Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

30 abril 2006

Sempo Sugihara

Sempo Sugihara nació el 1 de enero de 1900 en Yaotsu, Prefectura de Gifu, Japón. Parece que su padre quiso que siguiese sus pasos, convirtiéndose en médico, pero logró entrar finalmente en la Universidad Waseda, de Nagoya, donde se licenció en literatura inglesa.
En 1919 logró un puesto en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Su primer destino, en 1924 fue Harbin, China donde estudio ruso y alemán. Allí se casó con una mujer rusa, de la que se divorció posteriormente, en 1935.
En 1932 fue nombrado Cónsul del ministerio de asuntos exteriores del gobierno de Manchuria. Tomó parte en las negociaciones con la Unión Soviética sobre el ferrocarril de Manchuria. Renuncio a su puesto en protesta por el trato dado por el gobierno japonés a la población local china.
En 1935 regresa a Japón y se casa con Yukiko Kikuchi.
En 1937 se traslada a Helsinki, donde trabaja de traductor para el Departamento de Información del Ministerio de Asuntos Exteriores japonés.
En marzo de 1939, fue enviado a Kaunas, capital de Lituania, para abrir un servicio consular y encargarse él mismo. Kaunas era un punto estratégico entre la Unión Soviética y Alemania. Parte de su labor consistía en informar al gobierno japonés de los movimientos de tropas soviéticas y alemanas. Parece ser que también cooperó con el servicio secreto polaco como parte de un plan de cooperación más grande entre los dos gobiernos
Sugihara apenas se había asentado en su nuevo puesto cuando los ejércitos nazis invadieron Polonia y una ola de refugiados judíos se movilizó hacia Lituania. Consigo llevaban escalofriantes historias acerca de las atrocidades alemanas cometidas con la población judía. Lituania, hasta el momento de la guerra, había sido un enclave relativamente tranquilo y próspero para los judíos, la mayoría de los cuales no habían creído del todo el alcance del plan de exterminio nazi que se estaba llevando a cabo en Polonia. Hugh Thomas, en “Una Historia Inacabada del Mundo” cuenta como los judíos que lograban huir y llegar a Inglaterra contando las monstruosidades que estaban ocurriendo en los campos de concentración, no eran creídos por los aliados.
Los refugiados trataban de explicar que estaban siendo asesinados en masa, pero los judíos de Lituania continuaban con sus vidas normales, ignorando las amenazas. Las cosas comenzaron a cambiar en de junio de 1940, cuando los soviéticos invadieron Lituania. Paralelamente, los alemanas iban aumentando su dominio en el este de Europa. Los soviéticos permitirían a los judíos polacos emigrar fuera de Lituania a través de la Unión Soviética únicamente si disponían de visados.
En ese terrible contexto, el Cónsul japonés Sugihara se convirtió en el centro de un desesperado plan de supervivencia. El destino de miles de familias dependía ahora de su decisión. En julio de 1940, las autoridades soviéticas ordenaron a las embajadas extranjeras que abandonaran Kaunas. Casi todas obedecieron de inmediato. Sugihara, en cambio, logró extender su estadía otras tres semanas. Exceptuando a Jan Zwartendijk, el Cónsul Honorario holandés, Chiune Sugihara era ahora el único cónsul extranjero que quedaba en la capital lituana.
La última oportunidad que les quedaba a los refugiados polacos eran dos colonias de Holanda en el Caribe, las islas de Curaçao y Guyana Holandesa (hoy Surinam). Allí no se exigían condiciones demasiado rigurosas para lograr entrar. El Cónsul holandés había obtenido una autorización para sellar sus pasaportes con permisos de entrada. Pero para llegar a estas islas los refugiados necesitaban atravesar la Unión Soviética, cuyo cónsul accedió a dejarlos pasar bajo una condición: además del permiso de entrada holandés, necesitarían obtener una visa de tránsito del consulado japonés, ya que para llegar a las islas debían atravesar el imperio nipón.
A finales de julio, Chiune Sugihara y su familia amanecieron con una multitud de refugiados polacos reunidos fuera del consulado. Desesperados ante la inminente llegada de los nazis, los refugiados sabían que su única escapatoria pasaba por huir hacia el este, via Japón. Chiune Sugihara se sintió tocado por la urgencia de los refugiados. Sin embargo, no contaba con el permiso oficial de su gobierno para emitir cientos de visas. Las tres veces que Sugihara solicitó autorización para emitir visas, recibió la misma negativa del Ministerio del Exterior en Tokio. El gobierno japonés mantenía una estricta neutralidad respecto a los judíos y solo otorgaba visados cuando se demostraba que había motivos justificados para ello. Discutió entonces la cuestión con su esposa e hijos. Limitado por la obediencia (había sido educado bajo la estricta y tradicional disciplina japonesa), sentía el deber de ayudar al necesitado. Era consciente de que desafiar las órdenes de sus superiores le podrían acarrear el ser despedido y deshonrado. Esto repercutiría en la situación económica y en el honor de su familia. Temió por la vida de su esposa, Yukiko, y por las de sus hijos pero, finalmente, obedeció al mandato de su conciencia: Firmaría los visados sin contar con el permiso de Tokio.
Desde el 31 de julio hasta el 28 de agosto de 1940, Sempo y Yukiko Sugihara pasaron interminables horas escribiendo y firmando visas a mano. Sin detenerse siquiera para comer, Sugihara decidió no perder un solo minuto de tiempo. La gente aguardaba el permiso de tránsito haciendo fila durante el día y la noche. Cientos de postulantes se transformaron en miles. Sugihara trabajaba contra el reloj: sabía que no pasaría mucho tiempo hasta que lo forzaran a cerrar el consulado y abandonar Lituania. Continuó emitiendo documentos incluso hasta el momento de la partida del tren que lo llevaría desde Kovno hasta Berlín, el 1º de septiembre de 1940. Cuando el tren dejó la estación, le entregó su sello oficial a un refugiado, quien así podría salvar a otros judíos.
Una vez que recibían sus visas, los refugiados no tardaban en trasladarse a Moscú en tren, y de ahí a Vladivostok en el ferrocarril transiberiano. Desde allí, la mayoría continuó hacia Kobe (en donde había una importante comunidad judía), Japón, ciudad en la que se les permitió permanecer por varios meses. Luego fueron enviados a Shangai, China.
Miles de judíos polacos con las visas de Sugihara sobrevivieron bajo la protección del gobierno japonés en Shangai. Alrededor de seis mil refugiados huyeron a Japón, China y otros países en los meses subsiguientes. Habían escapado del Holocausto. El gobierno alemán presionó al japonés para que detuviese o eliminase los judíos huidos, pero éste ultimo gobierno los protegió. En “The Fugu Plan”, un libro publicado en 1930 sobre el plan Fugu, se habla de la posibilidad de que un banquero judío americano de Nueva York, prestase una considerable suma de dinero al gobierno japonés durante la guerra ruso japonesa de 1905. El agradecimiento nipón podría estar detrás de la protección ofrecida.
Al terminar su labor en Lituania, el Ministerio de Asuntos Exteriores decidió posponer una sanción a Sugihara ante la necesidad de sus servicios. Así, fue enviado al consulado general en Praga, en 1941 y posteriormente a Bucarest. Cuando las tropas soviéticas entraron en Rumania, Sugihara y su familia fueron encarcelados. Liberados año y medio más tarde, regresaron a Japón en 1946
En 1947 renunció a su cargo. Oficialmente se trató de una reorganización tras el final de la guerra. Algunas fuentes hablan de que fue obligado a ello por la desobediencia que había cometido. En un principio solo encontró trabajo de media jornada como traductor e intérprete. Se estableció en Fujisawa, preceptura de Kanagawa. Trabajó en una compañía exportadora. Estuvo trabajando en Moscú durante dos décadas. Empleó entonces un seudónimo para evitar que las autoridades soviéticas le reconociesen como uno de los negociadores en el tema del ferrocarril de Manchuria
Jehoshua Nishri, uno de los supervivientes de Lituania logró contactar con él en 1968. Tenía diez años cuando logró salir del país con uno de aquellos visados. Sugihara fue invitado a visitar Israel al año siguiente. Fue galardonado por este país con el Premio Yad Vashem en 1985.
Murió en 1986 en Tokio. Lo que hoy sabemos de su gesta se lo debemos, fundamentalmente, a los testimonios de su esposa y de su hijo mayor, Hiroki. Posteriormente, en 1991, el gobierno japonés informó a su familia, él ya había muerto, de que su cese fue parte de un programa de reestructuración del Ministerio. Hace muy poco, a finales de marzo de 2006, el Ministerio de Asuntos Exteriores japonés emitió un comunicado en el que explicaba que no había evidencias de sanciones disciplinarias por sus actividades en Lituania)
Existe una calle Sugihara en Kaunas y Vilnius, en Lituania y el asteroide 25893 se llama asteroide Sugihara. Existen, igualmente, un documental sobre las actividades de Sugihara en Lituana y una película realizada por un tal Donahue en 1997 “Visas and Virtue”.


Y en el año 2000, en la ciudad de Yaotsu, en la preceptura de Gifu, se inauguró la Humanity Hill.
Por este último punto es por donde yo he entrado en la historia que acabo de resumir. En uno de mis primeros paseos en bicicleta encontré un parque, con un monumento y un edificio que parecía ser un museo pequeño: La “Humanity Hill”.

Saliendo de Yaoutsu, en una colina desde la que se divisa el pueblo y el río. Un día leí en algún lugar que el monumento y el parque estaban dedicados a un hombre que había salvado a muchos judíos de caer en las garras de los asesinos nazis. Esta es la historia.






Estas fotos fueron tomados en la "Humanity Hill" en abril de 2006

28 abril 2006

Kyoto (otra vez) y Nara



Domingo 16 de abril

Un fin de semana de viajar, de un vivir un poco más intenso, de poner el cuerpo y la mente en movimiento. Mamen se fue en tren, con Felipe y Paloma, el miércoles a Kyoto. Yo me quede cumpliendo mis obligaciones contractuales con la empresa que me otorga tantos beneficios (por lo menos en lo económico). El viernes me tome un día libre, el que me sobraba del año fiscal anterior (terminaba el 31 de marzo) y lo añadí al fin de semana. El viernes por la mañana, sin prisa, salí con el coche hacia Kyoto. El tiempo soleado y casi caluroso del pueblo se fue trastocando y conforme avanzaba por la autopista (hay una cadena montañosa que ésta atraviesa casi sin apreciarlo) el cielo se fue oscureciendo y la temperatura bajando. Pero era un día ganado al trabajo, y eso es siempre una victoria. Haga el tiempo que haga.
En Kyoto deje el coche en el aparcamiento del hotel y me fui al centro. Me encontré con Mamen y fuimos a comer algo a un sitio recogido, con ambiente occidental, pero con comida sencilla, de mediodía. No estaba mal. Un par de mesas y una barra con una parroquiana que enseguida se acerco para tratar de ayudarnos a entender las explicaciones de la mujer que atendía el local. Como suele ocurrir, cuando un japonés sabe un poco de inglés, utiliza las pocas palabras de que dispone con solicitud, aunque en nuestro caso se trata, casi siempre de un ejercicio inútil. Nos sueltan, es un ejemplo, una horrible parrafada y entonces alguien traduce una de las pocas palabras que hemos entendido. Una de esas palabras sencillas que son las primeras que uno aprende en otra lengua. Por ejemplo, sencillo, o barato, o sabroso, o pescado.
Terminada la comida nos encontramos con Felipe y Paloma y caminamos por Gion. Caminamos por las calles adoquinadas, Sannen-zaka y Ninnen-zaka, cubiertas por hojas caídas de los cerezos. Llegamos al parque de Maruyama donde la explosión de cerezos en flor alcanza su apogeo. Se trata realmente de una exuberancia de colores, desde el blanco discreto a un rosa que llama la atención. Los japoneses no paran de hablar de los cerezos, sakuras, y del hanami, mirar las flores. A pesar del día, desapacible, amenazando lluvia y con algo de frío, la gente paseaba, hacia picnic sobre plásticos colocados sobre el suelo. Todo muy armónico, sin estridencias, sin gente molestando. Como suele ser este país. Seguimos caminando y entramos en la zona moderna de la ciudad. Coches, tiendas, ambiente de gran ciudad. Esto me fascina de Kyoto. Tiene el encanto y la belleza de los rincones que el tiempo han sabido embellecer, pero a su vez conserva la vitalidad de una ciudad que ha crecido, que esta viva, que es mas que un museo.


Al respecto releo las líneas escritas por Alex Kerr en “Lost Japan”. Dice este caballero, que ha vivido bastantes años en este país, que en contraste con Europa, las novedades llegaron a Japón (y también a China) en una oleado de modas. Estos cambios llegaron de culturas completamente diferentes. Por lo tanto, la ropa y la arquitectura moderna, por poner los ejemplos que cita Kerr, no tienen nada que ver con la cultura asiática tradicional. Los japoneses, afirma, pueden admirar los templos de Kyoto o Nara e incluso considerarlos hermosos, pero saben que no tienen un punto de conexión con su vida moderna. Estos lugares se han convertido en parques temáticos, en lugares de ilusión. A continuación realiza una reflexión sobre la biblioteca de Kameoka, una ciudad japonesa donde él mismo ha vivido. Dice que los estudiantes que visitan este biblioteca se sentirían a gusto si visitaran la biblioteca de Merton, en Oxford, un lugar construido hace setecientos años en un país lejano, con una historia ajena. Sin embargo, esta biblioteca de Merton no tiene nada que ver con las salas donde se almacenan los textos budistas, más cercanos en su historia y en su geografía. Me ha parecido una reflexión muy interesante que vuelve a tocar el tema de la penetración de la cultura occidental en este país, de su fácil y rápida asimilación en muchos aspectos.
Cruzamos el río, el Kamogawa, y estamos en Pontocho. Tercera vez que vengo a Kioto y todavía no conocía esta zona. Un lugar con encanto, con gran cantidad de restaurantes y tranquilos bares. Tomamos un café y unos bollos en un lugar de corte occidental para amansar un poco el cansancio. Luego seguimos paseando por la zona techada, por esas galerías comerciales con tiendas curiosas y gente aun más estrambótica. Para ellos, es algo mucho mas excitante que para nosotros.
Para cenar nos guiamos por el instinto. Y funciona. Atravesamos un pasillo de madera y luces indirectas, que se proyectaba en un reducido espacio de la calle, y entramos en un restaurante creado a base de pasillos y salas separadas por puertas de paneles. Yakiniku sabroso y de buen precio. Cena agradable que se prolonga hasta el sake. Este me ha parecido a mi menos seco, más suave que experiencias anteriores. Al terminar, un taxi y al hotel.




El sábado amanece nublado y chispeando. Después de un desayuno con tostadas y café cerca del hotel, vamos a Nijoo jinja. Se trata de un edificio amplio, pero discreto desde fuera, construido a principios del siglo XVII como posada para los señores feudales que iban a visitar al emperador (Kyoto fue capital imperial desde finales del siglo VIII hasta la restauración Meiji, en 1868). El lugar en cuestión está lleno de trucos para descubrir posibles espías, de pasadizos, de puertas escondidas, de escaleras que se esconden. La visita exige cita previa pero con un poco de cuento logramos vencer su suspicacia. La visita es guiada, dura una hora, durante la cual una tremenda perorata en japonés, claro pero rápido, nos explica los detalles de cada rincón de la casa. A veces desespera un poco, por la lentitud, pero la vivienda en cuestión es curiosa.
Un paseo por el mercado de Nishiki-koji, donde se vende comida preparada y sin preparar, cuchillos (autenticas obras de artesanía con el sello de sus maestros, precios nunca vistos), especias, encurtidos y mil cosas mas de nombre ignorado y utilidad igualmente desconocida, antes de regresar al hotel y poner rumbo a Nara.
Después de una pesada hora de carretera para recorrer cuarenta kilómetros, podemos dejar el coche en el aparcamiento del hotel y tomar posesión de las habitaciones. Lujo decadente, rasgado, descolorido. Pero correcto. Tomamos un taxi hacia el centro de la ciudad. Hace rato que ha comenzado a llover y la luz menguada destila una sensación de tristeza.
Nara fue el primer intento unificador de los primitivos clanes asentados en terreno japonés. Estamos hablando del siglo VI. Cuando llegan de China y de Corea influencias decisivas: la escritura, la religión budistas, las ideas chinas sobre la administración de la cosa pública. Nosotros, en pleno siglo XXI, paseamos por el templo de Kofukuji, con la luz de las farolas abriendo silenciosos huecos en una tarde mortecina y gris. La imponente pagoda de cinco pisos, que pertenece al templo, se convierte en una mole de madera oscura se hace ver a pesar de la oscuridad creciente. Felipe se ha comprado un libro para que le pongan los sellos de los templos y hacemos la correspondiente peregrinación en el de Kofukuji, que ya no podemos visitar por lo intempestivo de la hora. Es fascinante ver como las manos expertas dibujan el kanji, mojan la pluma en el tintero, aprietan o aflojan el trazo según las exigencias del propio ideograma.
Cenamos en un local, escogido al azar, donde Maki, el camarero, no deja de preguntarnos cosas sobre España y frases en español. La comida, edon, es la primera vez que la pruebo y que escucho de su existencia. Consiste en sumergir los platos tradicionales en una especie de sopa. Por ejemplo el takoyaki de Osaka, o los guioza o las setas. El aspecto es poco apetecible, pues las cosas se reblandecen, como las croquetas, pero el sabor de las sopas es sabroso. Mucha cerveza y sake ayudan a despejar la cabeza de preocupaciones.



El domingo el sol se atreve a desalojar las nubes, ofreciéndonos una luz anhelada. La temperatura sube hasta lo agradable y el paraguas se queda en el coche. Caminamos por una amplia zona verde, algo inusual en el Japón conocido por este viajero. Ciervos sueltos conviven con los paseantes, quienes les alimentan con galletas en forma de hostia. Los niños se asustan ante la arrogancia de los animales, de su falta de miedo a la hora de reclamar mas comida. El templo de Todai-ji es un recinto que comienza con la puerta de Nandai-mon. Sencillamente espectacular. Caminamos por una ancha avenida, rodeados de verde y de ciervos nada tímidos, y vemos la sala del templo, la Daibutsuen. Un edificio de madera bastante grande, aunque parece que fue incluso más grande en el tiempo en que fue construido (mediados del siglo VI). Es un enorme recinto de madera (el más grande del mundo, reza nuestra guía) dentro del cual hay una estatua de Buda gigante. El gran Buda, Daibutso, a pesar de encontrarse sentado en la posición del loto, mide quince metros de alto. Muchos turistas, algunos occidentales que aprovechan la Semana Santa de las tierras cristianas. Como nuestros amigos.
Salimos del templo y caminamos hacia el parque de Yoshikien. Un lugar agradable, poco concurrido, donde nos dejamos llevar por sus senderos hasta llegar a una casa de te. Una construcción diáfana, limpia, donde solo el suelo de tatami y las paredes de panelas configuran una estructura que relaja la vista. Alrededor verde y silencio. Por encima de este lugar tan tranquilo un cielo azul vigoroso, moteado de blancas nubes que no se atreven a contestar un día de primavera. Este jardín se compone de dos jardines: el jardín Moss, donde está la casa de té y el Pond, donde hay un estanque, con carpas, como no, junto a otra casa parecida a la de té. También cerrada, solo se puede contemplar desde fuera. Una estructura similar.

Pronto, nos recogemos y nos subimos al coche para regresar al pueblo. Hay que volver a desandar el camino hacia Kyoto, que vuelve a ser una pesadez de lentitud. Acercándonos a Kyoto el día se vuelve a estropear y la lluvia vuelve a visitarnos. Llegamos a casa sin más novedad y nos preparamos una cena improvisada. Mañana, Felipe y Paloma se van en tren a Tokio, de donde regresaran a España el viernes. En conjunto han sido unos días muy agradables los que hemos pasado con ellos. Y con los quesos y vinos que han traído para animar un poco nuestras orientales cenas y nuestras hispánicas tertulias.


20 abril 2006

FRAGMENTOS DEL DIARIO. SHIRAKAWA Y TAKAYAMA



Lunes 10 de abril

Hoy me ha costado mucho despertarme. Muchísimo. Tal vez me he contagiado del espíritu de las vacaciones de nuestros amigos, o es que el influjo maligno de la primavera y sus cambios de tiempo y consiguientes cambios de presión siguen atenazándome, fatigándome sin piedad. Quizá el fin de semana, intenso, distinto, también ha tenido algo que decir. Y al final, el monstruo de la desmotivación recorriendo mi espalda hasta hacer saltar chispas en remotos lugares de mi cerebro, tan solo con ver aquellos planos pendientes de verificar. Con el sueño intenso que hace más denso el aire, el tiempo, las palabras, con el deseo, casi irreprimible, cultura obliga, de volver a la cama, de dejar al cuerpo que se recomponga, Watanabe se ha acercado a mi mesa y me ha dicho algo de los planos. Chikamatsu se fue el domingo a España para seguir con las medidas del coche de demostración y durante tres semanas no lo voy a ver. Lo cual no es algo que me apene, la verdad. Así que Watanabe es mi interlocutor con el mundo japonés. Por la tarde ha venido un proveedor para que veamos una pieza, una placa metálica doblada y taladrada, que servirá de soporte a una de las piezas del sistema. Poesía pura. Un señor mayor y arrugado al que Watanabe san me ha presentado como el gerente de la empresa. Una empresa pequeña, supongo, de mecanizados y prensas, de esas que soportan los vaivenes y las presiones del sector de la automoción al final de la cadena y que son las que mas capacidad de absorción tienen. Una empresa con planos manchados de huellas grasientas, con viruta metálica por el suelo, con operarios de rostro apático, con ordenadores que amarillean, con carteles explicativos de sus logros, con máquinas de café siderales. El gerente, con un uniforme color verde claro, me saluda brevemente y se centra en explicarnos como pueden hacer la pieza. Sus manos, arrugadas, tienen muchos años de trabajos manuales detrás de las durezas que asoman al perfilar una cota del plano. Los cambios que proponen no afectan a la funcionalidad del trasto así que valen. Que tristeza de gente, empezando por mí, un errático ser deambulando por el oscuro mundo de las fábricas, el aceite y los proveedores oprimidos. Deberían ser los primeros en iniciar una revolución industrio-social, para eliminar las presiones del sistema económico imperante. Por un mundo más hermoso, más tranquilo, debería ser el lema de la revuelta. Todos los proveedores de tornillos, de mecanizados, esas empresas pequeñas que sobreviven trabajando cuando haga falta para satisfacer no solo las necesidades de las grandes industrias de automoción, sino también de los caprichos y meteduras de pata de los ingenieros situados por encima de ellos, todos ellos deberían empezar a matizar las condiciones que les llegan desde arriba. Guerra a los compradores que siempre llegan con un pedido fuera de plazo, con una exigencia de reducción de costes desmesurada. Todo eso, ¿para qué? ¿Para que los coches bajen un poco de precio? ¿Para poder meter mas accesorios por el mismo precio? Para que luego el proveedor oprimido vaya el sábado por la tarde al concesionario, en un rato libre, y pueda comprarse un cochazo con el que ir cada día a su fábrica, y dejarlo las doce horas de la jornada laboral en un aparcamiento. Es España las cosas son un poco menos exageradas, pero la filosofía de fondo es la misma. En fin, mal día para ir a trabajar y para reflexionar sobre mi posición exacta, milimétrica, en un mundo que se agita, pero no llega a las convulsiones finales. De momento.



El fin de semana llegaron Felipe y Paloma. Van a pasar unos días con nosotros y luego se van a Tokio, desde donde vuelan de regreso a España. Fuimos a buscarlos al aeropuerto y como venía también un amigo de la hermana de Mamen (el mismo al que le hice la consulta sobre nuestro contencioso con el tipo de Recursos Humanos de Pamplona) y su mujer que se quedaban en Nagoya, dejamos el coche en la ciudad y paseamos un poco. El día había amanecido soleado, pero conforme avanzaban las horas una extraña y desasosegante turbiedad se apodero del aire. Un cielo enrarecido, grisáceo, denso en el que un viento frío se movía de un lado para otro con extrañas intenciones. O al menos así me lo pareció a mí. Hoy, en la clase de japonés, Marisa nos ha explicado que fue viento del Gobi, que traía consigo arena del desierto. Lo cierto es que dejó el coche sucio como si hubiese rodado por pistas de tierra. Tierra del Gobi. Aroma del desierto transportado a la ciudad japonesa. Luego de enseñarles un poco el centro y de comer algo de tempura, de tomarnos un café tranquilo mientras charlábamos y veíamos a las japonesas recomponerse el maquillaje, retocarse el peinado, situarse la ceja postiza, regresamos a casa. Cenamos en el Izakaya del centro de Kani, bastante bien, por cierto.

El domingo arrancamos tarde, ellos con el cansancio del cambio de hora, nosotros, con la pereza del fin de semana. Cogimos el coche, y aprovechando un precioso día de sol, subimos hacia el norte. Primero fuimos a las aldeas Shirakawa. La temperatura iba bajando conforme la autopista se sumergía por entre las montañas, para ir ganando altura lentamente. Luego, nos desviamos por una carretera que avanzaba en un valle, siempre al lado de un río, ancho y de color verdoso, que periódicamente era represado de manera artificial. Un paisaje de montaña agradable, con un cielo azul que ya no arrastraba fragmentos del desierto, sino aire limpio. Metáforas cuya interpretación se me escapa.
Shirakawa es un conjunto de aldeas construidas en una zona inhóspita, donde en invierno el frío y la nieve hacen de la vida algo duro. Hoy en día, más volcadas en el turismo que en otra cosa, no creo que las cosas sean como antaño. Dejamos el coche y paseamos por Ogimachi, la aldea que más casas tradicionales tiene. Estas casas, las Gasshoo-zukuri (manos que rezan) tienen unos tejados bastante inclinados formados por una compacta y gruesa capa de paja prensada.. Una aldea que es como un gran museo al aire libre donde no faltan las tiendas. Y los turistas, en cantidades industriales. Pero aun así, es agradable pasear por entre las casas de madera de altos tejados afilados contra el cielo. Entramos en el Museo del Templo de Myozen-ji. Se entra por la vivienda anexa al propio templo, que es más grande que éste último. El humo del fuego que emplean para cocinar y para calentar, asciende por un sistema de rejillas en el suelo y llena toda la casa. El propósito, además de dar algo de calor es el de mantener en buen estado el tejado de madera y paja (no emplean clavos para unir las vigas de madera). Subimos por empinadas escaleras y podemos contemplar todo la estructura de la casa, la compleja y laboriosa construcción, artesanal, del tejado. Cientos de instrumentos de nombre desconocido y aplicación misteriosa, probablemente relacionados con las labores del campo, se apilan por todas partes. Una de las actividades principales en esta aldea es la cría de gusanos de seda. Subimos hasta tres pisos dentro de un tejado casi vertical, con el humo ascendiendo a través del suelo de madera. En el templo, budista, más pequeño que la vivienda, con el suelo frío, termina la visita. El humo de la casa se pega a la ropa, se instala con insistencia en la nariz y el aire fresco de la calle se agradece. Seguimos paseando por el pueblo, comiendo pinchos de carne, de masa de patata, de masa de arroz prensada. Sabrosos sabores que el sol de la tarde en la montaña con el tiempo corriendo de nuestro lado, amplifica la sensación de bienestar que se ha ido apoderando de nosotros.
Hacia el sur se ve una montaña alta, orgullosa, escondida con un abrigo de nieve que camufla sus formas con discreción. Una carretera parece abrirse paso hasta su cumbre. Habrá que volver para subir un poco mas arriba en verano. Luz intensa por todas partes.
Tomamos el coche y ponemos rumbo a Takayama. La noche ha ido cayendo lánguidamente mientras nos acercábamos y la oscuridad es total cuando ya llegamos: las seis y media. El frío baja con rapidez. Paseamos por el barrio de San-machi Suji. Calles de casas de madera, de antiguas tiendas de comerciantes. Pero ahora todo se encuentra cerrado y oscuro. Apenas se tropieza uno sino con algún otro despistado turista. Caminamos hacia el río, pero el hambre aprieta (no hemos comido, hemos hecho un horario un tanto extravagante y ahora podemos normalizar nuestro tiempo con el del resto de los mortales nipones). Guío al grupo hasta el restaurante de yakiniku donde estuve con mis compañeros de trabajo hace apenas dos semanas. Cuesta encontrarlo, pero aparece por fin. Cenamos muy bien, sabroso, abundante y con un precio más que razonable. Me encuentro a gusto, charlando, comiendo, dejando que el tiempo se evapore lentamente y que el aroma final se pose en recuerdos agradables. Pero regresando hacia el coche, de pronto, el recuerdo de que es domingo, de que son las ocho y media de la tarde, o de la noche, me estalla en algún lugar remoto de la conciencia adulta y me deja un sabor amargo sobre la cena.
Poco menos de dos horas de carretera, sin tráfico, y estamos en casa.