Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

19 febrero 2006

FRAGMENTOS DEL DIARIO

Sábado 4 de febrero


La noche flota ingrávida, silenciosa a mi alrededor. Los copos de nieve que se van depositando sobre la calle, encima de los tejados de cinc, sobre los coches, amortiguan los ecos lejanos de una ciudad dormida. Me siento delante del ordenador y trato de recordar qué es lo que me ha dejado el día de hoy que merezca la pena ser recordado.
En lo primero que pienso es en el sueño atroz que me ha comprimido el cuerpo, haciéndolo pesado y mortecino durante todo el día. Y es que hoy, sábado, ha sido mi primer sábado de trabajo desde que estoy en este país de mártires heroicos de la productividad, de víctimas orgullosas y alegres de la ética laboral desbocada.
A las cinco de la mañana me han citado en la empresa. No amanece a esas horas; simplemente el despertador rasga el silencio y la cabeza interpreta que algo no funciona, que el sueño no se puede interrumpir apenas antes de ser satisfecho. Con mucho frío, tres grados bajo cero, después de meter un gran café en el cuerpo, uno sale a la calle, oscura, sin un sonido que le informe de la presencia de vida, y se sube a la bicicleta. Ni un rastro de claridad. Son las cuatro cuarenta de una mañana de sábado en la que algunos noctámbulos todavía estarán dilatando una noche de copas y música, o sencillamente de lectura hogareña sin la tiranía de las jornadas laborales uniformadoras aterrorizándoles. De camino al trabajo, los sonidos siniestros de unos invernaderos a ambos lados de la carretera, me hacen sentir la irrealidad de la situación con mayor intensidad.
Llego a la empresa. Somos cuatro personas. Cuatro sufridos abnegados empleados dispuestos a sacrificar nuestro tiempo y nuestro sueño para gloria de la nación japonesa y mayor riqueza de los accionistas de la empresa. Bueno, yo, cuando se me informó de este maravilloso plan de sábado, ya dije que lo cambiaba por un día adicional de vacaciones. Monstruoso vago, el occidental éste, que solo piensa en sí mismo, pensarán. Para ellos supone, un sábado menos de ocio. Que, llegados a este punto, no creo que sea algo que les pueda molestar o hacer sufrir.
Chikamatsu y yo nos subimos en el coche de pruebas. Asada y un mecánico se montan en una furgoneta taller para las reparaciones y los ajustes. Nada más salir de Kani, rumbo a Mitake, donde está la entrada a la autopista, paramos en un convinience. Cinco grados bajo cero. David ya me contó que siempre que salen de viaje, la primera parada es apenas iniciado éste, en un convinience, para comprar, en este caso el desayuno. Yo me compró un café de lata caliente para continuar la labor de golpear contra el muro de sueño que me lastra al suelo, que me dificulta los movimientos, físicos y mentales, y el habla. En el convinience hay otros clientes a estas intempestivas horas, a pesar de encontrarnos en zona rural.
Después de esta parada tomamos la autopista y cuando apenas llevamos una hora de viaje, nueva parada para hacer una pausa en un área de servicio. Baño y otro café, que la lucha se prevé dura. En el viaje no he podido dormir porque Chikamatsu no ha parado de formularme preguntas de todo tipo: qué he desayunado, a qué hora suelo cenar, si me prepara mi mujer la cena, si me prepara el desayuno, qué hago los fines de semana. Ante tal avalancha de preguntas en japonés, mi cabeza empieza a lubricarse y a funcionar, a costa de sentir que las piedras del sueño no se hacen más ligeras. Yo le pregunto si a él le prepara el desayuno su mujer y se ríe y me dice que no, pero que en Japón lo normal es que la mujer se levante antes y prepare un desayuno a base de arroz, pescado, tofu... Una hora antes, mínimo. Entonces recuerdo que cuando he salido de casa, las cinco menos veinte, la luz de la cocina de la casa de al lado de la nuestra estaba encendida...
Hemos llegado a una pequeña pista de pruebas, a eso de las siete menos cuarto de la mañana. Durante el viaje la oscuridad de la noche, de repente, se ha roto en un instante y la claridad, finísima, se ha filtrado por todo el cielo. Luego ha sido más continuo el proceso. Al llegar ya se veía sin problemas, aunque los árboles circundantes y la hora, indecentemente temprana, impedían que el sol nos llegase directamente.
La pista no es una típica pista de pruebas de las que se emplean en la industria de la automoción, al estilo de Idiada o Nardó. Es una superficie pequeña, con cierto desnivel, dotada de una pista exterior de mal firme y unas rectas interiores con recorridos para practicar maniobras de baja velocidad. Muy pequeña. Me explica Chikamatsu que se emplea para impartir cursos de seguridad en la conducción a policías y para autoescuelas. El lugar, por lo demás es decadente. Japón.
Se trata de esa decadencia nipona tan frecuente. Un lugar inaugurado hace muchos años, sin que entonces la palabra lujo se pudiese descolgar del diccionario para pintar las instalaciones, los baños, las oficinas... Y que con el tiempo solo ha visto limpiezas esenciales. Uno ve mucho desconchado, mucho material roto, adoquines que faltan, hierros oxidados, rayas en el suelo borradas, pasillos desgastados... Como en la fábrica donde trabajo. La decadencia nipona. Orgullo de una raza que no derrocha sus bienes productivos. Esa sensación de encontrarse en un pueblo tercermundista pero que cuida lo poco que tiene. A la vista, resulta francamente incómodo de tolerar.
Mientras Asada y el mecánico terminan de ajustar los sensores al coche de pruebas, Chikamatsu y yo colocamos los conos para el slalom y los cambios bruscos de carril. Hace frío, no sube el termómetro de los tres grados bajo cero. Cuando los hemos colocado, damos una vuelta por las pistas, por llamarlo de alguna manera. El asfalto está incluso arrancado en algunos lugares y en una esquina se acumulan coches viejos, algunos con golpes, fruto, tal vez de ensayos excesivos o temerarios.
Terminados los preeliminares, Chikamatsu y Asada se suben al coche de pruebas y se pasan toda la mañana probando. Yo me quedo con el mecánico dentro de un prefabricado con un equipo de aire acondicionado que da calor, y cada diez minutos nos llaman por radio para que coloquemos un cono que se ha caído, para que les llevemos alguna pieza, para dar un poco el coñazo y hacer sentir quién tiene el mando. Supongo.
El mecánico, de cuyo nombre ahora no logro acordarme, pese a que se lo hice repetir, y yo hablamos. La cabeza se esfuerza por recordar palabras, para salir de esa región, cómoda pero inútil, de los comentarios sobre el tiempo, la vida cotidiana y la comida en Japón, y el flamenco en España, y adentrarse en nuevos mundos que demandan más vocabulario. Me cuenta que ayer se quedo hasta las nueve de la noche arreglando algo que se rompió del coche y que hoy, también, se ha levantado a las cuatro de la mañana. Pero lo cuenta asépticamente, sin un ápice de malestar. Con una resignación casi invisible, como si más que aceptar a regañadientes una tarea molesto, cuestión de mala suerte, sencillamente se acepta el destino, que es el que es. Mi punto de vista, que me guardo para mí y para estas páginas, está en otra dimensión de la manera de entender la vida.
A la hora de comer, que supone un largo trecho desde el desayuno, intempestivamente madrugador, el mecánico y yo tomamos la furgoneta y nos dirigimos a un convinience. Ahora me explico que haya tantos establecimientos de este tipo en este país. Con las jornadas laborales tan anormales que hacen, este tipo de locales representa un punto de apoyo importante para no desfallecer a la hora de producir a destajo. Unas bandejas de obento (comida preparada variada) y unas botellas de ocha fría.
Cuando regresamos a la pista, les llamamos por radio, pero siguen obstinadamente en sus pruebas. El deber es el deber y hay que demostrarlo. El mecánico no parece animarse a empezar a comer, pero yo sí lo hago. Para ello me amparo en una diversidad cultural ambigua que me defiende de posibles malas opiniones, al menos superficialmente. Cuando ya hemos terminado la reducida y degenerada comida, se presentan Asada y Chikamatsu. Me intereso por las medidas, pues de la celeridad en su realización depende nuestra partida. Chikamatsu me explicó al llegar, que la pista está alquilada hasta las cinco de la tarde. Entonces Asada me comenta que van lentos, que han tenido que repetir las primeras medidas porque se había equivocado en algo.
Casi me lo esperaba. Esta gente, tan metódica, que tanto tiempo dedica a la preparación de todo, suele equivocarse bastante. Y gracias a sus errores, sus jornadas laborales se pueden ampliar de lo exagerado a los sufriente. Si no cometiesen errores, entonces tendrían que trabajar todavía más lento de lo que lo hacen. Esto no es la primera vez que lo constato.
La tarde ofrece más de lo mismo. Al terminar Chikamatsu me lleva con él para ver como se comporta el coche con una de las posibles configuraciones de amortiguadores. Paso algo de miedo en el slalom y en las curvas con el coche deslizándose, casi flotando sobre un mar de neumático deformado. Pero luego me deja conducir a mí y veo que no era para tanto. Fuerzo el coche y siento como ese deslizarse se controla sin grandes dificultadas. En los cambios bruscos de carril y el slalom la sensación me despierta. Sobre todo en algún brusco desplazamiento del eje trasero que hay que controlar al momento. Después de la diversión, recogemos y justo a las cinco, bien calculado, nos vamos. Los héroes de la empresa.
A pesar de los cafés que he comprado en la máquina automática de la pista, el sueño solo ha logrado medrar un poco con el paseo salvaje en el coche. Pero después de recoger los conos y ayudar a subir la instrumentación a la furgoneta, siento un cuerpo débil que tengo que controlar. En el viaje de regreso Chikamatsu vuelve a la carga con su batería de preguntas curiosas, pero ahora yo también le ataco. Es una manera de garantizar que el, que conduce, tampoco va a caer víctima del sueño. Le pregunto si ha estado en China, pues tengo intención de ir. Como casi siempre, me dice que no tiene dinero. Pero creo que esto es algo endémico, al menos de esta zona: la gente siempre tiene en la boca dos frases. Kanemochi hito (persona rica) cuando se enteran de que uno va a hacer un viaje y okane ga ya nai (no tengo dinero) cuando se habla de hacer un viaje en general. Chikamatusu, jefe de grupo, con veinticinco años en la empresa, debe de ganar dinero como para desterrar esas coletillas de su vocabulario. Pero entonces podría viajar, y mostrar que uno puede llegar a ser feliz, a disfrutar de la vida, es algo intolerable por estas latitudes. Al llegar a casa he consultado el libro Talking About Japan. En este curioso libro bilingüe se ofrecen muchos datos y hechos acerca de Japón. Según el ejemplar que tengo, el sueldo medio mensual de un japonés trabajando para empresas de más de 30 empleados es de (pienso que Chikamatusu andará de ahí para arriba) era, en el 2002 de 387.638 yenes (al cambio de hoy, unos 2.750 EUR al mes), incluidas las horas extras y los bonus. Comparado con los sueldos de otros países, el único que tiene sueldos mayores es Suiza. En fin, a pesar de tener dos hijos, si ya tiene, que tendrá, la casa pagada, y teniendo en cuenta que no se dan caprichos, debería tener una cierta holgura económica. Pero un japonés siempre debe decir que la vida le trata mal, que sufre. No puede decir que disfruta de la vida, que va a hacer un viaje que le apetece. Eso es malo, éticamente es reprobable. Mejor estar aquí, trabajando, con frío, en unas instalaciones cutres. Así estamos en el lado sufriente y no debemos nada a nadie. El famoso guiri o deuda del que hablaba Benedict Ruth realmente está clavado en sus entrañas.
En fin, llegamos a Kani cerca de las siete de la tarde. Al llegar me comenta Chikamatsu algo que no termino de entender sobre el análisis de los datos de medida. No hago comentarios. Según llegamos, dejamos los coches en el taller y yo, digo la frase mágica, otsukare sama desu, lo que digo todos los días cuando a las cinco de la tarde recojo mis trastos y para irme a clase de japonés, y camino rumbo al aparcamiento de bicicletas. Asada y Chikamatsu todavía suben a la oficina. Catorce horas después de empezar una aburrida jornada laboral en sábado. Por lo menos he practicado, y bastante, mi pobre japonés.

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