Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

11 enero 2006

Viaje a Hong Kong (Noviembre 2005)





Domingo 27 de noviembre

El viajero se despoja lentamente, con cierta desgana, de su otra identidad, a saber, la de nómada, la de trotamundos, para ir asumiendo poco a poco esa otra bajo la cual le reconoce la mayor parte de la gente con la que se relaciona. Un mundo intenso que se desvanece y del que quedan recuerdos, vivencias, muchas fotos, unas maletas a medio deshacer, y una intensa sensación de vida que acompaña al viajero en sus primeros quehaceres por su hogar y alrededores. Un domingo en que la cama de aquella habitación, diminuta pero acogedora, del hotel en Central, en la isla de Hong Kong, ya no está, y es ahora el tatami de siempre. Bueno, del último año. Al menos queda el consuelo de que el mundo circundante, más rural, más conocido, sigue conservando un cierto exotismo latente. Un desayuno en la cocina, con el recuerdo fresco de aquella terraza que preludiaba un día de intenso caminar, de fotos y fotos, de ver cosas nuevas. Una salida en bicicleta con el cansancio arrastrando en las primeras rampas de estas montañas japonesas. Cansancio cincelado en los pies y en las piernas a base de recorrer las calles de Kowloon, de la isla de Hong Kong desde Central a Causeway Bay, de caminar por la isla de Lamma o por las tranquilas calles de Stanley, de internarnos en el autobús camino de los Nuevos Territorios. Todo eso es ya pasado. Esos momentos de intensidad brutal, como esa terraza en Macao, con las luces de neón alumbrando una calle con reminiscencias coloniales portuguesas, pero desbordadas de carteles en chino, sintiendo una bocanada de un aire intenso, cargado de siglos, de vivencias de otros caminantes, de pensamientos de otros viajeros. He hecho una foto con el pasaporte y la guía del Lonely Planet de China. Un icono de este viaje. Un símbolo al que solo le faltan las zapatillas, que la prudencia me impidió colocar sobre la mesa del café, para incluir en la fotografía.
Mañana volveré al trabajo, rodeado de mis compañeros japoneses, pero mi cabeza seguirá cargada de recuerdos sobre aquel viaje que tantos buenos momentos, a pesar del cansancio, nos ha deparado.

Todo comenzó hace una semana. El domingo, después de un sábado de paseo en bicicleta y preparación de maletas, el despertador sonó muy pronto. El principal problema que encuentro al nuevo aeropuerto de Nagoya, el llamado Centrair, es que necesitamos dos horas de tren para llegar hasta él. Total, que para despegar a las diez de la mañana, tuvimos que despertarnos a las cinco y media. Pero el sueño se difumina con una siesta mientras volamos hacia el oeste. Mamen no logra vencer ese miedo a despegar y aterrizar, pero no por ello renuncia al placer de los viajes. Recuerdo que yo también tenía miedo a volar antes de empezar a trabajar. Pero los cientos y cientos de vuelos, de despegues y aterrizajes para ir a una reunión, a visitar un cliente o una fábrica, fueron desbrozando ese miedo y hoy en día no es un problema para mí. Es cierto que tanto volar para trabajar le ha ido puliendo el encanto a los aeropuertos.
Y aterrizar en el nuevo aeropuerto de Hong Kong, situado en la isla de Lantau. Parece ser que hasta hace poco se aterrizaba en un estrecho y peligroso aeropuerto ubicado en la isla de Hong Kong. Trámite de pasaportes, donde por cierto, al escanearme la hojita que he tenido que rellenar para entrar, me escanean igualmente el visado de trabajo en Japón (¿para qué?; al entrar de nuevo en Hong Kong, de regreso de Macao, vuelven a hacer los mismo los funcionarios de aduanas), recogida de maletas y a tomar el tren hacia el hotel. Un servicio rápido y cómodo que nos da una idea de por donde anda el espíritu de los servicios en estas tierras. Hong Kong ya no es una colonia británica. En 1997 fue devuelta a China, a pesar de que no es una provincia China como otra cualquiera. Su estatuto de Región Administrativa Especial, le permite vivir de la economía de mercado. Un país, dos sistemas, parece ser el lema elegido. Tiene su propia moneda y si el viajero quisiese entrar en la China continental necesitaría un visado.
Pronto la verticalidad, algo que se mete en la cabeza del viajero conforme los inmensos y esbeltos edificios comienzan a brotar de las faldas de las montañas, empieza a poblarlo todo. No es como Sydney o Tokio, donde los grandes rascacielos son los edificios de las grandes empresas o corporaciones financieras. No. Aquí, la gente vive en bloques de viviendas de más de treinta pisos. Por eso uno mira por la ventanilla mientras el moderno tren avanza a gran velocidad y solo ve enormes edificios de viviendas, sobre todo al acercarnos a Tsing Yi, antes de entrar en tierra continental. Y al otro lado, un vasto paisaje poblado por cientos de grúas, montañas de contenedores en lo que parece ser un gigantesco puerto de carga. Todo es grande, todo es vertical en este lugar nuevo a los ojos de este viajero ávido de conocer. También se ven amplias colinas con vegetación, pero sin árboles. En Japón es difícil ver algo así, siempre la corteza de los árboles desdibuja los contornos de la tierra que esconden bajo sí.
El tren termina su trayecto después de cruzar bajo el mar y dejarnos en la isla de Hong Kong, Cambiamos de línea y tomamos el metro para apearnos en Sheung Wang. Aquí salimos con gran curiosidad a la superficie. Y caminamos buscando nuestro hotel, en la Hollywood Road, atravesando calles atestadas de gentes que se mueven con cierta prisa, tiendas llenas de productos que luego resultan ser comida seca, cangrejos vivos, algunos ya recolocados con cintas vegetales para impedir los movimientos de sus patas, gente que vende, que ordena raíces, nidos de pájaros, aletas de tiburón. Olores y colores que saltan de las tiendas, orientadas a la calle, a la gente. Y como en Japón, muchas luces de neón. Un barrio con enormes edificios de viviendas, que vistos de cerca ofrecen un descuidado aspecto. Más Asia que Occidente. Al fondo, cerca del mar, muchos elegantes rascacielos de metal y vidrio. El centro financiero y económico de esta metrópoli. ¿Más occidente que Asia?
Lo primero que se agradece, es que todos los carteles informativos están escritos en chino y en inglés. Según la guía, el idioma hablado en esta zona de China es el cantones; en el resto de China, parece que es el mandarín el más extendido. La escritura es la misma, y solo varia la manera en que se pronuncian las palabras. Lo que nos ha resultado menos chocante que para un occidental recién llegado, es el haber estado viviendo durante un año en un país que también emplea los kanjis, los mismos, en su escritura. Aquí no hay hiragana ni katakana, pero, por ejemplo, cuando escriben norte, lo escriben como lo escribiría un japonés, con lo cual algo, muy poco, podemos entender. Por ejemplo, la calle Beijing Road, escrito en chino contiene los kanjis de norte, capital y carretera. Un japonés, o alguien que entienda kanjis lo puede entender, pero no podría leerlo ni entenderlo oralmente. Así que no ha sido un choque tan grande la escritura en ideogramas. Y menos cuando ya quisiéramos que en Japón hubiese tanta información en inglés, tanta gente que supiese hablar inglés.
El hotel es acogedor, pero las habitaciones son pequeñas. Creo que el metro cuadrado es caro en esta ciudad. Como en Tokio. Esto explica la miniaturización de los establecimientos hoteleros. Pero es una habitación agradable en la que solo dormimos y nos duchamos. Nada más.
Después de registrarnos y dejar las maletas, salimos a pasear un poco. Resulta fascinante esa sensación de tratar de ubicarse, de entender como está distribuida la ciudad. Con el tiempo nos manejábamos sin problemas en los alrededores del hotel.
Paseamos por la Hollywood Road, a media ladera. Hay bastantes tiendas abiertas a pesar de ser un domingo. Muchas tiendas de antigüedades, con reproducciones, suponemos, de piezas de piedra, de barro. Un templo de la época colonial, el Man Mo, clavado en medio de una verticalidad de edificios, como un sumidero de aire. Algo extraño, casi enervante. Es pequeño pero es nuestro primer templo chino. Llaman la atención las espirales de incienso colgando del techo. La decoración no resulta tan exótica después de ver tanto templo budista y sintoísta japonés, pero hay algo que es diferente. Man y Mo son dos deidades taoístas opuestas. Man es el Dios de la literatura y Mo el de la guerra. La caligrafía y la espada. Me recuerda a una película japonesa de estética memorable, de colores fascinantes, pero de nombre irrecuperable de la noche de mis recuerdos.
Seguimos paseando, ya de noche, con una temperatura francamente agradable. En una útil página de internet encontré los pronósticos del tiempo para esta semana. Mínimas de dieciocho grados y máximas de veinticuatro. Pronto descubrimos lo agradable que es visitar Hong Kong en esta época del año. Nos llama la atención que la población local va abrigada, y somos nosotros los únicos que andamos con los brazos al aire, sintiendo la bonanza del clima. Creo que en agosto esto debe ser bastante más duro de soportar. Algo así como aquella escala de dos días que hicimos en Singapur, hace unos años, camino de Australia, donde el clima asfixiante hacia difícil respirar, y nos convertía en maquinas de sudar, aun no realizando ninguna actividad. Eso no nos impidió disfrutar del lugar, pero reconozco que en estas condiciones es mucho más agradable.
Caminando sin rumbo encontramos un mercado callejero y lo atravesamos, sintiendo una marea de gentes que avanzan avasalladoramente en todas direcciones. Siempre tenemos la sensación de estar en medio de trayectorias inescrutables. Ahora, con la perspectiva del tiempo, puedo decir que me ha parecido gente mucho menos amable, más atropellada, más arrogante... que los japoneses. No son necesariamente menos amables o más arrogantes que los españoles, por ejemplo.
Después del mercado, saturados de olores, de la visión ordenada de frutas y verduras, de carnes y pescados, de mariscos vivos encerrados en sarcófagos de cristal para probar su frescura, bajamos hacia una ancha calle surcada por bidimensionales tranvías de dos pisos, autobuses urbanos, en su mayoría igualmente de dos pisos, esos taxis rojos que tanto abundan... El Des Voeux Road Central comunica el Western Market con Central. Y allí un bullicio aterrador de gente que se desborda cuando el semáforo da luz verde a los peatones. Difícil caminar por esas calles atestadas de gentes, que perfilan en su caminar una larga hilera de comercios y grandes almacenes. Terminamos nuestro paseo de inspección regresando hacia el barrio del hotel. Echamos un vistazo a la zona del puerto, pero es poco accesible para mirar hacia la otra orilla, donde se encuentra el continente. Vemos los carteles que nos indican los ferrys a Macao, un destino que posponemos para algún día de esta semana. En el Western Market, un edificio de estilo inglés de principios del siglo pasado (el siglo XX, matizo) fue empleado como mercado de abastos hasta hace poco. Ahora alberga en su interior tiendas y un par de locales de restauración de estómagos. Y en uno de estos cenamos algo ligero, que tanto viaje y cambio de mundos tiende a alterarle a este viajero su delicado estómago. Eso sí, en el local de al lado, especializado en dulces y postres, el viajero no perdona un te de almendras con arroz negro tailandés. Un te que es como una leche de almendras. Sabroso. El viajero se va sintiendo cada vez más un viajero de verdad, despojándose de las últimas escamas que le hacían reconocible como un expatriado sedentario.
Un paseo nocturno para seguir apreciando esas tiendas de comida seca, de productos extraños que uno no imagina se puedan comer. Vemos una especie de lagartijas secas, abiertas en canal y empaladas. No me resultan muy atractivas, la verdad. Gente que mueve cajas, que amarra cangrejos con hábiles movimientos, que ordenar productos extravagantes. Gente que no para de trajinar, como hace una semana, cuando esto solo era un ansia, un proyecto de viaje, y como harán dentro de un mes, cuando este viajero este de nuevo amarrado a su puerto, con la mente puesta en otro destino lejano.





El lunes amanece con ganas. Ganas de echar a andar, a conocer un poco más, de seguir explorando. Una de las mujeres de la limpieza del hotel, nos advierte que no salgamos a la calle así, con manga corta. Con el tiempo comprendemos que nuestra sensibilidad térmica difiere de la de los nativos. Los pronósticos del tiempo daban, para hoy, entre dieciocho y veintitrés grados. Caminamos con calma, con los ojos curiosos, dando un rodeo un tanto aleatorio, hasta los embarcaderos de los ferrys y cruzamos hasta Kowloon, la Hong Kong continental. Allí nos encontramos el criticado Honk Kong Cultural Center, un edificio un poco mazacote y sin ventanas. Esta revestido de esos azulejos que también se emplean en algunos edificios japoneses y que les dan, bajo mi punto de vista, un aspecto grotesco. Caminamos por la Tsim Sha Tsui, dejándonos embargar por la intensa actividad comercial de estas gentes. Hong Kong es, en gran medida, tiendas: gente que compra y gente que vende. Nos dejamos arrastrar un par de veces por esta fiebre compradora, pero poca cosa. Caminamos por la Nathan Road y entramos a comer en un restaurante chino, es decir, un restaurante normal. Pedimos como podemos y no podemos decir que sea algo fascinante. Un amplio comedor, un lugar muy concurrido. Tal vez no nos paramos lo suficiente a consultar la guía lo que queríamos comer. O tal vez eran especialidades regionales de sabe Dios qué parte de China. Luego un café tranquilo, con un dulce para quitar el mal sabor de una sopa de contenido misterioso. Primer y único pinchazo gastronómico en Hong Kong. Uno de los muchos locales de la Pacific Coffee Company, donde hay sofás con orejeras junto a los ventanales que dan a la calle. El sol de la tarde me empieza a adormecer, mientras Mamen consulta su correo electrónico.
Seguimos caminando y nos metemos por unas calles cercanas a Temple Street. Mercado callejero de comestibles. En algunas ocasiones cosas desconocidas, pero muy vistosas. Fotos y fotos. Salimos por el Kowloon Park y seguimos caminando hacia el ferry con calma, buscando calles nuevas.
Anochece y tomamos las famosas escaleras mecánicas que arrancando del De Voeux Road, en Central, suben, en varios tramos hasta la zona del Soho. Una zona de calles estrechas y empinadas, donde abundan los bares y restaurantes recogidos, agradables. Se ven a muchos hombres y mujeres, chinos y occidentales, celebrando el final de una jornada laboral, tal vez estresante de tanta actividad financiera, manejando millones de dólares de Hong Kong con alegría. Restaurantes con diseños modernos, con amplios ventanales que permiten ver la decoración interior. Un ambiente agradable. Caminamos por calles retorcidas hasta llegar a la base desde la que se toma el Peak Tram, el tranvía que sube a lo alto de la montaña. Muchísimos japoneses, a los que solo distinguimos por el habla, esperando subir en uno de los dos trenes que ininterrumpidamente durante horas suben y bajan por una empinada pendiente. Unos vagones suizos de falsa madera ascienden mientras las luces de la ciudad parecen tomar otra dimensión. Lo cierto es que la vista es curiosa. Arriba se puede pasear por un sendero atestado de turistas y de fotógrafos que ofrecen sus servicios en japonés. Busco un hueco para hacer una foto, apoyado en la barandilla. Una japonesa me empuja y me pide perdón en japonés. Le contesto en japonés, daiyobu, no se preocupe, y se queda mirándome perpleja. Sigo con mi tarea de retratar esa vista de la bahía, de aquel desorden de luz que introducen los rascacielos, pero que posee una feroz belleza. Camino hacia el otro lado de la montaña. Se ve Aberdeen o tal vez es Repulse Bay. Mucha menos iluminación en la zona más bien residencial de la isla. Algunos barcos ponen puntos de luz sobre la oscuridad del mar.
Bajamos en otro vagón atiborrado de japonés necesitados de fotografiarlo todo, y llegamos al hotel cerca de las once de la noche. El cansancio esta enmascarado detrás de la ilusión, de la fascinación de haber iniciado la conquista por conocer este lugar, cuyo nombre ha existido desde siempre en mi cabeza. Y se quedo fijado mientras leía El Puerto de los Aromas, libro que me acompaño en mi último viaje de Europa a Japón, cuya trama se desarrollaba en esta colonia. Aunque he de reconocer que no lo encontré especialmente fascinante ni dotado de un estilo hermoso.





Martes. El tiempo pasa y la sensación de poseer los segundos se intensifica. Una intensidad vital que va más allá de lo imaginable. El martes lo elegimos, de manera arbitraria, para visitar la isla de Lama. Es una buena idea. Después de algo más de media hora en ferry, descubriendo la prolongación de esa verticalidad de los edificios de oficinas en viviendas residenciales, desembarcamos en Sok Kwu Wan. Unas pocas casas, unos cuantos restaurantes donde el marisco y algunos peces encerrados en sus jaulas de cristal y agua actúan como reclamos para los turistas. Hay un sendero marcado para atravesar buena parte de la isla andando (no hay coches, ni carreteras) hasta llegar a Yung Shue Wan, desde donde se puede regresar en ferry a Central. Una buena idea para no tener que volver por el mismo camino y poder ver algo más de esta isla. Comienza nuestro paseo con una temperatura muy agradable. Se agradece el silencio limpiando los oídos del paseo de ayer. Es un oasis, preservado por el mar, separado por unos minutos del bullicio de la metrópoli enloquecida. Alguna playa, desierta, vamos dejando a mano derecha. El camino atraviesa un diminuto poblado, apenas diez o doce casas, donde se siente el reposo de unos habitantes que vivirán, supongo, del turismo. Ascendemos y vemos unos cuantos túneles clausurados. Un cartel en ingles nos informa de que fueron construidos por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, para esconder embarcaciones suicidas. Un suave ascenso y a nuestra derecha divisamos un pabellón, moderno, pequeño. Es un cuadrado de cemento con un techo de estilo oriental, sin paredes. Nos sentamos un rato a divisar el brazo de isla donde hemos desembarcado. Es un lugar agradable y tranquilo y uno querría poder sentarse aquí muchos días de su vida para disfrutar del silencio, de la vista que se desparrama por el mar y por las playas distantes. El camino sigue subiendo para llegar a un alto. Allí vemos la otra parte de la isla, dominada toda por las inmensas chimeneas de la central térmica. Un pedazo de isla condenado a soportar una central tan grande, pero me imagino que necesaria para Hong Kong. Por lo menos las chimeneas, perezosas, no vomitan humo ni olores, como hacen todos los días, a todas horas, las horribles chimeneas de la celulosa de Kani. Nos acercamos a otro pabellón, desde el que se divisa el perfil de un trozo de la isla. Precisamente aquel hacía el cual nos dirigimos. Presidida la vista por la enorme central térmica. Me irrita aquella visión, pero me imagino que luego, sentado en el café, me gusta poder leer la prensa o consultar el correo electrónico gracias a Internet. O me gusta ir en metro del aeropuerto a la isla. O tener aire acondicionado cuando hace calor. Sí, me gustan las comodidades, pero no se pueden esconder debajo de la alfombra las centrales térmicas. No hay, de momento, mucha alternativa.
Apenas nos cruzamos con gente. El silencio es agradable de sentir como compañero de este paseo. Bajamos hasta llegar a la playa Hung Shing Yeh Beach. Hay grupos de gente, sentados bajo los árboles. Nosotros nos refugiamos del sol, sentándonos en unas mesas en torno a unos bancos de madera. El sol brilla sobre los reflejos ondulantes del mar. En Kani, mis compañeros estarán encerrados en esos lóbregos edificios, o quizá deambulen por los siniestros talleres con sus sucios uniformes manchados de aceite. Aquí todo es mucho mas hermoso, más silencioso. Tan solo el rumor del agua chocando perezosamente contra la playa, una suave brisa que atenúa el calor y mece los árboles. Demasiado agradable, demasiado irreal. Recuerdo las islas griegas del viaje del año pasado. Cuando estábamos a punto de embarcarnos en este viaje. Cuantos momentos inolvidables. Muchos ligados a comidas o cenas maravillosas, junto al mar. Me gustaría, otra vez, poder sentarme en este banco de madera, y leer algo mientras el sol dibuja espejos irregulares sobre las ondas volubles del mar. Es un momento agradable. Nuevamente. El viajero se siente viajero y con eso parece haber alcanzado un nivel de existencia perfecto que poco mas requiere. Sin complicaciones mentales. Sin necesidad de nuevos planes, de proyectos, de pensar en cambiar de rumbo. Solo el viajero puede disfrutar del presente. Diamantes preciosos que nunca son cegados completamente por la monotonía de los granos de arena, uniformes, que caen pacientemente sobre ellos.
Después de un rato disfrutando de aquel lugar, el hambre nos hace levantarnos y caminar en dirección al otro lugar medianamente civilizado de la isla: Yung Shue Wan. Antes de llegar se ven algunas edificaciones. Pero el no haber coches hace la vida mucho más plácida. En el pueblo, entramos en un restaurante recomendado por el Lonely Planet. Caro, pero comemos muy bien. Mientras escribo esto recuerdo muy bien el momento. Sentados en una mesa, en la terraza, junto al mar. Vemos un trozo de costa que parece digerir un pedazo de mar domesticado. Sobre la mesa sopa de aleta de tiburón (al menos, así me la venden) y unos gambones fritos con trocitos de ajo. Mamen da cuenta de una enorme langosta a la que momentos antes ha visto viva, gracias a un camarero que nos la ha traído en un cubo. In bicho que impone respeto. La comida más cara de todo el viaje. Pero el viajero se ha hecho cómodo, y disfruta con el paladar. ¡Qué momento tan agradable! ¡Qué sucesión de momentos irrepetibles! Al levantarnos un hombre nos saluda. Es catalán y nos pregunta qué tal hemos comido. Casi todos los viajeros españoles, más bien pocos, que encontramos por este mundo tan interesante son o catalanes o vascos. Creo que somos poco curiosos para viajar los españoles. ¿O será que creemos que en España tenemos todo (sol, mar, playa, mujeres, comida, vino) y no merece la pena salir a conocer mundo?
Después de comer, volvemos a subirnos en el ferry, para regresar a Central, con una hermosa vista de la isla de Hong Kong. Me he fijado que los grandes barcos con contenedores, se detienen junto a diques flotantes donde son descargados en barcos más pequeños. El tráfico marítimo es intenso. Un café con un dulce para reafirmar los sabores en el cerebro. Un paseo por algunas calles de Central y de Causeway. En Times Square, en unos grandes almacenes, encontramos una buena librería en inglés, donde aprovechamos a comprar.




El miércoles el cansancio va empezando a advertir que el viajero no camina mucho en su expatriación japonesa. Hoy vamos a Stanley en autobús. Es un recorrido bonito en el que se sube y se baja esa cadena montañosa, que parte la isla en dos. Hay autobuses que van a Abeerden directamente por un túnel, pero el viajero quiere ver, y no tiene prisa por demorarse cuarenta minutos. Stanley es un pequeño lugar, agradable, donde hay menos densidad de edificación. Se ve mucha mansión, mucha vivienda de lujo. Y desde el autobús se ve mucho coche europeo conducido por occidentales. Creo que ya se donde viven aquí los expatriados. O los asentados descendientes de los ingleses. Pasemos por su mercado, pequeño pero animado y agradable. Luego por una zona de costa que han abierto al mar para los paseantes. Un diminuto templo, del que no recuerdo haber anotado el nombre, y poco más. Pero queda el encanto del lugar, la tranquilidad que se respira. Camino hasta la playa de Sant Stephan. Una recogida playa donde una pareja de occidentales toma el sol mientras otra pareja de chinos sacan un catamarán al agua. La vela se hincha de viento y color y se alejan en silencio. El sol calienta de una manera agradable. Es casi triste que todo sea tan hermoso.
Regresamos en autobús a Exchange Square. Caminamos, tomamos un café y algún dulce, y nos sumergimos en el metro para llegar a Tsuen Wan. El metro me llama la atención por lo amplio de sus pasillos, de sus corredores, de sus andenes centrales donde los trenes pasan a ambos lados, protegidos por una cortina de cristal que solo se abre cuando el tren esta totalmente detenido. Dentro, los vagones son totalmente diáfanos, como si uno estuviese metido en el interior del tubo digestivo de un gusano gigante.
En Tsuen Wan, siguiendo las recomendaciones de la guía, visitamos el Sam Tung Uk Museum. Se trata de una rehabilitación de un pueblo hakka amurallado del siglo XVIII. Una construcción baja, de piedra, rodeada por gigantescos bloques de viviendas. Sorprende que después de recorrer quince estaciones de metro, desde Central, uno sigue metido en la ciudad.
Después de media hora de consultar la guía, preguntar a gente por la calle, mirar los carteles informativos situados en la salida del metro, logramos dar con la parada del autobús que menciona la guía. Después de un recorrido largo, subiendo y bajando por montañas de abundante vegetación, llegamos una zona mas llana. Aquí no hay ciudad. Hay casas de aspecto desolador, muchos desguaces de coches, mucha venta de coches caros, usados, de importación (de África, de Japón, se anuncia en artesanales carteles). Antes, se ven muchas instalaciones militares abandonadas. Son viviendas y barracones. Las últimas no están abandonadas y en ellas se ven a los soldados del ejercito chino, con esa gorra de plato que he visto tantas veces en la televisión. Nos bajamos en Kam Tin. Un lugar que no promete nada. Entramos en una tienda a comprar algo de comer. Chocolatinas con polvo adherido al envoltorio, carteles solo en chino. Incluso tenemos problemas para entender el precio. Recuerdo que preguntamos algo por la calle y una joven, con gesto displicente nos dice no, y se aleja de nosotros. Seis helicópteros del ejercito sobrevuelan despacio y a baja altura aquel conjunto de casas.
La guia del Lonely Planet habla de unos pueblos amurallados del siglo XVI. El más cercano a KamTin se llama Kat Hing Wai y por lo que hemos leído, debe merecer la pena el viaje hasta aquí. Pero creo que el que escribió esa parte de la guía no debió visitarlo. Porque creo que, sinceramente, no merece la pena. Unas mujeres, vestidas de negro, (ataviadas con los trajes tradicionales, dice la guía) nos explican con reiteración agresiva que hay que dar un donativo (contradicción lexicológica donde las haya, incluso en inglés) y para ello señalan con agresividad un cartel explicativo. Como solo llevo un billete de diez dólares, una de ellas me cambia. Otra, con caries generalizada, me abre la mano y revisa, con una tacañería deprimente, si me han dado bien el cambio. Damos los dos dólares voluntarios y entramos. Una mujer desdentada nos pregunta con insistencia si queremos hacernos fotos (la guía advierte de que cobran por ello, y no veo razón alguna para hacerme esa foto). El pueblo consiste en unas cuantas casas, con los equipos de aire acondicionado colgando por las ventanas, con muros de cemento o de ladrillo, como si uno entrase en una barriada marginal en alguna gran ciudad europea. No callejeamos; se ve a la legua que no merece la pena. Salimos y de nuevo la desdentada nos pregunta si queremos hacernos fotos con ellas. Salimos desilusionados de lo visto, del tiempo empleado. Creo que voy a escribir a los de la guía para que revisen los comentarios dedicados a este pueblo. Afortunadamente hay un autobús que regresa a Tsuen Wan por una autopista y tarda mucho menos. Ya estamos otra vez en la zona urbanizada. Y volvemos a subirnos al metro, esta vez a eso de las seis y media de la tarde, coincidiendo con el regreso de mucha gente del colegio, del trabajo. Y otra vez nos perdemos en el barullo de calles y gentes, simplemente dejándonos atrapar por la ciudad, buscando un sitio donde reponer fuerzas. Que termina siendo ese restaurante con aspecto de comida rápida del Western Market, a cuyo cocinero deberíamos haber felicitado.



Hoy vamos a Macao. Jueves 24 de noviembre de 2005. Macao es también territorio chino. Fue colonia portuguesa hasta 1999. Pero en la práctica, al igual que Hong Kong, es una Región Administrativa Especial. Tiene, así mismo, su moneda propia, la pataca. Al salir de Hong Kong tenemos que pasar por el control de pasaportes, lo mismo que al desembarcar del ferry en Macao. Una cosa que está muy presente en las fronteras es la información sobre la fiebre aviar. Entrando en Hong Kong nos han tomado la temperatura a distancia, al igual que a todos los pasajeros que veníamos de algún destino asiático. Y se pueden leer muchos carteles con información y advertencias sobre esta enfermedad. De hecho en Hong Kong hay mucha información incluso en la ciudad, y hemos visto propaganda institucional sobre la higiene, sobre la limpieza a la hora de manipular alimentos. Hemos llegado a ver en varios lugares públicos dispensadores de un líquido desinfectante que se evaporaba en poco tiempo. Son estos los tiempos del terror a una epidemia global a partir de la fiebre aviar.
Pero nosotros desembarcamos del rapidísimo hidrofoil que en poco más de una hora recorre los setenta kilómetros que parece haber de puerto a puerto. Otra vez el trámite de aduanas, pero es breve. Siento los nervios del viajero que se enfrenta, de nuevo, a lo desconocido, sin más limitaciones que su curiosidad y su sentido de la prudencia. Sorprende ahora ver carteles informativos con los terroríficos kanjis chinos y su traducción al portugués. Abandonamos el puerto por la Avenida de Amizada, encontrándonos grandes edificios que albergan hoteles o casinos. Edificios que parecen parques temáticos de dudoso gusto, surgen en nuestro camino. En un periódico editado en inglés que cayó en mis manos, el South China Morning Post, no sé muy bien dónde, se hablaba de que la construcción en Macao estaba en auge, especialmente de Casinos y lugares de juego. Se perseguía convertirla en las Vegas de Asia, para lo cual se contrataban muchos ingenieros de construcción de Hong kong, donde este sector se encontraba más estancado. La guía de Lonely Planet explica como, desde 1992, más de la mitad de los edificios coloniales habían sido restaurados. Y eso se ve en los colores frescos, en las fachadas bien cuidadas de las iglesias o de edificios como el del leal Senado, o del Teatro dom Pedro V. Calles con reminiscencias portuguesas, pero que nos podrían recordar a una capital de provincia en España, plagadas de comercios y de gente que camina con las mismas prisas que en Hong Kong. Paseamos por la zona vieja, hasta que el hambre nos lanza hacia el final de la Rua do Almirante Sergio donde parecen concentrarse unos buenos restaurantes. Y así es. Comemos en uno llamado Litoral y nos gastamos casi las tres cuartas partes del dinero que habíamos cambiado en las sonoras patacas. Que no era mucho. El lugar merece la pena. Un chorizo asado, un pastel de gambas y un bacalao a bras, que dejaron el estomago satisfecho y pleno. Un te de jazmín, al que me he ido aficionando poco a poco, y que me resulta tan grato para comer. Un te que he terminado comprando en un comercio de Hong Kong para alternar con la ocha japonesa que también suelo frecuentar. En fin, que esta estancia en Asia también esta modificando ciertos hábitos culinarios. Y de postre una serradura, que viene a ser una especie de pudín pero con galleta. En fin, que la cultura de los lugares a los que uno se dirige, también se digiere y se aprecia con el estómago. Sobre todo cuando se está más cerca de los cuarenta que de los treinta. ¡Que lejos quedan aquellos viajes de interrail comiendo bocadillos de embutido comprados en supermercado por Europa, sin saber en que se diferenciaba la gastronomía alemana de la belga!
La comida me ha dejado ligeramente lastrado, pero solo vamos a estar un día en Macao y la curiosidad termina venciendo a la pereza. Una comida tan maravillosa, en un restaurante bueno y agradable nos ha costado, dos personas, menos de cuarenta euros al cambio. Abajo, en la puerta del restaurante, un chofer lustra una limusina, negra y opulenta.
Al lado del restaurante nuestros ojos reciben otro estimulo digno de tener en cuenta. El templo de A-Ma. Plegándose junto a la montaña, diversas edificaciones pequeñas se unen gracias a tramos de escaleras y paseos diversos. No es algo muy grande, pero está muy animado. Cientos de devotos y algunos turistas pasean por entre el humo intenso que las espirales de incienso y las barras colocadas por los visitantes van acumulando. Una atmósfera irreal, cargada de imágenes sugerentes que tratamos de guardar en la memoria de la cámara fotográfica, más fiable que las neuronas ocupadas en procesar todavía el bacalao. Me gusta no tener problemas por tomar fotografías. Creo que, al igual que los japoneses, los chinos no se toman muy en serio lo de la religión. Recuerdo un hombre joven hablando por el móvil y haciendo al tiempo reverencias delante de una figura de piedra salpicada de monedas y billetes que los files habían depositado. Curioso.
Caminamos por la Avenida de la Republica. Una calle tranquila que antaño daba al mar pero que ahora, por obra de un brazo de tierra artificial que comunica con la
torre de Macao, parece mucho menos avenida. Quedan restos de edificios coloniales. Unas niñas uniformadas de colegio, empujan una piedra que han encontrado en la calle y la apartan hacia la acera, junto a un árbol. Miedo da pensar en ver a dos pre adolescentes empujando una piedra por una calle de Madrid, comenta el viajero a su pareja viajera, que asiente.
Entrando por la Avenida de Praia Grande un edificio colonial en uso, la sede del gobierno de Macao, nos sirve para internarnos en callejuelas estrechas. Además de los hermosos edificios restaurados, hay muchas casas cuyas fachadas no han sido nunca remozadas. Ni siquiera un adecentado a base de una mano de pintura. Y muchas rejas, incluso en pisos altos. Volvemos a la animada plaza del Senado y callejeando, atravesando calles que son auténticos mercados sedentarizados, llegamos a la base de lo único que queda en pie de la iglesia de san pablo. Tan solo queda la fachada, lo único que se salvo de un incendio hace ya siglo y medio. Parece ser que los cristianos japoneses que huyeron de las persecuciones que el clan Tokugawa organizó, después de decretar su expulsión, a comienzos del siglo XVII, se refugiaron aquí. Muchos turistas fotografían y se dejan fotografiar junto a la fachada que se recorta contra el cielo azul oscuro del atardecer. Es raro ver restos de una iglesia católica por estas tierras.
Nuestros pasos, pasos cansados pero curiosos, se dirigen a la vecina fortaleza de Monte, construida por los jesuitas por las mismas fechas que las de la persecución de los cristianos de Nagasaki. Las vistas de la ciudad, ahora que los cañones están de adorno, ahora que las guerras las hemos alejado de nuestra civilización, son hermosas. El sol ya es ese disco mortecino y anaranjado que apenas tiene fuerza alguna sobre nuestras retinas. Unas fotos para tratar de retener este aroma de eternidad, para poder aspirarlo cuando estemos a miles de kilómetros de aquí.
Y solo nos queda regresar, tranquilamente al ferry. Un café, para reposar los pies y las vivencias, para intercambiar palabras, para observar a la gente pasar. A esta gente que seguirá viendo este lugar exótico como su lugar en el mundo. Personas que seguirán yendo y viniendo cada día por estas calles, con los ojos medio cerrados por el peso de la rutina.
La noche ya ha caído y, sin mas patacas en el bolsillo que algunas monedas ya convertidas en recuerdos, enfilamos el camino del puerto. Volvemos a ver los casinos que nos recibieron cuando veníamos cargados de energía y curiosidad. Nos han quedado muchas cosas por ver, pero a este viajero le gusta pasear por las calles, mirar a la gente, ver los trabajos de todos los días y no concentrarse como un poseso en los monumentos, en los números que aparecen en los planos de la guía. Macao, como casi todos los lugares habitados de este enigmático planeta, además de sus edificios coloniales, es y sobre todo, sus gentes. Esas personas que despiertan cada mañana pronto, y que empiezan a preparar sus pequeños negocios para que la economía empiece a funcionar desde abajo. Hasta llegar a los grandes centros financieros de Hong Kong, hace falta el soporte de esos tenderos que organizan sus alimentos secos o las galletas ligeramente dulces que compramos para el viaje de regreso. Niños y niñas que salen del colegio donde aprenden cosas que, independientemente de su utilidad, les fijaran recuerdos de una infancia más o menos feliz. Hombres y mujeres que preparan comidas, que sirven comidas, para que los demás puedan seguir su trabajo. Como los guardias que regulan el tráfico de algunos cruces guiados por su buen sentido, o los conductores de autobuses urbanos. Todos cumplen una labor, una función. Por pequeña que sea, es indispensable para que estos organismos funcionen. Esta sensación es especialmente intensa en Hong Kong.
Y el viajero deshace buena parte del camino con tristeza, porque regresar es morir un poco. Y llega a la terminal de ferry y después de volver a pasar un control de pasaportes se ve sentado en un barco rápido que le devolverá a Hong Kong. Al menos queda el viernes y la mañana del sábado. Pero el viaje, como la vida, se extingue lentamente.



Amanece un viernes donde el cuerpo pide un poco de descanso. Salimos mucho más tranquilos y más tarde a pasear. No se puede seguir a ese ritmo. Comemos sabroso en nuestro sitio favorito del Western Market y tomamos el metro en dirección al mercado de las flores, en la Kowloon. Ya quedan pocos puestos, pero disfrutamos de la exuberancia de colores, de los aromas que cubren la fuerte contaminación de la ciudad. Anochece pronto, mientras iniciamos el camino tortuoso y lleno de gente por la Fa Zuen Street. Puestos donde se venden cosas de marca (supongo que falsificadas, por el precio) y ropa. También hay puestos de comida. Pero es un poco agobiante tanta gente, tanta estrechez, así que en un momento dado, abandonamos esa calle y volvemos a la Nathan Road, congestionada de coches, taxis y mucha gente por las aceras. Entramos en una tienda, rancia pero con cierto encanto, donde se venden toda clase de tés. Una mujer nos muestra los diferentes tés de jazmín con un increíble acento americano. Mientras habla me distraigo, como no, y pienso si habrá estudiado en Estados Unidos o tal vez trabajado allí un par de años para acabar trabajando junto con su padre, que no parecía entender mucho inglés, en aquella tienda estática. El té de jazmín me está gustando mucho.
Luego tomamos el metro hasta Tsim Sha Tsui y vamos caminando hacia la avenida de las Estrellas. Hay bastante gente. Y es que la vista de la isla de Hong Kong desde aquí es merecedora del paseo. Bajo la oscura presencia de la montaña, la larga franja de tierra domesticada, desde Central a Causeway Bay y mucho más allá, aparece marcada por rascacielos iluminados, apiñados unos junto a otros, unos detrás de otros. Las luces de colores se reflejan en el mar, ascendiendo y descendiendo al ritmo del oleaje, casi siempre forzado por el paso de una embarcación. Algún yate, algún diminuto sampán, incluso alguna de esas grúas flotantes que parecen desafiar las leyes de la física, se cruzan dibujando un perfil de oscuridad sobre el fondo de luces. A las ocho unos altavoces anuncian un espectáculo de luz. Una voz anuncia el nombre de un rascacielos y el nombrado edificio modifica su iluminación para destacarse. Mucha gente disfrutando de las luces, de la temperatura tan agradable. Allí sentados, mirando la ciudad, el viajero se siente de nuevo en uno de esos momentos enigmáticos, gratos y memorables. Esa conciencia de vivir un presente que difícilmente se olvidará es algo muy intenso.
Después de un buen rato de pasear junto al mar, esquivando turistas que descargan sin piedad los flashes de sus cámaras de fotos contra la isla, tomamos el ferry hasta Wan Chai. Un paseo, unos yogures y unas galletas, e iniciamos el regreso al hotel en nuestro ya familiar tranvía. En el aire el viajero lee al respirar que está consumiendo su última noche en Hong Kong. El cansancio terrible, kilómetros y kilómetros recorridos, empieza a poner límites a las ansias andarinas.

El sábado lleva escrito el final del viaje. Con tristeza terminamos de acomodar las cosas en la maleta, verificando que dejamos la habitación vacía de nuestras pertenencias, de nuestras huellas. El último desayuno en aquella terraza con un hueco entre tanto edificio enorme para ver el cielo. Siempre azul, con una ligera bruma. Dejamos el equipaje en recepción y salimos a caminar un poco. Un último paseo en el que siento una tristeza incómoda Solo ha sido una semana, pero quizá es esta intensidad en las vivencias la que hace que el viajero se encuentre sumido en un estado de desánimo ante la partida. O quizá, más que por la ciudad, sea por la propia condición de viajero, explotada sin cortapisas durante breves periodos de tiempo al año. Mentalmente nos despedimos de Causeway bay, de los tranvías de dos pisos, de las tiendas de comida seca, de los cafés de la Pacific Coffee Company...
En el Hong Kong Convention and Exhibition Center se disfruta de una agradable vista de la bahía. Un edificio de paredes de cristal, con recintos interiores amplísimos. Se celebra la exhibición de antigüedades y objetos de arte modernos que se serán subastados por la empresa Christie´s en diciembre. Nos sorprende que nos dejen entrar, a pesar de nuestro aspecto de turistas que no van a comprar nada. Como cuando hemos entrado en el Central Plaza, un rascacielos de oficinas, en el que hemos tomado el ascensor hasta el piso 35 solo por si se podía ver la ciudad. Solo había oficinas cerradas. Pero no hay ningún tipo de restricción al acceso. Como en Tokio. Pero totalmente distinto a ciudades europeas, como Madrid. Lo primero que me llama la atención, encerrado en una vitrina de cristal es un violín de 1770. No puedo decir que sea precioso porque realmente los violines solo se distinguen en el sonido, no con la vista. Uno se pregunta por cuántas manos habrá pasado, cuantos conciertos habrá conocido... Por el precio de ese violín uno se podría comprar un piso grande en Madrid. Vemos antigüedades orientales, biombos chinos, tapices con esa caligrafía japonesa tan esmerada, que en origen, como tantas cosas, fue tomada de China. Uno también piensa cuánto dinero tiene que ganar una persona para gastarse tanto en un elemento decorativo. Y no llega a hacerse una idea cabal de la magnitud de esos emolumentos. Ni qué tipo de trabajo puede proporcionar tanto dinero.
Deshacer el recorrido en metro hasta el aeropuerto fue especialmente doloroso. Uno recuerda ese mismo paisaje, cuando el viaje es casi todavía un proyecto y cuando está todo por descubrir. La verticalidad, este atributo tan asociado en mi cabeza a esta excolonia, se repite de nuevo en las imágenes matizadas por la tintura de los cristales del vagón de metro. O tren rápido, como lo llaman por aquí. Recuerdo este verano, el fin de semana largo que pasamos en Berlín. El día que volvíamos a salir del Berlín este para atravesar aquellos barrios que todavía eran grises, camino del aeropuerto. Con la sensación de que todavía necesitábamos un poco más de tiempo para tomarle el pulso a la ciudad. Pero en realidad es la justificación para seguir ejerciendo de viajero. Como en este recorrido, camino del aeropuerto internacional de Hong Kong. Comida decente y últimas compras de té con la moneda sobrante.
El resto ya es menos digno de ser contado. El viajero se ha despojado completamente de su piel nómada y poco a poco ha ido asumiendo su papel de trabajador para empezar a pensar en otro viaje.

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