Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

22 mayo 2006

VIAJE A SHIKOKU (1)















Lunes 1 de mayo

Hoy hemos iniciado nuestro viaje de Golden Week. Y para comenzar el día, que mejor que un sol brillante, deslumbrante, sobre un cielo azul que despierta las ganas de vivir. Metemos las maletas en el coche con ilusión, con la perspectiva del viaje, de lo no conocido, de las impresiones y de las vivencias por venir.
Tomamos, como tantas otras veces, la ruta 41 dirección Nagoya y en Komaki entramos en la autopista Meishin rumbo a Kyoto. Como otras veces. Tráfico, pero llevadero. Dejamos atrás la salida hacia Kyoto, la desviación hacia Osaka y, cuando por fin dejamos atrás las inmediaciones de Kobe, en la Sanyo Expressway, el tráfico se hace mucho más despejado. Esta semana el lunes y el martes no son días festivos oficiales. Sin embargo mi empresa ha tirado el calendario laboral por la ventana y en un arrebato de generosidad sin precedentes ha concedido toda la semana de ocio a la abnegada plantilla. El sol brilla y la vegetación verde cubre las colinas por entre las que se cuela el brazo de asfalto. Es difícil realmente encontrar terreno llano en Japón. Como por ejemplo en la zona de Nagoya y alrededores. Por el interior, en cuanto se avanza hasta Inuyama, se empiezan a encontrar las primeras montañas.
Cuando llevamos tres horas y media de coche, aproximadamente, nos desviamos de la autopista rumbo a la ciudad de Himeji. Apenas son unos kilómetros. Aquí se alza, en mitad de la ciudad, uno de los castillos más famosos de Japón. La ciudad es más grande de lo que esperábamos. Dejamos el coche en un aparcamiento de pago, como hacen todos los japoneses, y nos acercamos a visitar el célebre lugar.
Hace calor pero se agradece sentir que la vida renace del frío y oscuro invierno. Una amplia avenida termina, o empieza, justo donde el castillo tiene su entrada. Estas grandes avenidas suelen hablar de reconstrucciones después de la Segunda Guerra Mundial. Como es el caso de Nagoya.
El castillo, tal y como se conserva, aparte de alguna restauración moderna, data de comienzos del siglo XVII. Pero parece que desde su construcción, la zona vivió relativamente en paz y pocos asedios y batallas le tocó vivir. Akira Kurosawa lo utilizó para rodar exteriores de su película Ran.
S e entra en unos jardines y se va viendo, a lo alto, la torre del homenaje, Daitenshu, de seis pisos. Pero al margen de lo interesante que puede haber sido la visita al interior, no muy diferente de otros, lo que más me ha fascinado han sido los patios, las paredes encaladas sobre las que resaltan las sombras de los cerezos, ya de un verde discreto pero fresco, las luces de un sol intenso. Olía a vida, a un lugar del pasado rico en matices. Me encontraba a gusto. Se cruzan las murallas blancas con tejas oscuras de cerámica por hermosas puertas de madera; se puede ver un almacén donde se guardaba el arroz y la sal para el caso de asedio del castillo. La pared de este almacén, el Koshi-kuruwa, es ligeramente curvada, así como la disposición de las tejas del techo, lo cual no deja de llamar la atención. En las construcciones nobles, las ultimas tejas, las que se ven desde el suelo, llevan siembre un escudo que identifica a la familia que encargo esa construcción o reconstrucción. Rincones de nombres difíciles, con leyendas que huelen a reclamo turístico, pero que se graban en la memoria por la paz que desprenden.
Desde la ciudadela interior se tiene una amplia vista de la ciudad. Las calles, las casas, los coches, hasta su habitantes aparecen empequeñecidos en la distancia, hasta hacer de las cosas y las personas algo casi dominado, amable. El viajero mira a lo lejos, siente el sol en el rostro, se gira y ve el enorme edificio donde antaño habitaran los ancestros de estos japoneses extraños y siente algo igualmente inenarrable. La curiosidad por avanzar en el conocimiento de esta cultura se vuelve algo acuciante.
Subimos descalzos los seis niveles de la torre. Dentro se ve poco más que la estructura de madera y algunos objetos empleados por sus antiguos moradores como trajes de guerra, espadas, diarios o textos escritos sobre seda. Las vistas al exterior merecen la pena.
Al terminar la visita el hambre aprieta y comemos de mala manera en un centro comercial, pues no es hora de ir a un restaurante. Vemos algunos turistas occidentales. Supongo que expatriados que disfrutan de sus vacaciones japonesas. Nosotros tomamos el coche y seguimos rumbo a Okayama. Llegamos cuando el sol se está poniendo. Es una ciudad grande, pero con la perspectiva de las montañas al final de alguna de sus anchas avenidas. El hotel Gran Vía, un cambio de última hora por problemas en el reservado, está situado junto a la estación. Es un hotel de lujo y nada más llegar a la habitación nos envían una sabrosa, y hermosa, cesta de frutas de parte del otro hotel. No nos quejamos.
Bajamos a cenar. Hace calor incluso cuando el sol se ha retirado a coger fuerzas para el día siguiente. Poca gente por las calles.



Martes 2 de mayo

Okayama se nos presenta como una ciudad tranquila en un día en que el sol no parece tener ganas de anunciarse. Nubes y algo de viento suavizan la temperatura, cosa que no nos preocupa mientras caminamos por una calle estrecha y repleta de restaurantes y cafeterías. Un desayuno con el Japan Times y uno se siente cerca de la felicidad serena, esa con la que sueña día y a día y que de vez en cuando, en forma desgajada pero igualmente maravillosa, se nos presenta al alcance de la mano.
Caminamos hasta el río Asahiwaga y cruzamos el puente Tsurumi-bashi, hasta llegar a la entrada del Korakuen, uno de los jardines más celebres de este país de famosos y cuidados jardines pero de pocas zonas verdes en las ciudades. De camino se atraviesa un canal flanqueado con árboles (la excepción) que resulta muy agradable: el Canal verde de Nishigawa.
El Korakuen es un jardín grande, con zonas de diferente paisaje. Creado a finales del siglo XVII. Extensas praderas de hierba lo hacen original frente a lo visto hasta ahora. Un gran lago, con alguna isla artificial, cascadas, zonas donde abundan las flores, plantaciones de te, bambú. Se pueden ver los nuevos brotes de bambú, como llemas de espárragos despuntando desde el suelo. Algunos apenas sobresalen, otros ya llevan una cierta ventaja. En esta época se ve mucho el takenoko (literalmente, el bambú muchacho) en las tiendas. Fundamentalmente se come como sashimi (crudo). Desde muchos lugares se divisa al fondo, como un ornamento más, la silueta del castillo reconstruido de Okayama, de un color negro extraño. Un té verde, el macha, el auténtico té de la ceremonia con los dulces que se emplean para compensar su sabor. Los niños de uno o varios colegios deambulan con sus uniformes blancos y azules, sus gorros rojos, por los caminos, entre la hierba. Suelen ser bastante más educados y respetuosos de lo que uno, al menos como lo recuerda, dejó en tierras remotas. A pesar de que los niños pequeños, de pocos años, dan la impresión de ser unos malcriados. Releyendo el capítulo del The Japanese Mind acerca del Ikuji o practicas educativas en Japón, se encuentra una comparación entre las actitudes educativas de las madres americanas, más orientadas a generar capacidad de formular juicios, de verbalizar, mientras que las madres japonesas tienden a integrar al niño en el grupo familiar (de ahí la tendencia inicial, a mimarlo) y a favorecer que no provoquen distorsiones en los grupos en los que le tocará interrelacionar. Individualismo versus grupo.
Nos acercamos a ver el castillo por fuera, pero una fina lluvia y el hambre nos aconsejan no pasar de ver la entrada y unos caminos empedrados que conducen a la torre del homenaje, y buscamos un lugar donde resguardarnos de la lluvia y comer algo.


Por la tarde tomamos el tren a Kurashiki. Son veinte minutos de tren de cercanías que nos evitan coger el coche. Mucho más tranquilo. Al llegar a la estación, nada más salir del andén, se pueden ver parte de las atracciones del parque Tívoli, una réplica del parque de atracciones de Copenhagen. Típico gusto japonés. Pero al otro lado de las vías, después de caminar unos diez minutos, encontramos algo más interesante. Una zona de casas antiguas restauradas, con demasiadas tiendas de recuerdos y demasiados turistas. El sol ha destrozado las agoreras expectativas de las nubes y el cielo está especialmente limpio. Sobre todo con este frío viento que se ha levantado casi sin notarse.
Lo primero que hacemos es acercarnos a la casa Ohasi. Hay muchas casas antiguas de familias de comerciantes que en la época Edo hicieron fortuna y trataron de mantener un nivel de vida similar al de un samurai, clase de la que legalmente se diferenciaban por razón de linaje. Los Ohasi parece que eran samuráis pobres que prosperaron en el comercio. La casa se visita sin guía y no parece muy conocida por los visitantes que acuden a la ciudad. Lo cierto es que merece la pena. Con sus estancias cubiertas de tatamis sobre las que uno puede caminar alegremente, patios interiores y exteriores primorosamente cuidados, la luz de la tarde crea unos juegos de sombras que nos entretiene haciendo fotos. Cada vez me gusta más la arquitectura tradicional japonesa, tanto de estas hermosas viviendas de madera y tatami, con estos pequeños jardines, como los templos budistas.



Entramos en el barrio de Bizan, la zona antigua y reclamo turístico de la ciudad. Un canal de agua es recorrido a sus lados por calles empedradas, peatonales, donde unos sauces ponen una nota de color. Las casas, en verdad agradables de contemplar mientras se pasea sin rumbo, tienen casi siempre, de forma indefectible, un negocio ligado al turismo en su planta baja. Supongo que si no fuese por eso, tal vez el barrio entero tendría otra fisonomía. Por otro lado, es cierto que casas como éstas se ven en pueblos ajenos a la vida turística, como en Yaotsu, pero con las fachadas más desquiciadas por reparaciones a base de aluminio y otros materiales baratos.
Saliendo de la zona en torno al canal, la cosa se torna más tranquila, y las tiendas y los turistas escasean. Pero la belleza serena de las construcciones se sigue encontrando en cada rincón, tocado por la luz menguante de un sol que ha terminado por marcar con su luz un día de ocio. Maravilloso. Caminamos, tomamos un café en una terraza, sentimos, se palpa, el ambiente festivo, relajado, de un pueblo que normalmente es un pueblo febril trabajador. Es algo que, por lo extraño, llama la atención.
Al anochecer hay un espectáculo que no llegamos a entender, a pesar de las amables palabras de una mujer. Sobre un puente curvado que cruza el canal, unas pequeñas tarimas de madera. Llegan unas jovencitas visitiendo coloridos kimonos. Pasos cortos hasta situarse frente a las tarimas. Palabras incomprensibles, tan solo algunos fragmentos que no hacen sino abrir brechas en la imaginación, pronunciadas por una mujer ayudada de un potente micrófono. Al terminar el discurso, las tres jóvenes se suben a las tarimas y con ayuda de una antorcha prenden fuego en una especie de pebetero. Acto que tiene aspecto de simbólico, y que despierta el entusiasmo de la población nipona congregada. Cuando nos vamos a ir alguien nos dice algo de un barco. Y efectivamente, por el canal aparece algo así como una góndola de formas rectas. De fondo, música enlatada de koto y guitarra. Un hombre, impertérrito, empuja la pértiga contra el fondo del canal desde la parte posterior de la embarcación. En la proa, un hombre, igualmente impasible, mira de pie al frente. Entre ellos, sentada, una mujer con kimono y, la primera vez que lo veo, con el pelo largo, suelto. Su postura es igualmente rígida y con la mirada perdida en algún lugar del infinito. Cerca del puente donde ha tenido lugar la indescifrable ceremonia, la embarcación da la vuelta en el angosto canal y regresa hacia donde ha venido. La gente rompe a aplaudir embelesada por la belleza de lo visto.
De noche el frío es más intenso. No es el frío del invierno, pero tampoco llevamos ropa de invierno. Caminamos rápido a la estación y regresamos en tren a Okayama.

Miércoles 3 de mayo

Después de desayunar en la misma cafetería de ayer (parece mentira lo rápido que se le coge cariño a los lugares cuando se está de vacaciones), tomamos el coche y ponemos rumbo a la costa. Hoy es el primer día de festividad oficial de la Golden Week. Hoy muchos camiones y autobuses negros con banderas de Japón recorren las calles de Okayamka. Parece que son los Toto Uyoku, grupos nacionalistas que exaltan la patria y los valores tradicionales. Como no podemos entender el mensaje, no sabemos hasta dónde están dispuestos a llegar con la defensa de su bandera. No me interesa.
La carretera está algo congestionada hasta que llegamos a la autopista, pero luego la cosa mejora y el viaje no es horrible. El sol ha vuelto a instalarse con decisión y uno siente el optimismo del viaje como algo firme, incuestionable. Y placentero. Apenas hacemos unos 80 kilómetros de autopista y carretera, es decir, hora y media de coche en este país, y estamos entrando en Tomonoura.
Se trata de un pueblo pesquero situado en la costa de la península de Numakuma. La guía Rough habla de uno de los emplazamientos más hermosos del mar interior. Y no nos defraudó. Lo primero, como siempre, buscar un aparcamiento para dejar el coche. Algo complicado, pues había bastante turistas en la misma situación, pero no tuvimos muchos problemas. Caminamos hacia el embarcadero y tomamos un barco rumbo a la isla de Sensui jima. Una gran idea. Se trata de una isla pequeña, pero en la que lo único construido son dos hoteles y unas instalaciones que albergan un camping. Y una serie de senderos que recorren las isla por la costa y por el interior. No hay coches, no hay carreteras. La isla es como Japón: frondosa y montañosa. Las laderas de las montañas bajan al mar y apenas dejan lugar a formarse alguna playa.
Los caminos suben por el interior y uno siente la vegetación densa que no le deja respirar. El cielo apenas se puede ver si no es alzando la vista hacia arriba, a través de la tupida maraña de ramas y hojas que ha crecido de manera salvaje. Alguna playa para buscar conchas, para mirar el mar oscuro de Shikoku, para sentir el placer de sentirse Ulises camino de ninguna parte, enriqueciendo sus vivencias. Uno siente las vacaciones como un fluido vital, energético, inyectado en vena.
Un camino bordea la costa. Nunca se ve el horizonte, pues está zona esta plagada de islas, y, al final, siempre estaría la gran isla de Shikoku. Y los barcos que van y vienen. Con turistas, con mercancías. Con peregrinos. Al regresar a Tomonoura, contemplamos un templo en una diminuta isla. Un templo sintoísta con un embarcadero. Un perfil inolvidable.
Tomonoura también merece una visita por sí mismo. Paseamos junto a los barcos de pesca, sintiendo la brisa del mar, el sonido del agua rompiendo contra los espigones. Algo que rompe un poco la estética es la cantidad de protecciones que existen, y no solo en los puertos, contra la furia del mar. Pero aquí existen los tifones, y no se pueden permitir ceder a su embate en aras de una línea de costa más hermosa. Supongo.
Dentro, el pueblo tiene estrechas callejuelas donde junto a casas tradicionales, no han tenido escrúpulos en construir edificaciones de materiales baratos. Eclecticismo urbano nipón que ya no nos sorprende. Pero en conjunto es un lugar agradable y tranquilo. Subimos a ver el castillo de Taigashima-jo, aunque las escasas ruinas que quedan y el jardín que lo rodea, están cerrados y protegidos por un muro. Al lado, el templo de Empuku-ji, junto a un monumento a un poeta de haiku local. Bajamos de nuevo junto al puerto y nos acercamos a ver el antiguo faro, situado en un lugar demasiado recogido como para ser útil. Una pequeña plaza empedrada da al mar. El sol se termina de recoger. Unas mujeres, diría que lugareñas, departen sobre sabe Buda qué problema doméstico, o tal vez sobre la política exterior de su país. Que la costa es lo primero que encuentran siempre los invasores.
Atraídos por un sonido extraño que sale de una tienda de recuerdos y mil otras cosas mas, conocemos a un hombre que tuesta café de manera manual, algo que yo no había visto en mi vida. Un tambor metálico gira, manualmente, con los granos de café en su interior sobre un fuego. El olor es intenso, agradable. Aprovechamos y lo probamos en unas mesas situadas en la plaza, junto al mar. La luz azulada, comienza a homogenizar el perfil de las cosas. A mi estas horas del atardecer me gustan mucho. Mamen charla con una señora que ha asistido igualmente como espectadora a la laboriosidad del japonés de turno. Yo disfruto viendo como mar y cielo se van uniendo en una metamorfosis de color suave. Al final, pruebo el café recién tostado. Sabroso. Lástima que les guste tanto emplear estas tazas barrocas que parecen sacadas de una vitrina de Versalles.
De camino al coche, ya con poca luz, descubrimos que hemos dejado de lado los templos. A pesar de que uno tiende a sentir empacho de templos y castillos cuando ya acumula unos cuantos en su haber, siempre son hemosas construcciones agradables de contemplar. Como fue agradable entrar en una tienda antigua, con una enorme escultura de madera, donde un amable hombre me invitó a probar diferentes tipos de sakes que ellos mismos fabricaban. Encontré, por fin, un sake dulce y me llevé una botella.
Coche y un poco de autopista, un poco de carretera, y llegamos a Onomichi. Desde la habitación del hotel se ve el mar, pero parece un río, de tan cerca que se encuentra una de las mil islas contenidas en el mar interior: Mukaishima. Caminamos junto al mar, como si caminásemos a orillas de un río hasta encontrar un lugar donde cenar. Y cenamos bien.

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