Kyoto (otra vez) y Nara

Domingo 16 de abril
Un fin de semana de viajar, de un vivir un poco más intenso, de poner el cuerpo y la mente en movimiento. Mamen se fue en tren, con Felipe y Paloma, el miércoles a Kyoto. Yo me quede cumpliendo mis obligaciones contractuales con la empresa que me otorga tantos beneficios (por lo menos en lo económico). El viernes me tome un día libre, el que me sobraba del año fiscal anterior (terminaba el 31 de marzo) y lo añadí al fin de semana. El viernes por la mañana, sin prisa, salí con el coche hacia Kyoto. El tiempo soleado y casi caluroso del pueblo se fue trastocando y conforme avanzaba por la autopista (hay una cadena montañosa que ésta atraviesa casi sin apreciarlo) el cielo se fue oscureciendo y la temperatura bajando. Pero era un día ganado al trabajo, y eso es siempre una victoria. Haga el tiempo que haga.
En Kyoto deje el coche en el aparcamiento del hotel y me fui al centro. Me encontré con Mamen y fuimos a comer algo a un sitio recogido, con ambiente occidental, pero con comida sencilla, de mediodía. No estaba mal. Un par de mesas y una barra con una parroquiana que enseguida se acerco para tratar de ayudarnos a entender las explicaciones de la mujer que atendía el local. Como suele ocurrir, cuando un japonés sabe un poco de inglés, utiliza las pocas palabras de que dispone con solicitud, aunque en nuestro caso se trata, casi siempre de un ejercicio inútil. Nos sueltan, es un ejemplo, una horrible parrafada y entonces alguien traduce una de las pocas palabras que hemos entendido. Una de esas palabras sencillas que son las primeras que uno aprende en otra lengua. Por ejemplo, sencillo, o barato, o sabroso, o pescado.
Terminada la comida nos encontramos con Felipe y Paloma y caminamos por Gion. Caminamos por las calles adoquinadas, Sannen-zaka y Ninnen-zaka, cubiertas por hojas caídas de los cerezos. Llegamos al parque de Maruyama donde la explosión de cerezos en flor alcanza su apogeo. Se trata realmente de una exuberancia de colores, desde el blanco discreto a un rosa que llama la atención. Los japoneses no paran de hablar de los cerezos, sakuras, y del hanami, mirar las flores. A pesar del día, desapacible, amenazando lluvia y con algo de frío, la gente paseaba, hacia picnic sobre plásticos colocados sobre el suelo. Todo muy armónico, sin estridencias, sin gente molestando. Como suele ser este país. Seguimos caminando y entramos en la zona moderna de la ciudad. Coches, tiendas, ambiente de gran ciudad. Esto me fascina de Kyoto. Tiene el encanto y la belleza de los rincones que el tiempo han sabido embellecer, pero a su vez conserva la vitalidad de una ciudad que ha crecido, que esta viva, que es mas que un museo.

Al respecto releo las líneas escritas por Alex Kerr en “Lost Japan”. Dice este caballero, que ha vivido bastantes años en este país, que en contraste con Europa, las novedades llegaron a Japón (y también a China) en una oleado de modas. Estos cambios llegaron de culturas completamente diferentes. Por lo tanto, la ropa y la arquitectura moderna, por poner los ejemplos que cita Kerr, no tienen nada que ver con la cultura asiática tradicional. Los japoneses, afirma, pueden admirar los templos de Kyoto o Nara e incluso considerarlos hermosos, pero saben que no tienen un punto de conexión con su vida moderna. Estos lugares se han convertido en parques temáticos, en lugares de ilusión. A continuación realiza una reflexión sobre la biblioteca de Kameoka, una ciudad japonesa donde él mismo ha vivido. Dice que los estudiantes que visitan este biblioteca se sentirían a gusto si visitaran la biblioteca de Merton, en Oxford, un lugar construido hace setecientos años en un país lejano, con una historia ajena. Sin embargo, esta biblioteca de Merton no tiene nada que ver con las salas donde se almacenan los textos budistas, más cercanos en su historia y en su geografía. Me ha parecido una reflexión muy interesante que vuelve a tocar el tema de la penetración de la cultura occidental en este país, de su fácil y rápida asimilación en muchos aspectos.
Cruzamos el río, el Kamogawa, y estamos en Pontocho. Tercera vez que vengo a Kioto y todavía no conocía esta zona. Un lugar con encanto, con gran cantidad de restaurantes y tranquilos bares. Tomamos un café y unos bollos en un lugar de corte occidental para amansar un poco el cansancio. Luego seguimos paseando por la zona techada, por esas galerías comerciales con tiendas curiosas y gente aun más estrambótica. Para ellos, es algo mucho mas excitante que para nosotros.
Para cenar nos guiamos por el instinto. Y funciona. Atravesamos un pasillo de madera y luces indirectas, que se proyectaba en un reducido espacio de la calle, y entramos en un restaurante creado a base de pasillos y salas separadas por puertas de paneles. Yakiniku sabroso y de buen precio. Cena agradable que se prolonga hasta el sake. Este me ha parecido a mi menos seco, más suave que experiencias anteriores. Al terminar, un taxi y al hotel.

El sábado amanece nublado y chispeando. Después de un desayuno con tostadas y café cerca del hotel, vamos a Nijoo jinja. Se trata de un edificio amplio, pero discreto desde fuera, construido a principios del siglo XVII como posada para los señores feudales que iban a visitar al emperador (Kyoto fue capital imperial desde finales del siglo VIII hasta la restauración Meiji, en 1868). El lugar en cuestión está lleno de trucos para descubrir posibles espías, de pasadizos, de puertas escondidas, de escaleras que se esconden. La visita exige cita previa pero con un poco de cuento logramos vencer su suspicacia. La visita es guiada, dura una hora, durante la cual una tremenda perorata en japonés, claro pero rápido, nos explica los detalles de cada rincón de la casa. A veces desespera un poco, por la lentitud, pero la vivienda en cuestión es curiosa.
Un paseo por el mercado de Nishiki-koji, donde se vende comida preparada y sin preparar, cuchillos (autenticas obras de artesanía con el sello de sus maestros, precios nunca vistos), especias, encurtidos y mil cosas mas de nombre ignorado y utilidad igualmente desconocida, antes de regresar al hotel y poner rumbo a Nara.
Después de una pesada hora de carretera para recorrer cuarenta kilómetros, podemos dejar el coche en el aparcamiento del hotel y tomar posesión de las habitaciones. Lujo decadente, rasgado, descolorido. Pero correcto. Tomamos un taxi hacia el centro de la ciudad. Hace rato que ha comenzado a llover y la luz menguada destila una sensación de tristeza.
Nara fue el primer intento unificador de los primitivos clanes asentados en terreno japonés. Estamos hablando del siglo VI. Cuando llegan de China y de Corea influencias decisivas: la escritura, la religión budistas, las ideas chinas sobre la administración de la cosa pública. Nosotros, en pleno siglo XXI, paseamos por el templo de Kofukuji, con la luz de las farolas abriendo silenciosos huecos en una tarde mortecina y gris. La imponente pagoda de cinco pisos, que pertenece al templo, se convierte en una mole de madera oscura se hace ver a pesar de la oscuridad creciente. Felipe se ha comprado un libro para que le pongan los sellos de los templos y hacemos la correspondiente peregrinación en el de Kofukuji, que ya no podemos visitar por lo intempestivo de la hora. Es fascinante ver como las manos expertas dibujan el kanji, mojan la pluma en el tintero, aprietan o aflojan el trazo según las exigencias del propio ideograma.
Cenamos en un local, escogido al azar, donde Maki, el camarero, no deja de preguntarnos cosas sobre España y frases en español. La comida, edon, es la primera vez que la pruebo y que escucho de su existencia. Consiste en sumergir los platos tradicionales en una especie de sopa. Por ejemplo el takoyaki de Osaka, o los guioza o las setas. El aspecto es poco apetecible, pues las cosas se reblandecen, como las croquetas, pero el sabor de las sopas es sabroso. Mucha cerveza y sake ayudan a despejar la cabeza de preocupaciones.

El domingo el sol se atreve a desalojar las nubes, ofreciéndonos una luz anhelada. La temperatura sube hasta lo agradable y el paraguas se queda en el coche. Caminamos por una amplia zona verde, algo inusual en el Japón conocido por este viajero. Ciervos sueltos conviven con los paseantes, quienes les alimentan con galletas en forma de hostia. Los niños se asustan ante la arrogancia de los animales, de su falta de miedo a la hora de reclamar mas comida. El templo de Todai-ji es un recinto que comienza con la puerta de Nandai-mon. Sencillamente espectacular. Caminamos por una ancha avenida, rodeados de verde y de ciervos nada tímidos, y vemos la sala del templo, la Daibutsuen. Un edificio de madera bastante grande, aunque parece que fue incluso más grande en el tiempo en que fue construido (mediados del siglo VI). Es un enorme recinto de madera (el más grande del mundo, reza nuestra guía) dentro del cual hay una estatua de Buda gigante. El gran Buda, Daibutso, a pesar de encontrarse sentado en la posición del loto, mide quince metros de alto. Muchos turistas, algunos occidentales que aprovechan la Semana Santa de las tierras cristianas. Como nuestros amigos.
Salimos del templo y caminamos hacia el parque de Yoshikien. Un lugar agradable, poco concurrido, donde nos dejamos llevar por sus senderos hasta llegar a una casa de te. Una construcción diáfana, limpia, donde solo el suelo de tatami y las paredes de panelas configuran una estructura que relaja la vista. Alrededor verde y silencio. Por encima de este lugar tan tranquilo un cielo azul vigoroso, moteado de blancas nubes que no se atreven a contestar un día de primavera. Este jardín se compone de dos jardines: el jardín Moss, donde está la casa de té y el Pond, donde hay un estanque, con carpas, como no, junto a otra casa parecida a la de té. También cerrada, solo se puede contemplar desde fuera. Una estructura similar.
Pronto, nos recogemos y nos subimos al coche para regresar al pueblo. Hay que volver a desandar el camino hacia Kyoto, que vuelve a ser una pesadez de lentitud. Acercándonos a Kyoto el día se vuelve a estropear y la lluvia vuelve a visitarnos. Llegamos a casa sin más novedad y nos preparamos una cena improvisada. Mañana, Felipe y Paloma se van en tren a Tokio, de donde regresaran a España el viernes. En conjunto han sido unos días muy agradables los que hemos pasado con ellos. Y con los quesos y vinos que han traído para animar un poco nuestras orientales cenas y nuestras hispánicas tertulias.

5 Comments:
At 10:05 a. m.,
Anónimo said…
Hola Oscar y Mamen, (un soplo de frescura contra los dolores de Mamen).
Será más fácil encontrarnos en un webblog virtual que en una taberna madrileña a este paso, aunque en verdad, no fue hace tanto cuando me despedí de Mamen en las calles anejas a la plaza de Olavide, leyéndole el Haiku (guardado en mi PDA) más famoso de Basho, sobre el zambullir de la rana… nada que ver con mi sapo Ratzinger que alegre sube y baja árboles de Mafura, hasta meterse en su medio coco…
Hoy os saludo desde el otoño mozambiqueño con otro Haiku del mismo autor, todavía escondido entre los bits de mi vieja Palm “ aki fukaki/tonari wa nani wo/suru hito zo”…
Leyendo rápidamente tu crónica de viaje por la vieja ciudad de Nara me sumerjo… como pude hacerlo físicamente este fin de semana pasado en las aguas coralinas que cierran la bahía de Maputo, y desde su isla de Inhaca a solo 10 minutos en avión si te lo puedes permitir… donde buscaba medio chamuscado en cara y espalda, mientras chupaba tubo, peces de coral con nombres como: loro, león, luna, payaso, perro, mariposa, ángel…etc. muchos de ellos los imaginaba descuartizados con habilidad y gran gusto para gusto del gusto crudo japonés. Pero cerraba los ojos y podía ver Kofukuji, templo del clan de los Fujiwara, cuando la poetisa Murasaki de la misma familia, se inspiraba para contar las historias de amor que bañan su novela sobre el príncipe del clan de Minamoto y sus amantes, quizás cuando ella escribía ya había sido destruida por las luchas entre clanes la pagoda de cinco pisos, y su reflejo en el lago era ya solo recuerdo, pero para una escritora como ella, el florecer de los cerezos sería su mejor aliado, quizás como todavía lo sigue siendo para tantos japonés (y no japoneses), aunque me parece que no era aquel Japón de Murasaki todavía tierra de tecnología, o dramas No y Kabuji, ukiyo-e, música de samisen, ceremonia del té, ikebana, Zen, samurais y bushido, tatamis, baños públicos, habitaciones tokonoma con takemonos, sushi o salsa de soja. Nada de eso entonces adornaba la vida y corte en el período Heian; la inspiración en la pluma de esta cortesana estaba bajo los árboles en flor y era la nieve que dejaba al descubierto los pasos para rescatar la fidelidad del encuentro… los gatos traviesos descubrían detrás de una cortina, a la tercera esposa de Genji en ropa íntima frente a un amante que aprovechando hábilmente la excusa del felino, recordará la visión de su amor, acariciando al animal y sus deseos imposibles. Nuestros deseos imposibles se desvelan igualmente cuando el jugar de lo cotidiano muestra nuestras intimidades, hoy los gatos son webblogs que traviesos se pasean por la noche, y los acariciamos con nostalgias de viaje a otros mundos a otras gentes… mientras mi hija respira entre suspiros, sin dejar escapar su chupete con una sonrisa instintiva de felicidad.
Abrazos Rafa
At 9:50 p. m.,
Óscar said…
Será dificil encontrarnos en un lugar físico, pero al menos las líneas llegan y uno escucha una voz lejana, susurrante, desde la remota y soñada África.
Al otoño mozambiqueño os responderemos con la primavera nipona, que nos ha regalado con días preciosos (y de vacaciones, aunque este término te resultará difícil de asimilar). No tengo PDA para guardar haiku ni ganas de subir las escaleras para tomar algún libro y recitarte algo del romancero castellano que tanto me fascina. Recibe mis palabras y mis saludos que yo he podido escuchar tu voz mientras leía tus comentarios.
A pesar de todo, espero que nos podamos ver en una taberna real, de madera y cutrerio, en Madrid, algún día.
Un abrazo para los tres
At 10:28 a. m.,
Anónimo said…
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At 10:41 a. m.,
Anónimo said…
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At 10:56 a. m.,
Anónimo said…
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