VIAJE A SHIKOKU (2)Jueves 4 de mayo Otro día de sol y calor. De turistas deambulando por las laderas de Onomichi. Verdes laderas donde veinticinco templos nos esperan. Antes, eso sí, un abundante desayuno en el hotel, contemplando, ahora de día, la orilla de Mukaishima. Allí, un enorme barco en construcción llama nuestra atención. Un remolcador lo saca del puerto donde estaba atracado y lo sitúa en dirección a otro muelle. Todo esto ocurre mientras las tostadas del ocio turista son devoradas con calma, contemplando el trabajo ajeno.
Fuera, la ciudad nos muestra que tiene un poderoso imán para el turismo local. Es fácil cruzar las calles situadas abajo, junto al mar, pues el tráfico intenso impide a los coches circular. Cruzamos la vía del tren y enseguida empezamos a caminar por calles estrechas, peatonales, flanqueadas por jardines, casas o templos. Entramos al azar en uno de éstos últimos. Jardines serenos, con senderos de tierra para caminar por entre los árboles y disfrutar con la vista de las flores. El calor aprieta, pero yo no pongo objeciones. Aunque lo hiciese, no ganaría nada, y creo que de los excesos, prefiero el del calor que el del frío. Cuando preguntamos a un matrimonio el nombre del templo, nos explicaron cuál era en un mapa que ellos llevaban y nos lo regalaron, a pesar de nuestras reticencias. Muy amables. Como no era cosa de entrar en los veinticinco templos, caminamos directamente al Senko-ji. Unos monjes quemaban las hojas caídas de los árboles y el fuego y el humo parecían formar parte de la esencia misteriosa del templo. Es sol, potente, se filtraba por entre los huecos de los árboles, dibujando sombras sobre el suelo, que a mí siempre me recuerdan a un cuadro de Sorolla.
Tomamos el funicular para subir a lo alto de la montaña, y caminar por el Senkoji Koen. Tuvimos que esperar un cuarto de hora hasta que finalmente fuimos enlatados con un grupo numeroso de turistas japoneses, camino de la cumbre. Lo cierto es que la vista merecía la pena. El día estaba claro y se veía, con cierta perspectiva, nunca como en un mapa, el perfil de la costa y algunas de las islas del mar interior. En la isla vecina se aprecian los decorados donde se rodaron algunas escenas de la película Otokotachi no Yamamoto, una película de guerra sobre el célebre almirante japonés. Un fragmento enorme de un barco de cartón y mucha gente, diminutas hormigas de colores, visitándolo.
Gente comiendo sus obentos, familias paseando, parejas haciéndose fotos... Los japoneses en su versión más relajada en su propio país. Merece la pena la experiencia.
Bajamos caminando por senderos elegidos de manera caprichosa, visitando templos, disfrutando de la vista de jardines y calles empinadas. El sol aprieta y uno siente que le apetecería sentarse un rato a beber algo. Tal vez a comer algo antes de subirse al coche e iniciar el salto a través de los puentes hasta la isla de Shikoku.
Junto al mar encontramos un lugar de sándwiches que parecen requerir mucho esfuerzo, a juzgar por el tiempo que tardan en servirnos. Es curioso, pero este hecho nos hizo recapacitar sobre la rapidez con la que siempre hemos sido atendidos y servidos en todos los restaurantes japoneses que hemos visitado. Uno aprovecha a mirar la guía para ir pensando la ruta por venir. Es realmente una experiencia fantástica donde las haya planear y dibujar los recorridos de la efímera libertad que se avecina.
Que no es otra que subirse al coche y ordenar al navegador que ponga rumbo a Okayama, ya en Shikoku. Para ello hay que cruzar diez puentes, que van saltando de isla en isla hasta llegar a la gran isla del mar interior. Al principio el tráfico es pesado y encontramos retenciones saliendo de Onomichi, pero pasada la primera isla, todo es más fluido. En Ikuchijima abandonamos la ruta propuesta por Catalina, nuestro fiel navegador, y tomamos una carretera local que nos lleva a Setoda-Cho, una pequeña ciudad donde, anuncia nuestra guía, un fabricante de armamento llamado Kozo Kanemoto se dedicó a construir réplicas de los templos más famosos de Japón, una vez que abandonó sus cargos en la empresa y se hizo sacerdote. Con esta información, decidimos dejar de lado el lugar y, puro instinto de viajero, cruzar por un puente metálico que hemos visto, a la isla de Koneshima, más pequeña.
Según el mapa, una carretera recorre la isla, prácticamente por su perímetro de costa. Y así es al principio. Apenas nos encontramos ningún coche, algún camioncillo de esos diminutos que sirven para ir a los huertos. Paramos un par de veces para contemplar los reflejos del sol en el agua tranquila, protegida por la multitud de islas que florecen por todas partes. En algún puerto lejano, enormes barcos de carga parecen esperar destinos exóticos. Tal vez España sea un destino exótico para los de aquí.
Caminamos por un sendero que entra en un vergel verde. Limoneros y naranjos nos sorprenden. Con esta luz, con este calor, con estos olores de las hojas del limonero, cuesta creer que uno esté en Japón y no en el Mediterráneo. Es algo realmente fascinante. Parece que el clima aquí es suave y amable. Caminamos por senderos de tierra, contemplando los árboles, mirando de vez en cuando, ladera abajo, los reflejos del sol en el mar. El tiempo se ralentiza y uno siente el placer de estos sorbos de segundos lentos, ajenos a las preocupaciones de los días; a esos días de encierro en la oficina sin tiempo para poder perder la vista en las montañas.
Seguimos circulando por la carretera. Sorprende que a ningún japonés se le haya ocurrido probar esta ruta. Sorprende y se agradece, claro. Cuando hemos recorrido un buen trecho de su costa, la carretera se mete hacia el interior. Estrecha hasta lo incómodo, la carretera se hace un hueco en una vegetación densa, que hace olvidar los cítricos de más abajo. Afortunadamente no encontramos coches con los que negociar las preferencias de paso. Nos detenemos un par de veces para contemplar alguna casa, para sentir el aire y el sol en el rostro. En una ocasión una mujer muy anciana sale de algún lugar, agarrada a un carrito con ruedas de esos que emplean en Kani las mujeres encorvadas por los años de trabajo en las huertas para poder caminar. Nos saluda amablemente y se pierde con su paso rápido, por un camino que irá a alguna casa.
Bajamos de nuevo al nivel del mar. Un estrecho túnel, en el que hay que conducir con cuidado para no rozarse con las paredes de piedra, que parecen querer buscar los retrovisores del coche con sus agudos filos y al final, descendemos a un pueblo sin nombre en el mapa. Rincones tranquilos, con casas tradicionales, con huertos, con un camino junto al mar. No, no viene en la guía, apenas unas notas para comentar que la isla se puede recorrer en un día en bicicleta. Lo cual, además de ser cierto, debe ser algo muy agradable.
La tarde se va extinguiendo y decidimos seguir, pero cuando vemos la indicación, ya de nuevo en Ikuchijima, de Sunset Beach, no podemos resistir la tentación de curiosear cómo será esta playa japonesa. Por experiencia sabemos que no les atrae mucho lo de las playas, que no les gusta estar expuestos al sol: el color claro cotiza alto y las mujeres además de emplear sombrillas para protegerse del sol, compran cremas whitening, blanqueantes de la piel.
Sunset Beach es una playa artificial, no muy extensa, donde no encontramos a mucha gente. Algunos restaurantes y tiendas, pocos. Un lugar donde podemos sentarnos a ver el sol cayendo detrás de la isla de Omishima y tomar un café nos produce un gozo maravilloso. El sol ya no calienta tanto y el silencio, solo roto por el manso romper del agua contra las olas y el de unos pocos chiquillos jugueteando libremente antes de verse atrapados por el rígido sistema social japonés, nos envuelve. Aprovecho a actualizar mi diario mientras Mamen escribe una carta. El tiempo se hace transparente, fino: se puede respirar y sentir sus mil aromas escondidos en su seno. Se tiñe del dorado del atardecer.
Seguimos haciendo kilómetros, ya con la luz fragmentándose, sin fuerza, en colores cercanos al azul oscuro. Cruzamos otro puente y estamos en Omishima, donde paramos a comprarnos algún zumo envasado en y sentarnos en una aldea tranquila a ver de nuevo el mar, a sentir ese silencio relajante. Apenas un alma se ve por las calles. Casas cerradas, otras con jardines bien cuidados. Pero la noche nos indica que tenemos que seguir camino hacia Matsuyama, nuestro siguiente destino. Esto quiere decir otro puente hasta llegar a Hakatashima, uno más hasta llegar a Ooshima, la gran isla. Desde aquí, ya con esa luz apenas visible pero que conserva como en un flash el último destello de un día, maravilloso, que se extinguió, entramos en el puente que comunica con Shikoku, a través de unas diminutas islas. Las luces de los coches, de los inmensos pilares del puente parecen anular ese tenue azul casi mortecino que se va. Al cruzar el puente paramos en un área de servicio a contemplar la gran obra de la ingeniería nipona. Resulta hasta hermoso, a pesar de ser útil.
El resto del camino es carretera un poco pesada hasta que entramos en Matsuyama. Encontramos el hotel sin problemas, gracias a nuestra fiel Catalina. Son las nueve de la noche. Dejamos las cosas y salimos con hambre a buscar donde comer. Y en este país, eso es algo fácil, muy fácil.
De los múltiples sitios que se anuncian entramos a uno, intuición pura. Y acertamos. Comimos maton, cordero, cocinado con orégano. Sabroso. Era la primera vez que probábamos cordero en este país, donde se considera que la oveja es un animal apestoso y no goza de buena reputación. Comimos carne de pato con una salsa dulce, además de unos sabrosos bocados de gambas con un toque de hojaldre. Y todo ello con la exquisita amabilidad del servicio japonés. Un día redondo.
Viernes 5 de mayo Después de desayunar en el hotel, el cuerpo pide pasear, conocer, ver. Caminamos por una calle, peatonal, al menos en los días festivos, donde mucha gente pasea ociosamente. Puestos de venta ambulante de antigüedades, de comidas, de animales... Incluso una exposición de kotos que eran afinados por un maestro. El sol vuelve a mostrar su generosidad en estas tierras del sur. Llegamos a la entrada del teleférico que sube al castillo. Parece que hay que esperar cuarenta minutos. Si bien es cierto que probablemente no volvamos jamás en nuestras vidas a esta ciudad, también es verdad que tenemos ganas de ver el mar, así que renunciamos al castillo a cambio de acelerar la salida de la ciudad. Paseamos un poco por una de esas galerías comerciales cubiertas, que nada tienen que ver con los centros comerciales conocidos en nuestras tierras, sino que son calles peatonales cubiertas con techos. Allí se ve la gente que pasea el domingo, que entra en el pachinko. Alguien ha instalado un pequeño corral con tortugas, conejos, ratones y algún bicho más. Los padres meten a los hijos dentro y estos acarician a los asustados animalillos. En general los niños parecen demostrar ternura por los animales excepto una criatura que trata de apretar a un conejo contra el suelo hasta que un cuidador le retira la manita nada inocente. El niño se queda mirando al bicho y retoma sus instintos salvajes con una pobre tortuga que opta por meterse en su caparazón hasta que al niño le de por otro bicho.
De regreso al coche nos acercamos a ver un edificio curioso. El Bansui-so, un edifico de estilo francés, construido a comienzos del siglo XX para un noble local. Dentro hay una sala de exposiciones de pinturas, un anexo del museo de Arte de la Preceptura, pero lo más curioso resulta el edificio en sí, rodeado de palmeras y otros árboles trabajosamente podados. Dentro, en una sala próxima a la puerta, una exposición de una artista que muestra sus creaciones. Es algo que solo se da en Japón y que tiene un nombre, pero lo he olvidado. Es el arte cursi y retorcido hasta extremos surrealistas. La mujer lleva una falda rosa, medias blancas de puntilla, zapatos de tacón plateado, una blusa llena de encajes y volantes. Sus obras de arte, pinturas o fotografías, tienen como temas a Snoopy, a Hello Kity. Creo que no hay mas que decir.
Regresamos al coche. También ignoramos Dogo, la zona termal famosa en sí por su antigüedad y porque hay unas termas reservadas para el emperador, aunque parece que hace muchos años que ninguna persona de la familia imperial se ha acercado allí. En lugar de ello tomamos el coche y después de unos kilómetros de esquivar casas, fábricas y demás, tomamos una carretera que va copiando el perfil de la costa. Poco tráfico a pesar de tratarse de unos días de fiesta. Mejor. El sol luce con fuerza y es un desafío concentrar la vista en la carretera, ignorando esa superficie plateada al lado.
Puro azar, encontramos un restaurante italiano justo al borde del mar. Una casa de madera con una terraza. Un lugar perfecto. Un viento fresco suaviza la fuerza de los rayos del sol. Unos espaguetis con un sabor poco italiano, un café y la vista sobre el mar. Un vicio relajante. Un presente que pronto, ya, es pasado, recuerdo.
Después de un buen rato de descanso seguimos ruta. Paramos en una aldea de pescadores de nombre desconocido. Barcas de pesca pintadas de un color amarillo, con una protuberancia en la proa, por debajo de la línea de flotación. Unos hombres pescan, otros pintan a mano el casco de un barco. Un espigón enorme separa el diminuto puerto del mar. Mas allá de los barcos, tierra adentro, un pueblo silenciosos de casas que enseguida parecen rodeadas por la vegetación verde y frondosa de este país. Enseguida brotan las montañas y la vista no puede ir mas lejos sino sube y sube.
Seguimos ruta hacia el sur, hasta la península de Stamisaki. Según el atlas de carretera, es una zona de naranjos. Pero el tiempo pasa y tenemos hotel reservado en el otro extremo de la isla, en Tokushima. Parecen muchos kilómetros. De todas formas seguimos un poco más, hasta donde el pedazo de tierra que parece como un dedo apuntando hacia el mar comienza a perfilarse. Hasta Yawatahama. Una ciudad insulsa, con industria y un puerto de ferrys que van hacia Beppu, en Kyuusuu.
Aparcamos el coche y paseamos. Frente al mar, en un largo trecho, solo coches aparcados, una calle que discurre en paralelo y casas. No hay un lugar donde tomarse algo, un banco para sentarse. Demasiado prácticos para pensar en el ocio, supongo. Tan solo gente pescando que nos contemplan con curiosidad unos instantes hasta vuelven a concentrar sus miradas a sus cañas.
Metemos el teléfono del hotel en el navegador. Nos da unas cuantas horas de carretera, así que decidimos ir poniendo camino en esa dirección. Nos hemos dejado, igualmente, Uwajima, donde se celebran dos veces al año unas togyu o corridas de toros. Toros muy grandes se enfrentan entre sí, tratando de expulsarse del ruedo, como si de luchadores de sumo se tratase. Parece que el origen de los bichos y de las luchas está en la visita de comerciantes holandeses, hace muchos años.
Eso sí, de camino paramos en Uchiko. Se trata de un pueblo cuyos habitantes hicieron cierta fortuna produciendo y vendiendo cera para la fabricación de velas. Se construyeron casas grandes y hoy, por obra del turismo, algunas de estas casas, restauradas, ofrecen un pintoresco paisaje para el turista. La calle antigua, en el barrio de Yokkaichi, es un lugar agradable para pasear mientras cae el sol. Pocos turistas que disfrutan, ociosos, del lugar. La verdad es que la arquitectura de estas casas de comerciantes restauradas, como en Takayama y en otros sitios, es de una belleza, serena, discreta. Espíritu Japonés.
La luz de la tarde se extingue mientras buscamos el coche por el pueblo. De nuevo carretera y muchos kilómetros hasta atravesar toda la isla, de oeste a este. A eso de las nueve de la noche estamos entrando en Tokushima. Nuestra última noche del viaje.
El hotel, situado en la estación de tren, resulta ser bastante agradable. A pesar de la hora salimos a buscar un sitio para cenar. Y el azar, que guía sabiamente los pasos de los viajeros con espíritu abierto, nos lleva a un pequeño local donde la amabilidad del que parece ser el encargado nos ayuda a elegir platos sabrosos. Cenamos en la barra y, parece que Tokushima no es meta de turismo mundial, nos pregunta una pareja cercana de dónde somos. Somos bichos raros en este país, como muchas otras veces. Pero aquí, es mi experiencia, a los bichos raros los tratan bien, con cortesía y con curiosidad. El japonés tiende a ser curioso con los forasteros y preguntar mucho en lugar de comenzar a hablar de él mismo.
Domingo 7 de mayo Ayer regresamos de nuestro viaje. Sí, ya estamos en casa. No éramos los únicos que nos movíamos por la carretera y tuvimos algo de tráfico, pero no fue horrible. Es curioso porque en conjunto, a pesar de tratarse de una de las pocas festividades que se permite este laborioso pueblo, no hemos sufrido unos atascos horribles.
Ayer el cuerpo se levantó cansado de los días de ocio empleados en curiosear un poco más esa isla llamada Shikoku. Empleamos las primeras horas de nuestra jornada de turistas a tiempo completo en pasear un poco por esta ciudad nueva. Tokushima es célebre en Japón por un festival de danza, el Awa Odori, que se celebra en agosto. Nosotros paseamos un poco por la Sinmachi bashi Dori para sentir este ambiente festivo de una ciudad japonesa, algo que sigue siendo novedoso. Una avenida con muchas flores y palmeras nos conduce hasta el río, no el caudaloso Yoshinogawa sino uno más discreto, más de ciudad. Un paseo de madera junto al río, algunos cafés abiertos junto a tiendas y negocios cerrados, sugieren vacaciones. Poca gente paseando por las calles un día en que las nubes han comenzado a extenderse discretamente sobre el cielo. De momento, el sol va ganando la partida y el calorcillo de estos días se sigue notando. No, no subimos en el teleférico al monte Bizan para disfrutar de la vista, ni visitamos las ruinas del castillo. Caminamos hacia el templo budista de Zuiganji. Enclavado en la ladera del monte Bizan, para encontrar los edificios del templo hay que internarse en un jardín bastante frondoso, casi un bosque domesticado, de una belleza deslumbrante y serena. Los juegos de luces y sombras que logran estimular nuestro sentido de la belleza, a pesar de la acumulación de hermosos y nuevos lugares visitados. Este templo, no sé por qué, no tiene visitantes paseando por sus jardines, acercándose a esas bellas y tranquilas construcciones de madera que se armonizan con las plantas, con los árboles, con los estanques... Uno se siente bien. Subimos por un estrecho sendero que atraviesa un bosque de bambú y pinos hacia una pagoda roja, que apenas se divisa desde abajo. Tal es la frondosidad de lo vegetal. Unos jardineros con estridentes instrumentos de producción nacional soplan aire para limpiar de hojas muertas el camino. Por lo demás, perfecto. Regresamos al hotel y tomamos el coche. Dejamos (viajar es, como tantas cosas en la vida, renunciar) las ruinas del castillo y ponemos rumbo al sur, hacia un pueblo de pescadores llamado Hiwasa. Este pueblo es famoso porque a sus playas llegan las tortugas a desovar.
Carretera lenta que esquiva la costa hasta casi llegar a Hiwasa. Campos de arroz inundados me recuerdan el pueblo, ese segundo hogar a donde estas imágenes me retrotraen. Montañas sin pulir, con la vegetación henchida de formas, de verde.
En Hiwase, al llegar, lo primero que hacemos es acercarnos a la playa de Hiwasa para estirar las piernas y olvidar los casi sesenta kilómetros de coche, que han supuesto cerca de hora y media. Japón.
La playa está casi vacía. Unas pocas familias pasean en un día que se ha ido oscureciendo. Un fresco viento se ha levantado y entristece un poco el ambiente. Arriba, junto al muro que protege de las embestidas del mar, un museo de Quelonios que no nos termina de atraer. El paisaje, silencioso, casi solitario de esta playa, del pueblo cercano, parece decir mucho más. Una pareja de mujeres mayores, peregrinas, se acercan al mar.
En Shikoku hay 88 templos que forman una ruta de peregrinaje de unos mil kilómetros. Asociados al budismo Shingon, estos templos atraen cada año a muchos miles de peregrinos. Algo parecido al Camino de Santiago. Los henro-san, peregrinos, se reconocen por sus chaquetillas blancas con textos, ilegibles para este pobre viajero, ignorante de la grafía del país que le acoge, de esos sombreros de paja de forma cónica y unos bastones largos de madera con empuñadura de tela de colores. En Hiwase se encuentra el templo de Yakuo-ji, el número 23 del peregrinaje de Shikoku.
Este templo es otro de esos ejemplos de belleza serena de la madera, de las formas, de los jardines. Esa combinación de materiales, formas y colores que a uno no dejan de resultarle sumamente agradables. Algunos peregrinos recitan sutras en grupos, o simplemente hacen sonar la campana del templo y se recogen en breves oraciones. Un poco más arriba, todos los edificios del templo se encuentran en la ladera de una colina y las escaleras para subir, de piedra, tienen una considerable pendiente, se encuentra una curiosa pagoda, roja, de construcción reciente. No tiene la forma característica de las pagodas japonesas, sino que parece un cilindro coronado por un tejado tradicional. Siguiendo las indicaciones de la guía entramos. En los sótanos, oscuridad total antes de entrar en una sala donde hay imágenes pintadas con torturas del infierno. Hombres torturados de todas las maneras posibles por seres extraños, deformes y grandes. Todo ello presidido por un señor sentado detrás de su mesa, que parece ejercer de juez. A la salida, un pergamino antiguo muestra la descomposición de una mujer que, antes de morir era bella. Dibujos macabros y un texto indescifrable. Muy curioso.
El pueblo, pequeño, está más bien desierto. Poca gente. Casi todos los comercios cerrados. Parece que las vacaciones más que atraer turistas, lo que hacen es viajar a los habitantes del lugar. En vista del panorama, que vuelve a confirmar que a los japoneses no les gusta el mar, compramos algo de comer en un supermercado y tomamos la carretera de la costa buscando un lugar donde contemplar el mar. Saliendo hacia el norte, hay un hotel espantoso, pintado de azul chillón. Un poco mas adelante, una pequeña península ofrece un sendero para caminar. Una profunda oquedad en la roca arroja con fuerza el agua contra el interior. Subimos por una empinada escalera tallada en la roca. Arriba, un banco de falsa madera (cemento) nos sirve para comer y ver el mar oscuro bajo un cielo amenazante. Uno siente tristeza de que estos días se terminen, como ocurre siempre que se hace un viaje.
Al regresar le damos al navegador una opción que parece incluir el ferry. Y así, en Tokushima, el muy inteligente navegador, que en nuestro caso se llama Catalina, nos reenvía a la terminal de ferry que conecta con Wakayama, en la península de Ise. Pero cuando preguntamos en las oficinas, nos informan de que están llenos para el próximo ferry (tres cuartos de hora de espera), que podemos probar a esperar por si falla alguien y sino en el próximo, que sale casi tres horas más tarde, hay plaza segura. Como Wakayma no nos ahorra tanto como si fuese directamente a Osaka, y no nos apetece esperar, decidimos seguir por carretera. Cruzamos el puente de Naruto (no hemos tenido tiempo de acercarnos a ver los remolinos, famosos, que se forman al chocar las dos corrientes del Mar Interior y del Océano Pacífico) y estamos en la isla de Awaji. Montañas y verde, para variar. Aquí se encontraba el epicentro del gran terremoto que asoló Kobe en 1995, el Hanshin. La autopista atraviesa esta isla para desembocar en el espectacular puente de Akashi Kaikyo, uno de los mayores puentes colgantes del mundo con casi cuatro kilómetros de longitud. Lo cierto es que conduciendo de repente ve uno los inmensos pilares, la curvatura que hace que parezca que el coche asciende una montaña de asfalto. Cuando se inicia el descenso, uno siente la altura sobre el mar, sobre la costa de Honshu, nuestra isla, donde infinitas luces dibujan el perfil de la costa y la marea humana del interior.
Se entra en las cercanías de Kobe, donde el tráfico es intenso, con retenciones. Muchos edificios modernos, altos, se divisan desde la autopista elevada que atraviesa la cuidad. Son las siete y media de la tarde y el cansancio pide dejar el coche un rato. Nos desviamos en Kobe y salimos cerca de la estación de Sannomiya. Dejamos el coche en un aparcamiento justo cuando comienza a llover. Realmente hemos tenido mucha suerte con el tiempo, piensa uno mientras camina por una ciudad animada, bulliciosa. En torno a la estación, abundancia de pequeños restaurantes de todo tipo. Las calles, animadas, dibujan una idea de gran ciudad. Da pena no entender los menús de lugares que parecen prometer moderna cocina japonesa. Al final nos decidimos por un italiano de diseño agradable. El paraguas es muy pequeño para andar dando vueltas.
Tenemos que volver a Kobe.
Es una ciudad que figura en la lista de lugares a visitar antes de irnos de aquí. Y cada vez falta menos.
Carretera de nuevo, después de la pausa para cenar y aprovechara a caminar un poco. A eso de la una de la mañana llegamos de nuevo a nuestro hogar. Mil cuatrocientos kilómetros, y las imágenes del mar, de los templos, de los jardines, de las playas, de la gente, de las ciudades, amarradas en nuestras cabezas para siempre.