sin un pequeño postre de dulce). Luego me lavo los dientes (aquí causamos admiración los españoles, pues en dos años que llevo aquí solo he visto una vez a un japonés lavarse los dientes en el trabajo después de comer). Un baño un tanto decadente con olores miserables, ya que el extractor esta lleno de mierda y apenas logra sacar algo del aire viciado. Ahora, de vez en cuando, voy al edificio nuevo a lavarme los dientes, pero igual está prohibido.
Las tardes se me hacen largas. Desde las doce y media hasta las cinco de la tarde me veo sentado en la mesa, haciendo lo que toque. O dibujando planos. O montando amortiguadores. O haciendo otro tipo de trabajos manuales. Esta semana he tenido que traducir un informe sobre unas medidas en vehículo. Para ello me sentaba con mi jefe, el me leía el texto (sigo sin poder leer nada de japonés) y luego me lo explicaba todo en japonés. Así, hablando, yo lograba traducirlo al inglés. Luego lo paso al ordenador. A ratos me levanto, la silla es muy incomoda y no la soporto mas de hora y media seguida, me pongo un te verde (hay dispensadores gratuitos en oficinas) y me acercó a una ventana a mirar caer la lluvia. Antes se veían las montañas, pero con el edificio nuevo solo se ve este. Estiro la espalda, las piernas, los brazos.
En esas pausas a veces hago vida social con la gente con la que suelo hablar, extralaboralmente hablando. Hoy me he encontrado a Takami san y me ha explicado por qué es tan inestable el tiempo y a pesar de llover mucho hay tardes o mañanas que se abre el cielo y brilla el sol. Es un tipo majo. Charlamos tranquilamente y mezclamos inglés y japonés.
Los miércoles tenemos reunión de grupo, pero no me suelo enterar de mucho, aunque si sé de que hablan. Nos sentamos en torno a una mesa y las mujeres, haya sitio o no, se sientan siempre en una fila aparte, en sillas plegables. Y no protestan.
Los viernes, a las cuatro cuarenta y cinco, no antes, no otro día, toca limpieza. Alguien me dijo que es porque la empresa no tiene dinero para pagar una contrata, pero cuesta creerse eso de una multinacional de la automoción. Lo cierto es que toca pasar la aspiradora, limpiar el polvo de la mesa, etc. Los más jóvenes vacían las cajas de papel para tirar en un almacén donde debe acumularse para posteriormente ser vendido. Los trapos que utilizamos para limpiar están hechos a partir de restos de ropa, de uniformes. Apañados son estos japoneses. Al pasar la aspiradora uno se da cuenta de la cantidad de porquerías que atesoran debajo de las mesas. Pasando la aspiradora me di cuenta de que una de las impresoras estaba apoyada sobre ladrillos, y de que los cuadrados de moqueta raidos y descoloridos se levantan por los bordes. Yo diría que llevan más de treinta años allí puestos.
Por último, a las cinco de la tarde recojo mis cosas. Como la mesa es tan pequeña, procuro dejarla despejada, pero la mayoría de mis compañeros la tienen llena de papeles (supongo que forma parte de la estrategia del isogashi, de estar muy liado, o al menos aparentarlo). También les gusta poner muñecos tipo Hello Kity por encima de la mesa. El gusto barroco hortera moderno.
A las cinco, digo otsukare sama desu, que es como me han enseñado a despedirme de una manera cortés, y me voy al otro edificio donde tenemos la clase de japonés. Como me voy a las cinco de la tarde solo veo irse a la mayoría de las mujeres que por tener trabajos tan interesantes, se van en cuanto termina la jornada laboral oficial, cinco menos cuarto. El resto se queda a hacer zangyo, horas extras, y a aparentar. Ahora que trabajo aquí, sé cuando alguien tiene mucho o poco trabajo. Según las normas de la empresa, que nos entregaron redactadas en ingles al poco de entrar, antes de irse cada día hay que pedir permiso al jefe y uno no se puede negar a hacer horas extras cuando se lo soliciten. Pero como nosotros no tenemos contrato japonés, sino que somos unos débiles occidentales, vagos, con contrato de expatriado, pues nadie nos dice nada. Pero sé que mis compañeros, sobre todo los más jóvenes, se suelen quedar hasta muy tarde (las diez, las once de la noche). Trabajan bastante más que nosotros. Solo una semana en verano, la Golden Week en mayo y menos de una semana en Navidades. Y sólo dos días festivos al año . Para compensar tantas vacaciones se trabaja tres sábados al año. Terrorífico.
En la clase de japonés las cosas cambian. Allí podemos poner el aire acondicionado sin restricciones (supongo que estará prohibido). A veces llega Koichi, nos saluda y se cambia de ropa, de espaldas a la profesora. El otro día, antes de saludar, nos dijo que sabía que habíamos ido al sumo. A pesar de que no lo dijimos a mucha gente, en esta empresa son bastante cotillas y todo el mundo sabe lo que hacemos. En clase a veces hablamos con la profesora, sobre todo al principio, de las impresiones que nos causa la vida aquí. Ahora ya nos vamos acostumbrando.
A las seis suena de nuevo una señal por megáfono. Recogemos, y camino hacia el aparcamiento de las bicicletas. Ficho y salgo, tratando de olvidar el día, quedándome solo con la parte antropológica del asunto. Al llegar a casa lo primero que hago es quitarme el uniforme.
El resto de la tarde leo, duermo la siesta, voy a nadar, cenamos fuera, hacemos la compra. Depende. La rigidez termina a las seis.