Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

25 septiembre 2006

Viernes 22 de septiembre
Ya tengo terminado casi todo el papeleo para desaparecer de este país. Esta semana he ido con Osawa san dos veces a Tajimi, a la zeimusho, la oficina de hacienda que me corresponde. Me han pedido un certificado de residencia fiscal en España y me ha costado un poco hacer entender, con ayuda de Osawa, lo que quería y para qué lo quería. Parece ser que no han pasado muchos españoles por esta oficina en los últimos años. Lo cierto es que me han parecido gente más amable que el funcionariado español con el que me ha tocado en suerte lidiar (siempre hay excepciones) y me ha sorprendido ver a todo el mundo trabajando (al menos asi lo parecía) sin dedicarse a menesteres paralelos. Tambien hemos ido al banco a terminar de aclarar lo de la liquidación de la cuenta y lo de la transferencia a España.
Definitivamente no ando centrado en mi trabajo. Tengo algunas cosas que hacer y que quiero terminar pues cuando me vaya, a mi colega de Pamplona que trabaja con ellos le va a tocar arreglar los temas en inglés por teléfono o correo electrónico, y la cosa va a ralentizarse y complicarse bastante. Pero tengo la cabeza en otros sitio y siempre ando pensando que se me estará olvidando o que debo recordar sin falta.
Cada vez que paso por una calle de este pueblo, por una tienda, no puedo evitar verlo todo el periodo (dos años y un mes) en conjunto, como una experiencia que se termina. Me parece todo más agradable y no dejo de sentir algo de tristeza. No solo por abandonar lugares a los que uno acaba cogiendo cariño por el roce. La sensación de que una parte de la historia de uno se queda aquí pegada, al tatami del salón, a los puertos de montaña por los que subía con la bicicleta, al supermercado de la esquina, a la estacion de tren de Imawatari. Me voy un poco mas viejo, con un montón de recuerdos asentados en la cabeza pero que me ligan a este lugar al que no se si volvere algún dia (supongo que si)
El miércoles cenamos en casa de Jin. Con su mujer, David y la novia japonesa que se ha echado, Midori. Aunque él de momento lo niega. Es una chica joven, agradable, que ha estado trabajando en la oficina central de Tokyo durante un año y ahora esta aquí. Y como ha estudiado filología hispánica, habla bastante bien español. La cena fue muy agradabla, abundante en ternera de Hida (lonchas finisimas envueltas individualmente en hojas de plastico hasta su consumo) a la plancha, tempura y mas cosas sabrosas. También fue abundante en vino y cava y al final renunciamos al taxi para darnos el paseo de quince minutos hasta casa para dar tiempo a la comida a ser digerida. La temperatura estaba muy agradable pues parece que el calor húmedo del verano ya ha desparacido. En casa traté de hacer algo del trabajo para lo del curso, y terminé acostandome muy tarde. Como el martes.
Ayer, jueves, también tuvimos la tarde ocupada. Tuvimos cena con el gerente de mi empresa de Pamplona y con Koichi y Riuyi. Vinieron, además, Marisa, Midori y Mamen. Fuimos a un precioso restaurante en Inuyama. Se trata de una casa antigua, de mediados del siglo XIX de una familia enriquecida con el comercio de kimonos. Y lo curioso es que el cocinero, un tal Narita, se ha especializado en comida francesa. La comida fue sabrosa. Y agradable. Despues de cenar nos acompañaron a ver los jardines y el resto de estancias de la casa, que casi es un museo de objetos antiguos y estancias decoradas con muebles de la época. Llegamos a casa a eso de las diez y tan solo me lave los dientes antes de tirarme en la cama y caer dormido al instante.
Hoy por la mañana he notado como el dormir casi nueve horas me ha recuperado bastante el cansancio que se iba acumulando en mí. Y es que el cansancio ha formado parte de mi vida estos tres días laborables. Hasta tal punto que el otro dia un tipo, al que juraría que no conozco, me dijo mientras lavaba mi taza de café, que tenía cara de cansado. Se puso a hablar conmigo y me pregunto por mi novia, con lo cual imagine que me habia confundido con David, luego, sentado en mi mesa, mirando con indolencia el ordenador escucho un susurro. Aparece por detras y me dice que sonria, que tengo la cara muy seria.

Esto se acaba

El tiempo pasa. Hace un poco más de dos años que llegamos. Y ahora mismo andamos recogiendo cosas, cerrando cajas, desmontando algunos muebles que nos llevaremos, despidiendonos de la gente que nos ha soportado... En fin, que uno siente que un pedazo de su piel, de esa que se va dejando en el vivir y en el soportar la vida, se ha quedado en las montañas de Gifu, en las calles oscuras y sin aceras de Kani, en los viajes a través de esta tierra.
El jueves de la semana próxima tomaremos el avión para no volver (al menos para no volver a usar el visado de trabajo de reentradas múltiples). Y tocará volver a terreno conocido, con menos estímulos.
Estos dos últimos meses han sido intensos, con viajes a China (Shangai y Beijing), a la isla del norte, Hokkaido, al Obonmatusuri de Guyo Hachiman, a Nagano, Nikko y, otra vez, Tokyo. Pero ya empieza a ser pasado y no me gustaría vivir agarrado a un recuerdo intenso, deshacerlo de tanto explicarlo. Prefiero mirar al futuro y construir una nueva vida, lo más intensa posible (dentro de mis limitaciones, a saber, la vida burguesa en la que estoy instalado, las energías y mis posibilidades de encontrar modo de vida) y si es fuera, otra vez, pues mejor.

Sirva esto como despedida, aunque quizá tenga tiempo de colgar algo más antes de desaparecer del todo.

Un abrazo a toda la gente decente que ha leído mis líneas.
Óscar

02 agosto 2006

Martes 26 de julio

Un día corriente.

Hoy me he levantado a las siete menos cuarto. Me he duchado sin pasar el frío terrible del invierno. Me he puesto el pantalón blanco y la camisa de tela basta blanca del uniforme. He desayunado oyendo las noticias de Radio Nacional de España a través de Internet. Noticias, por lo general, de poco alcance internacional y con gran tendencia a los dramas y catástrofes de todo tipo. Al terminar, ojeo un poco el País digital mientras escucho el boletín de la BBC. Después camino rumbo al trabajo. Normalmente voy en bicicleta, pero como llueve tanto estos días, prefiero andar con un paraguas grande. Cruzo la vía del tren. Veo a los niños caminar rumbo al colegio con sus uniformes, montando en bicicleta con paraguas (cosa que yo también he hecho aquí). Las chicas vestidas de marinero, o con esas faldas de lolita, remangadas hasta lo imposible. Ellos con esas casacas negras que imponen. Todos con el nombre escrito en una placa, sobre el pecho. En los semáforos, cuando los niños son pequeños y van en grupos, dos niños o niñas mayores van el primero y el último con una bandera cada uno. En los pasos de cebras, por las mañanas suele haber gente (creo que voluntarios) con chalecos de colores para ayudar a la tropa infantil a cruzar. Los niños pequeños, supongo que para no perderse, llevan gorros amarillos. Pasión por los uniformes la de los japoneses.
Cuando voy en bicicleta, aparco ésta en el aparcamiento al efecto. Desde allí tengo que cruzar toda la fábrica hasta llegar a mi oficina. Si voy con tiempo puedo ver como grupos de operarios hacen su gimnasia al son de una música que debe tener cuarenta años. Megafonía que me persigue incluso cuando estoy lejos del lugar. Al final, llego con los pantalones mojados al trabajo, y sudando por la humedad.
Tengo que procurar estar en mi sitio a las ocho. En los dos años que llevo viviendo y trabajando aquí, solo un día llegué tarde, a las ocho y cuarto. Ni un día de baja por nada. La presión que uno siente es tal que hasta ese día que llegué un cuarto de hora tarde me sentía abrumado por el peso de la mirada de mi jefe. Hace poco fui al médico. Mi jefe me dijo si me tomaba el día de vacaciones. Así es como hace esta gente. Para eso están los días de vacaciones. En el trabajo enciendo el ordenador. Afortunadamente el sistema operativo está escrito en inglés, pero los programas están escritos en japonés. Me cuesta recordar cada función. Y el programa de traducción que me han instalado solo sirve para tener una idea de lo que habla un texto. Nada más.
La mesa. Muy pequeña y vieja. Como todo el mobiliario. Aquí no tiran nada hasta que ya no se puede emplear. Esto es Gifu, esto es el Japón profundo, el Japón que todavía recuerda el hambre de la guerra.
Aquí la gente tiene la mesa llena de papeles y apenas tiene espacio para situar el teclado del ordenador. El mobiliario parece del periodo de la postguerra. Si no parece que estamos en los años cincuenta es únicamente por los ordenadores. Hace calor. Estamos en julio y cuando sale el sol (pocos días, estamos en época de lluvias, con una humedad relativa de más del 80%, el clima es durísimo) el aire asfixia. Hace unos días le pregunté a mi jefe porque hacía tanto calor y me explicó que el aire acondicionado solo se enciende a partir de 28 grados, lo cual me pareció una grosería para con el trabajador. Pero no se quejan. Me argumentó que era para reducir consumo y que en otras empresas como Toyota también tenían esa norma. Ignoro si se lo llega a creer o si ni siquiera lo cuestiona. Lo cierto es que tiro del abanico que me dieron en el torneo de sumo de Nagoya y veo como otros empleados igualmente se abanican. Antes eso que protestar, claro.
A las once cuarenta y cinco de la mañana suena un timbre. Todo el mundo deja lo que esté haciendo en ese momento, se levanta y camina hacia la puerta. Alguien, normalmente alguna mujer que son las encargadas de tareas complejas, apaga la luz de la oficina. Sí, trabajo en oficinas, en diseño, pero los japoneses necesitan que les digan a qué hora pueden ir a comer. La improvisación no está en sus genes, ni se plantean importarla.
La calle interior de la fábrica es una corriente de seres anodinos, con ese uniforme blanco lleno de sucias manchas negras, corriendo hacia la entrada de la cantina. Con ese correr de arrastrar los pies, de caminar moviendo con brío las piernas. Al menos ahora ha mejorado la cosa con el nuevo edificio. Además, ahora que no estoy en el último turno, ya no me arriesgo a llegar y que de las dos bazofias de platos a elegir, la menos mala se haya acabado. Porque antes había carreras por llegar y poder elegir.
La comida. Antes solo el cuenco de arroz estaba caliente. Un cuenco de tiempos inmemoriales. Para beber, te industrial que sale de unos bidones grandes de plástico de campaña. Un cuenco de plástico amarillo, que a mi me recordaba al que se utiliza para dar de beber a un perro o a un gato. Tal vez por los mordiscos y arañazos que llevaba en su borde y que tanto me desagradan al beber. Los palillos, de madera desgastada, igualmente por los mordiscos, ofrecen un color anaranjado pálido que se pierde en algunas zonas. Las bandejas de plástico, húmedas por el reciente lavado. Hacemos fila pacientemente. Rostros aburridos de japoneses resignados, rostros agresivos de brasileños que no están a gusto. Rostros que trato de esquivar para no contaminarme. Además del arroz, queda el plato principal. El platito, pues es una ración tipo comida de avión. A veces carne a veces pescado. La mayor parte de las veces de sabor desagradable. Ahora, al menos está tibia, pero cuando estaba fría yo nunca cogía pescado. La carne la sumergía en el bol de arroz para que cogiese temperatura. Ahora que está caliente, uno se siente más feliz. Luego, un diminuto plato de alguna ensalada. Existe la opción, a veces lo practico, de los ramen, cuando el aspecto de las dos opciones así lo aconseja. Ayer, por ejemplo. Lo malo de los ramen es lo que manchan pues el fideo, al sorberlo con la boca ayudado con los palillos, suele escurrir el liquido por todas partes. Y claro, no hay servilletas. Existe también la opción del arroz con curry, pero eso solo lo tomé una vez pues, si bien es de sabor agradable, es excesivamente picante y el estómago, al menos el mío, se resiente.
Mesas corridas donde una masa blanca come con rapidez. Ropas manchadas de grasa, pelos largos, teñidos de rubio o de pelirrojo. Gorras de la empresa sobre cabezas de mirada rígida. Esas miradas que parecen no encontrar nada. Tal vez tampoco busquen nada y por ello, si encuentran rechazan con vehemencia. Al terminar ahora, dejamos la bandeja en una cinta transportadora. Antes teníamos que vaciar los restos de cada plato en unos depósitos y limpiar los platos bajo chorros de agua. Uno veía los restos de comida apilados mientras el chorro de agua arrastraba lo que uno, pese al hambre, no había sido capaz de tragar. Al fondo, las cocinas industriales de sabe Dios qué época.
Deprimente. En conjunto. Se mire como se mire.
Cuando nos quedábamos a veces sin comida y tenían lugar verdaderas carreras, nadie se planteaba protestar. Aquí nadie protesta. No hay pintadas, nadie escribe nada en las paredes, en los vagones del metro. En la empresa nadie se queja. Está muy mal visto.
Recuerdo que el año pasado, cuando me tocó estar más de tres meses en Stuttgart, en el comedor del centro técnico de Daimler Chrysler aquello fue para mí, en contraste, un mundo de lujo y sabores. ¿Qué pensará un alemán que venga a hacer una visita a esta empresa y vea esto?
Después de comer solemos sentarnos en un parquecillo pequeño, de unos cien metros cuadrados. Atentos a la hora, pues a las doce treinta suena la campana y antes hay que ir yéndose. Muchos grupos a las doce treinta en punto se ponen todos de pie y el jefe les informa de lo que sea. Si uno llega un minuto tarde, todo el mundo lo ve. Me parece absurdo esta rigidez en oficinas, pero claro, quien soy yo para protestar. Así, no hay que pensar a qué hora se va a comer o a qué hora se regresa a la oficina. Todos a la vez.
Después de comer y regresar a la oficina, me preparo un café y me tomo una chocolatina de las que tengo en la mesa (yo no puedo vivir sin un pequeño postre de dulce). Luego me lavo los dientes (aquí causamos admiración los españoles, pues en dos años que llevo aquí solo he visto una vez a un japonés lavarse los dientes en el trabajo después de comer). Un baño un tanto decadente con olores miserables, ya que el extractor esta lleno de mierda y apenas logra sacar algo del aire viciado. Ahora, de vez en cuando, voy al edificio nuevo a lavarme los dientes, pero igual está prohibido.
Las tardes se me hacen largas. Desde las doce y media hasta las cinco de la tarde me veo sentado en la mesa, haciendo lo que toque. O dibujando planos. O montando amortiguadores. O haciendo otro tipo de trabajos manuales. Esta semana he tenido que traducir un informe sobre unas medidas en vehículo. Para ello me sentaba con mi jefe, el me leía el texto (sigo sin poder leer nada de japonés) y luego me lo explicaba todo en japonés. Así, hablando, yo lograba traducirlo al inglés. Luego lo paso al ordenador. A ratos me levanto, la silla es muy incomoda y no la soporto mas de hora y media seguida, me pongo un te verde (hay dispensadores gratuitos en oficinas) y me acercó a una ventana a mirar caer la lluvia. Antes se veían las montañas, pero con el edificio nuevo solo se ve este. Estiro la espalda, las piernas, los brazos.
En esas pausas a veces hago vida social con la gente con la que suelo hablar, extralaboralmente hablando. Hoy me he encontrado a Takami san y me ha explicado por qué es tan inestable el tiempo y a pesar de llover mucho hay tardes o mañanas que se abre el cielo y brilla el sol. Es un tipo majo. Charlamos tranquilamente y mezclamos inglés y japonés.
Los miércoles tenemos reunión de grupo, pero no me suelo enterar de mucho, aunque si sé de que hablan. Nos sentamos en torno a una mesa y las mujeres, haya sitio o no, se sientan siempre en una fila aparte, en sillas plegables. Y no protestan.
Los viernes, a las cuatro cuarenta y cinco, no antes, no otro día, toca limpieza. Alguien me dijo que es porque la empresa no tiene dinero para pagar una contrata, pero cuesta creerse eso de una multinacional de la automoción. Lo cierto es que toca pasar la aspiradora, limpiar el polvo de la mesa, etc. Los más jóvenes vacían las cajas de papel para tirar en un almacén donde debe acumularse para posteriormente ser vendido. Los trapos que utilizamos para limpiar están hechos a partir de restos de ropa, de uniformes. Apañados son estos japoneses. Al pasar la aspiradora uno se da cuenta de la cantidad de porquerías que atesoran debajo de las mesas. Pasando la aspiradora me di cuenta de que una de las impresoras estaba apoyada sobre ladrillos, y de que los cuadrados de moqueta raidos y descoloridos se levantan por los bordes. Yo diría que llevan más de treinta años allí puestos.
Por último, a las cinco de la tarde recojo mis cosas. Como la mesa es tan pequeña, procuro dejarla despejada, pero la mayoría de mis compañeros la tienen llena de papeles (supongo que forma parte de la estrategia del isogashi, de estar muy liado, o al menos aparentarlo). También les gusta poner muñecos tipo Hello Kity por encima de la mesa. El gusto barroco hortera moderno.
A las cinco, digo otsukare sama desu, que es como me han enseñado a despedirme de una manera cortés, y me voy al otro edificio donde tenemos la clase de japonés. Como me voy a las cinco de la tarde solo veo irse a la mayoría de las mujeres que por tener trabajos tan interesantes, se van en cuanto termina la jornada laboral oficial, cinco menos cuarto. El resto se queda a hacer zangyo, horas extras, y a aparentar. Ahora que trabajo aquí, sé cuando alguien tiene mucho o poco trabajo. Según las normas de la empresa, que nos entregaron redactadas en ingles al poco de entrar, antes de irse cada día hay que pedir permiso al jefe y uno no se puede negar a hacer horas extras cuando se lo soliciten. Pero como nosotros no tenemos contrato japonés, sino que somos unos débiles occidentales, vagos, con contrato de expatriado, pues nadie nos dice nada. Pero sé que mis compañeros, sobre todo los más jóvenes, se suelen quedar hasta muy tarde (las diez, las once de la noche). Trabajan bastante más que nosotros. Solo una semana en verano, la Golden Week en mayo y menos de una semana en Navidades. Y sólo dos días festivos al año . Para compensar tantas vacaciones se trabaja tres sábados al año. Terrorífico.
En la clase de japonés las cosas cambian. Allí podemos poner el aire acondicionado sin restricciones (supongo que estará prohibido). A veces llega Koichi, nos saluda y se cambia de ropa, de espaldas a la profesora. El otro día, antes de saludar, nos dijo que sabía que habíamos ido al sumo. A pesar de que no lo dijimos a mucha gente, en esta empresa son bastante cotillas y todo el mundo sabe lo que hacemos. En clase a veces hablamos con la profesora, sobre todo al principio, de las impresiones que nos causa la vida aquí. Ahora ya nos vamos acostumbrando.
A las seis suena de nuevo una señal por megáfono. Recogemos, y camino hacia el aparcamiento de las bicicletas. Ficho y salgo, tratando de olvidar el día, quedándome solo con la parte antropológica del asunto. Al llegar a casa lo primero que hago es quitarme el uniforme.
El resto de la tarde leo, duermo la siesta, voy a nadar, cenamos fuera, hacemos la compra. Depende. La rigidez termina a las seis.

27 julio 2006

Península de Izu

Martes 18 de julio



Llueve con fuerza. Al menos no hace calor y la humedad, alta, no se nota tanto. En China el tifón Bilis ha dejado 188 muertos. Era uno de esos tifones que se forman en el Pacífico y que van subiendo, buscando la costa. Algunos, cuando tocan Kyushu giran y atraviesan todo Japón. Pero este siguió recto y entró por Corea donde también ha causado daños. De momento, este año, no nos ha tocado sufrir ningún tifón. Por cierto que la palabra japonesa taifu, yo siempre la había asociado a una katakanización del inglés, pero el otro día vi que su lectura deriva de dos kanjis: gran viento.

Ayer llegamos de nuestro corto viaje a la península de Izu. El sábado fui a buscar a Mamen al aeropuerto y nos vinimos a casa. A pesar de que por falta de plazas, le cambiaron el billete y le pasaron a la clase Executive, venía cansada. Y es que el viaje y el cambio de horario afectan al cuerpo, aunque uno vaya cómodamente instalado. Yo aproveché a estudiar un poco del módulo siguiente de mi curso a distancia. Trata de la no violencia. Algo que suena extraño en estos turbios días que traen el olor a quemado de la guerra en Líbano, de la amenaza por parte de Corea del Norte, de los atentados en el metro de Bombay…
A pesar del mundo, de los hombres y su locura, nosotros salimos a reconciliarnos con él. O al menos con esa porción dócil, tranquila, educada con la que interactuamos. Salimos el domingo con el coche por la Tomei Expressway, la autopista que por la costa se dirige hacia Tokyo. Pasamos Hamamatsu, Shizuoka y en Numazu nos desviamos. Hasta allí todo bien, pero atravesar Numazu y Mishima nos llevó bastante tiempo. Estaba muy congestionada la carretera, plagada de semáforos y cruces. Aprovechamos a comer algo y partir el esfuerzo de soportar esos kilómetros lentos de arrancar y parar.
Pero después, poco después, llego la costa. Bajamos por la costa oeste. Una carretera que copia el perfil de una costa que a ratos es abrupta y a ratos no tanto. Poquísimas playas y muchos espigones y diques para proteger de los tifones y tormentas. Un par de pueblos de pescadores, y unas nubes dibujadas con trazos melancólicos, un sol desganado, que apenas se deja ver. Abajo, el mar, brillante, ardiente a ratos, oscuro por momentos. Paramos un par de veces en esos miradores que tienen a bien construir los japoneses donde poder dejar el coche y recrearse con la visión infinita del océano. En algunos puntos, se podía ver el monte Fuji, una montaña de perfil característico, de formas perfectas, con nubes atrapadas en su cima. Dice Lafcadio Hern que es una montaña hermosa hasta que uno se acerca a ella. Es cierto que desde la distancia parece una creación perfecta de la naturaleza. Caminamos un rato hacía un enterramiento prehistorico, pero no podemos entender la explicación que muestra un cartel. La vegetación del camino es densa, vigorosa. Especialmente en esta época, en la estación de lluvias, claro. Pero avanzando con el coche uno siente el vértigo de la selva tropical queriendo comerse la carretera, todo aquello que el hombre tiene a bien construir para marcar su poder. Flores exuberantes, enormes.
El mar relaja. El tiempo libre también resulta ser un buen compañero vital. Hay un pueblo Dogashima lleno de hoteles y de onsen, donde los japoneses van a bañarse y relajarse. Paramos y paseamos. A pocos metros de la costa, pequeñas pero orgullosas islas hechas de rocas altas, de vegetación, desafían las ultimas horas de luz del día.
Con la noche ponemos rumbo directamente a Shimoda, donde dormimos en un hotel un tanto pretencioso pero con un delicioso jabón francés de melocotón. El hotel se llama Marseille (escrito en katakana, claro).
El lunes es festivo. Por eso nos hemos permitido esta excursión. Es el día del mar (uminohi). Uno no pregunta cuando en la fábrica le informan de que el lunes es fiesta, que no hay que trabajar. Y como es el día del mar, después de un sabroso desayuno nos dirigimos al puerto a tomar uno de los barcos turísticos que recorren la bahía. Es un barco negro, como las naves del comandante Perry que atracaron aquí cuando, en 1857 se acercaron a este país, aislado del mundo, para exigir que se abriesen al comercio. Shimoda está lleno de barcos negros de todos los tamaños para recordar la historia y para atraer al turismo. El paseo en barco es agradable. La bahía esta muy protegida y cuando llegamos a mar abierto, éste muestra unas olas poderosas y fuertes. Y eso que no hace un día malo. Está nublado, como casi todos los días, pero no llueve y hay una suave brisa que disimula la humedad.
Antes de subirnos al barco hacemos cola. Como todos los japoneses, familias en su mayor parte, algunas parejas jóvenes. Poco antes de poder subir, un grupo de jóvenes se acercan directamente a la entrada del barco e, interrumpiendo incluso a una familia que iba subiendo de uno en uno, se meten en medio y dan su entrada para subir. Nadie dice nada. Uno siente cierta rabia, pero el hecho de que hasta el hombre encargado de mirar el billete no diga nada da que pensar. Uno ha oído hablar de los mafiosos locales y no quisiera ver turbada sus vacaciones. Pero siente igualmente rabia por esa prepotencia dócilmente soportada.
Volvemos a tomar el coche, después de pasear por el puerto y ver los barcos de pesca, silenciosos, quietos, oscilando tan solo levemente con el manso oleaje que es capaz de vencer los tercos obstáculos puestos por el hombre.
Avanzamos por la costa en dirección al cabo de Iro (Irozaki). Hay unas cuantas playas, pero han evitado dejar ni un espacio libre donde poder dejar el coche, y los aparcamientos, improvisados, cobran cifras caras: 1500, 2000 yenes y más. No hay tarifa horaria. Un joven lee un libro sentado en una mesa plegable bajo un cartel hecho a mano. Eso es toda la taquilla. Parece un poco irregular, pero quién sabe. Esto es la segunda potencia económica del mundo.
Las playas tienen poca gente. El día parece que va a terminar en lluvia, pero de momento se contiene. La humedad hace que la ropa se pegue, a pesar de que la temperatura no llega a los veinticinco grados.
Seguimos hasta llegar al pueblo llamado Irozaki. Hay que bajar por una carretera estrecha hasta llegar a un lugar encajado por las laderas abruptas de las montañas a los lados. Al fondo, el mar, en un estrecho camino. Como si de un río se tratase. Un lugar protegido de manera natural. Tomamos el barco que nos lleva a ver unas islas deshabitadas situadas cerca de la costa. Un barco pintado con chillones colores que avanza tranquilamente allá donde el mar es como un río. Curiosas rocas que se fragmentan por la erosión dan un aspecto inquietante al paisaje. Arriba, a la derecha, se ve el blanco de un faro. Pronto llegamos a mar abierto. El oleaje es muy intenso y nuestro barco, pequeño, sube y baja con la energía del mar, sin ofrecer apenas resistencia. Gente que grita, que se agarra al asiento con expresión de desconfianza. Hay que sujetarse bien para no dejarse llevar por los caprichos del mar. Reconozco que hasta que se estabilizo la sensación y se hizo más o menos constante, a mí me impresionó ver aquella masa de agua subir y bajar, y a nuestro barco moverse a su merced.
Bordeamos unas islas de roca y vegetación salvaje. Una voz muy educada nos daba unas explicaciones imposibles para nosotros, que nos dejábamos guiar por la belleza del mar, por su furia, por aquellas islas modeladas por el tiempo.
Llegamos al puerto. Unos pocos puestos de venta de recuerdos y de comida. Subimos por un sendero hacia el faro. En el camino nos sentimos rodeados de la vegetación abundante, tropical, de esas flores enormes que causan respeto. El sonido de algo que a mí me recordaba la chicharra de Castilla se hacía intenso por momentos. Supongo que será un insecto pariente de áquel. El camino se hace horizontal, más o menos, en un lugar donde en tiempos debió haber algo así como un parque temático. Hoy solo queda una entrada, con su taquilla, que ya comienza a ser devorada por la vegetación. Realmente parece que nos hallásemos en una zona tropical. Mas adelante un chiringuito, grande, de comidas y bebidas, que también inicia el proceso de degeneración hacia el vacío, hacía la nada que es nuestro destino final inexorable. No sé bien por qué, pero los lugares abandonados me fascinan.
Un sendero de losetas que sigue avanzando hacia el mar, a cierta altura. Al principio solo se oye romper el mar, de tan intensa que es la vegetación. Pero justo cuando aparece el faro, enjaulado tras una vaya impracticable, a la derecha, la caída de la roca comienza a abrir huecos, a pesar de la vegetación. Luego ya solo queda la roca desnuda, de formas caprichosas. Abajo el mar rompe con fuerza, se cuela por huecos que el mismo ha ido creando con su tozudez. Su propia esencia.
El sendero desciende por unas escaleras y uno encuentra encajado en la roca, un pequeño templo. Un hombre lee mientras espera que algún cliente compre algún recuerdo, alguna figura, o pague alguna ofrenda. El templo está construido con una pared clavada en la roca y la otra desafiando al mar desde cierta altura. El camino ahora si que es espectacular. Nos acercamos al extremo del cabo, una punta de roca volcánica, escupida por el Fuji (a mas de cien kilómetros de distancia) hace muchos miles de años. El sonido del mar chocando contra las rocas nos llega por los dos lados. El lugar hechiza. Unos pocos japoneses se hacen fotos. Una pareja parece más concentrada en el lugar. Él, pelo largo, prematuramente encanecido, con un cierto aire a Koizumi, saca un cuaderno y dibuja los islotes de rocas. Ella, aire bohemio, poco japonesa, mira absorta el mar y a su compañero.
Nos quedamos un buen rato sintiendo esa magia de los lugares que subyugan, en los cuales uno no encuentra el pensamiento adecuado, ni las palabras correctas. Y mientras tanto se pasa el tiempo mirando el fluir del agua, romper en sonora espuma contra los perfiles irregulares del la roca. Saltar de gotas. Un fondo azul bajo la espuma blanca. Y vuelta a lo mismo. Pero siempre diferente. Fascinante. Reloj de sensaciones lentas, estimulantes de algo dormido cuyo cosquilleo nos atraviesa y nos habla de nosotros, de nuestras perspectivas, pero con una voz más sabia.
Después de un buen rato deshacemos el camino y tomamos el coche. Ponemos rumbo a la costa este y subimos un poco, tratando de ir haciendo el camino de regreso. Volvemos a pasar por Shimoda y, desde allí, la costa se nos aparece un tanto diferente. La carretera discurre al lado del mar, pero a una cierta altura. El sol parece querer salir por algún lugar y el día se ilumina a ratos. Entonces el calor y la humedad hacen el día insoportable.
Comemos en un lugar sencillo. Y la comida nos sorprende por la abundancia, sabor y precio. Japón. Paseamos por un pueblo de nombre desconocido. Callejuelas estrechas donde uno se pregunta si esto de verdad pertenece a una de las grandes potencias económicas del mundo. Casas con paredes de chapa, neveras viejas usadas como armarios en donde deja espacio un huerto, enseres viejos apilados junto a las entradas, diminutas habitaciones exteriores usadas como garajes donde los coches, por pequeños que sean, no entran del todo. Una imagen más cercana al tercer mundo que a la de un gigante económico. No es la primera vez. Al final, el mar. Protegiéndonos de su furia, un espigón. Una puerta de cierre hermético, permite bajar y caminar por las rocas, pero la suciedad y los olores no invitan a ello. Mejor quedarse arriba y contemplar el mar sin saber lo que hay detrás del muro, antes del mar.
Poco a poco iniciamos el regreso. El fin de semana, más largo de lo normal, se acaba. A pesar de que las montañas japonesas ya nos son conocidas, el valle por el que se interna la carretera nos sorprende. Un valle verde y abrupto donde un puente en espiral nos ayuda a vencer el desnivel. Como en un aparcamiento, pero sobre el vacío, la carretera se enrosca y así avanza. Curioso. Avanzamos ahora por el interior de esta península. El viaje de vuelta se hace pesado otra vez al pasar por Numazu. Otra vez necesitamos casi dos horas para hacer diez o quince kilómetros. Pero el resto del trayecto hasta casa no se hace muy complicado. Además, como unos treinta kilómetros antes de Nagoya, tomamos la nueva autopista que va hacia Mitake para enlazar con la de Takayma a Gifu, pues nos ahorramos lo peor.

03 julio 2006

FRAGMENTOS DEL DIARIO

Domingo 28 de mayo

Escribo más bien poco últimamente. Creo que es cuestión de ánimo, de falta de ánimo más bien. No me veo en disposición de enfrentarme al cuaderno o al teclado para contar las cosas terribles que, creo, suceden a mi alrededor. Cosas terribles como tener que vegetar en una oficina gris haciendo algo que no me gusta y que parece ser mi horizonte profesional en los próximos veintiséis años (suponiendo que me pudiese jubilar a los sesenta y cinco, que hasta eso parece complicarse). Esta vez la tempestad ha ocupado largos silencios en este diario. Silencios que se disolverán en el mar del tiempo perdido para siempre, insalvable, irrecuperable. Memoria del olvido.
Esta semana ha venido el director de ingeniería de mi empresa en Pamplona y el responsable de Desarrollo. He tenido que asistir a una serie de reuniones internas, en las que ha quedado de manifiesto que mi japonés es todavía insuficiente como para traducir, incluso de manera precaria. El miércoles llegaron tres tipos de Peugeot de Francia y me tocó estar en un par de presentaciones. Todo esto se traduce en la cena del lunes, tranquila, solo con los de mi empresa de Pamplona, la del martes, con algunos japoneses también, en un lugar donde había mujeres de compañía (mayores) que no paraban de hablar, tratando que la conversación no decayese. Una de ellas tocó el shamisen, esa especie de guitarra japonesa de tres cuerdas mientras la otra hacia el ganso simulando un baile que parecía improvisar tomando elementos de donde fuese. El caso es que ante unos cuantos japoneses bastante ebrios y cuatro extranjeros, debieron considerar que el nivel era el necesario. La cena fue sabrosa y probé, por primera vez, carne de caballo en shasimi (cruda) que no me resultó fascinante, así como otras muchas viandas desconocidas. El director de ingeniería de la empresa japonesa me animaba a que rellenara el vaso de la mujer de compañía japonesa que se sentaba en un extremo de la mesa El nivel de alcohol fue el adecuado para romper el hielo en las relaciones interempresariales y, al terminar, el autobús contratado al efecto (típico en las cenas en las que se prevén borracheras generalizadas) nos llevó a un karaoke de chicas. Como ya sabíamos de que iba el tema, Pedro y yo decidimos discretamente huir y así lo hicimos a las nueve de la noche. Yo notaba el efecto benefactor de las cervezas y el sake en el cerebro. Es cierto que la tensión del día, de las traducciones frustradas, se habían disipado en un mar de generosidad y benevolencia de procedencia misteriosa. Al final todos parecían amigos de la infancia. Tal vez parecía que no habían, no habíamos abandonado nunca la infancia.
El jueves, al acabar la presentación de la planta y de algunas tecnologías, fuimos a cenar con los franceses. Fuimos a un restaurante de anguila, unagi. Esta vez me estrené con la medusa, de poco sabor, apenas el de la salsa, y shasimi de carpa, que no me fascinó, pero que pude terminar gracias a una salsa muy dulce y espesa que lo acompañaba. Luego la anguila, que consistía en un cuenco de madera lleno de arroz y colmado por arriba con los trozos de anguila cocinados. Sabrosa. Nos explicaron que se iba colocando la anguila y el arroz en un bol y se iba comiendo directamente desde éste. Se podían añadir sésamo o algas o puerro que venían en pequeños recipientes aparte. Junto con la bandeja venía un recipiente de agua situado sobre una llama que la mantenía cercana a la ebullición. Al terminar, se echaba el agua sobre los restos de y se obtenía de esta manera una sopa que se bebía del bol directamente. De postre un helado japonés, poco dulce.
Después de cenar, carretera y a Takayama. La cena estaba programada para las seis y cuarto, pero por retrasos en la agenda de actividades previstas, no comenzó sino una hora después. Así que salimos tarde. Yo me pasé el viaje hablando con Chikamatsu, pero como ahora le tengo cogido el truco, después de que empezara a asediarme a preguntas, pasé yo al ataque. Le pregunté por sus hijos y así uno va conociendo como ven el sistema educativo japonés sus usuarios. Pedro iba detrás, en el mismo coche, hablando con uno de los tres franceses.
Esta vez fuimos a un buen hotel en Takayama. Llegamos cerca de las once de la noche. Yo apenas pasé revista a todas las cadenas de televisión que ofrecían y me eché a dormir. Estaba realmente cansado.
El viernes fue una jornada laboral atípica. Estaba nublado, pero el pronóstico del tiempo no hablaba de lluvia. Desayunamos, y nos fuimos al aeropuerto Hida Air Park donde ya habíamos estado anteriormente. Esta vez eran otros los que organizaban los coches, los que ponían los conos. Había coches con diferentes tecnologías que mi empresa japonesa ha tenido a bien desarrollar, o está en ello. No solo de amortiguadores, sino también de direcciones. Al principio no me tocó hacer nada, pues había bastante gente. Los japoneses suelen incrementar el numero de participantes en reuniones o cenas en función de la importancia que conceden a los eventos y a los asistentes. En ocasiones asisten personas que poco tienen que ver con el tema, pero eso, para ellos, da prestigio a los visitantes el volumen humano que presentan.
Tocó probar el coche con el que yo he trabajado. Poco la verdad, pues cuando yo empecé a trabajar con Chikamatsu, la cosa estaba bastante madura. Subí con uno de los franceses y lo probamos en varias configuraciones. Me pareció un tipo simpático, a pesar de que la relación cliente proveedor suele dar pie a una relación de dominación incómoda. Eso sí, se nota cuando alguien se sube por primera vez en un coche con el volante a la derecha: los conos no los golpeaba, los atropellaba salvajemente con la rueda. Le explique que no tenía por qué preocuparse, que al principio nos pasa lo mismo a los extranjeros.
Después, pudimos probar los demás coches, aunque solo fuese por divertirnos un poco, forzando entre los conos las fuerzas de la física. Me gustó probar algunos de los diferentes coches y ver como, efectivamente se notan las diferencias en las reacciones. Pero sigue sin parecerme un tema apasionante.
Dentro del plan japonés (los japoneses siempre tienen unos planes estrictos con todos los detalles de las visitas programados) fuimos a comer. Un restaurante francés en un hotel grande y agradable. Una comida sabrosa y ligera. Luego estaba previsto regresar a la fábrica para hablar de las conclusiones de la visita. Pero alguno de los franceses dijo que le gustaría hacer algunas compras en Takayama. Así que un viernes, en plena jornada laboral, me vi paseando por las calles típicas de la ciudad, entrando en las tiendas, junto a un grupo de japoneses y occidentales encorbatados. En conjunto, muy tranquilo el paseo.
Luego regreso al pueblo en coche y llegada, por los pelos, a la clase de japonés.
Por lo demás, el director de ingeniería me ha hablado de mi trabajo para cuando vuelva. Ya se ha pensado en mi para un proyecto con un cliente nuevo alemán e incluso ya se ha enviado mi nombre en un documento. No me pregunta, aunque adopte ese tono, sino que me informa. En principio se esperará a que termine mi estancia aquí, y mientras tanto otra persona se encargará de las fases iniciales. Por los cambios que parece implicar en el organigrama típico de la empresa, parece que puede ser interesante, pero mi escepticismo está muy extendido y no es la primera vez que me venden una moto con truco. Probaremos.

10 junio 2006

VIAJE A SHIKOKU (2)

VIAJE A SHIKOKU (2)





Jueves 4 de mayo

Otro día de sol y calor. De turistas deambulando por las laderas de Onomichi. Verdes laderas donde veinticinco templos nos esperan. Antes, eso sí, un abundante desayuno en el hotel, contemplando, ahora de día, la orilla de Mukaishima. Allí, un enorme barco en construcción llama nuestra atención. Un remolcador lo saca del puerto donde estaba atracado y lo sitúa en dirección a otro muelle. Todo esto ocurre mientras las tostadas del ocio turista son devoradas con calma, contemplando el trabajo ajeno.
Fuera, la ciudad nos muestra que tiene un poderoso imán para el turismo local. Es fácil cruzar las calles situadas abajo, junto al mar, pues el tráfico intenso impide a los coches circular. Cruzamos la vía del tren y enseguida empezamos a caminar por calles estrechas, peatonales, flanqueadas por jardines, casas o templos. Entramos al azar en uno de éstos últimos. Jardines serenos, con senderos de tierra para caminar por entre los árboles y disfrutar con la vista de las flores. El calor aprieta, pero yo no pongo objeciones. Aunque lo hiciese, no ganaría nada, y creo que de los excesos, prefiero el del calor que el del frío. Cuando preguntamos a un matrimonio el nombre del templo, nos explicaron cuál era en un mapa que ellos llevaban y nos lo regalaron, a pesar de nuestras reticencias. Muy amables. Como no era cosa de entrar en los veinticinco templos, caminamos directamente al Senko-ji. Unos monjes quemaban las hojas caídas de los árboles y el fuego y el humo parecían formar parte de la esencia misteriosa del templo. Es sol, potente, se filtraba por entre los huecos de los árboles, dibujando sombras sobre el suelo, que a mí siempre me recuerdan a un cuadro de Sorolla.
Tomamos el funicular para subir a lo alto de la montaña, y caminar por el Senkoji Koen. Tuvimos que esperar un cuarto de hora hasta que finalmente fuimos enlatados con un grupo numeroso de turistas japoneses, camino de la cumbre. Lo cierto es que la vista merecía la pena. El día estaba claro y se veía, con cierta perspectiva, nunca como en un mapa, el perfil de la costa y algunas de las islas del mar interior. En la isla vecina se aprecian los decorados donde se rodaron algunas escenas de la película Otokotachi no Yamamoto, una película de guerra sobre el célebre almirante japonés. Un fragmento enorme de un barco de cartón y mucha gente, diminutas hormigas de colores, visitándolo.
Gente comiendo sus obentos, familias paseando, parejas haciéndose fotos... Los japoneses en su versión más relajada en su propio país. Merece la pena la experiencia.
Bajamos caminando por senderos elegidos de manera caprichosa, visitando templos, disfrutando de la vista de jardines y calles empinadas. El sol aprieta y uno siente que le apetecería sentarse un rato a beber algo. Tal vez a comer algo antes de subirse al coche e iniciar el salto a través de los puentes hasta la isla de Shikoku.
Junto al mar encontramos un lugar de sándwiches que parecen requerir mucho esfuerzo, a juzgar por el tiempo que tardan en servirnos. Es curioso, pero este hecho nos hizo recapacitar sobre la rapidez con la que siempre hemos sido atendidos y servidos en todos los restaurantes japoneses que hemos visitado. Uno aprovecha a mirar la guía para ir pensando la ruta por venir. Es realmente una experiencia fantástica donde las haya planear y dibujar los recorridos de la efímera libertad que se avecina.


Que no es otra que subirse al coche y ordenar al navegador que ponga rumbo a Okayama, ya en Shikoku. Para ello hay que cruzar diez puentes, que van saltando de isla en isla hasta llegar a la gran isla del mar interior. Al principio el tráfico es pesado y encontramos retenciones saliendo de Onomichi, pero pasada la primera isla, todo es más fluido. En Ikuchijima abandonamos la ruta propuesta por Catalina, nuestro fiel navegador, y tomamos una carretera local que nos lleva a Setoda-Cho, una pequeña ciudad donde, anuncia nuestra guía, un fabricante de armamento llamado Kozo Kanemoto se dedicó a construir réplicas de los templos más famosos de Japón, una vez que abandonó sus cargos en la empresa y se hizo sacerdote. Con esta información, decidimos dejar de lado el lugar y, puro instinto de viajero, cruzar por un puente metálico que hemos visto, a la isla de Koneshima, más pequeña.
Según el mapa, una carretera recorre la isla, prácticamente por su perímetro de costa. Y así es al principio. Apenas nos encontramos ningún coche, algún camioncillo de esos diminutos que sirven para ir a los huertos. Paramos un par de veces para contemplar los reflejos del sol en el agua tranquila, protegida por la multitud de islas que florecen por todas partes. En algún puerto lejano, enormes barcos de carga parecen esperar destinos exóticos. Tal vez España sea un destino exótico para los de aquí.
Caminamos por un sendero que entra en un vergel verde. Limoneros y naranjos nos sorprenden. Con esta luz, con este calor, con estos olores de las hojas del limonero, cuesta creer que uno esté en Japón y no en el Mediterráneo. Es algo realmente fascinante. Parece que el clima aquí es suave y amable. Caminamos por senderos de tierra, contemplando los árboles, mirando de vez en cuando, ladera abajo, los reflejos del sol en el mar. El tiempo se ralentiza y uno siente el placer de estos sorbos de segundos lentos, ajenos a las preocupaciones de los días; a esos días de encierro en la oficina sin tiempo para poder perder la vista en las montañas.
Seguimos circulando por la carretera. Sorprende que a ningún japonés se le haya ocurrido probar esta ruta. Sorprende y se agradece, claro. Cuando hemos recorrido un buen trecho de su costa, la carretera se mete hacia el interior. Estrecha hasta lo incómodo, la carretera se hace un hueco en una vegetación densa, que hace olvidar los cítricos de más abajo. Afortunadamente no encontramos coches con los que negociar las preferencias de paso. Nos detenemos un par de veces para contemplar alguna casa, para sentir el aire y el sol en el rostro. En una ocasión una mujer muy anciana sale de algún lugar, agarrada a un carrito con ruedas de esos que emplean en Kani las mujeres encorvadas por los años de trabajo en las huertas para poder caminar. Nos saluda amablemente y se pierde con su paso rápido, por un camino que irá a alguna casa.
Bajamos de nuevo al nivel del mar. Un estrecho túnel, en el que hay que conducir con cuidado para no rozarse con las paredes de piedra, que parecen querer buscar los retrovisores del coche con sus agudos filos y al final, descendemos a un pueblo sin nombre en el mapa. Rincones tranquilos, con casas tradicionales, con huertos, con un camino junto al mar. No, no viene en la guía, apenas unas notas para comentar que la isla se puede recorrer en un día en bicicleta. Lo cual, además de ser cierto, debe ser algo muy agradable.
La tarde se va extinguiendo y decidimos seguir, pero cuando vemos la indicación, ya de nuevo en Ikuchijima, de Sunset Beach, no podemos resistir la tentación de curiosear cómo será esta playa japonesa. Por experiencia sabemos que no les atrae mucho lo de las playas, que no les gusta estar expuestos al sol: el color claro cotiza alto y las mujeres además de emplear sombrillas para protegerse del sol, compran cremas whitening, blanqueantes de la piel.
Sunset Beach es una playa artificial, no muy extensa, donde no encontramos a mucha gente. Algunos restaurantes y tiendas, pocos. Un lugar donde podemos sentarnos a ver el sol cayendo detrás de la isla de Omishima y tomar un café nos produce un gozo maravilloso. El sol ya no calienta tanto y el silencio, solo roto por el manso romper del agua contra las olas y el de unos pocos chiquillos jugueteando libremente antes de verse atrapados por el rígido sistema social japonés, nos envuelve. Aprovecho a actualizar mi diario mientras Mamen escribe una carta. El tiempo se hace transparente, fino: se puede respirar y sentir sus mil aromas escondidos en su seno. Se tiñe del dorado del atardecer.
Seguimos haciendo kilómetros, ya con la luz fragmentándose, sin fuerza, en colores cercanos al azul oscuro. Cruzamos otro puente y estamos en Omishima, donde paramos a comprarnos algún zumo envasado en y sentarnos en una aldea tranquila a ver de nuevo el mar, a sentir ese silencio relajante. Apenas un alma se ve por las calles. Casas cerradas, otras con jardines bien cuidados. Pero la noche nos indica que tenemos que seguir camino hacia Matsuyama, nuestro siguiente destino. Esto quiere decir otro puente hasta llegar a Hakatashima, uno más hasta llegar a Ooshima, la gran isla. Desde aquí, ya con esa luz apenas visible pero que conserva como en un flash el último destello de un día, maravilloso, que se extinguió, entramos en el puente que comunica con Shikoku, a través de unas diminutas islas. Las luces de los coches, de los inmensos pilares del puente parecen anular ese tenue azul casi mortecino que se va. Al cruzar el puente paramos en un área de servicio a contemplar la gran obra de la ingeniería nipona. Resulta hasta hermoso, a pesar de ser útil.
El resto del camino es carretera un poco pesada hasta que entramos en Matsuyama. Encontramos el hotel sin problemas, gracias a nuestra fiel Catalina. Son las nueve de la noche. Dejamos las cosas y salimos con hambre a buscar donde comer. Y en este país, eso es algo fácil, muy fácil.
De los múltiples sitios que se anuncian entramos a uno, intuición pura. Y acertamos. Comimos maton, cordero, cocinado con orégano. Sabroso. Era la primera vez que probábamos cordero en este país, donde se considera que la oveja es un animal apestoso y no goza de buena reputación. Comimos carne de pato con una salsa dulce, además de unos sabrosos bocados de gambas con un toque de hojaldre. Y todo ello con la exquisita amabilidad del servicio japonés. Un día redondo.



Viernes 5 de mayo

Después de desayunar en el hotel, el cuerpo pide pasear, conocer, ver. Caminamos por una calle, peatonal, al menos en los días festivos, donde mucha gente pasea ociosamente. Puestos de venta ambulante de antigüedades, de comidas, de animales... Incluso una exposición de kotos que eran afinados por un maestro. El sol vuelve a mostrar su generosidad en estas tierras del sur. Llegamos a la entrada del teleférico que sube al castillo. Parece que hay que esperar cuarenta minutos. Si bien es cierto que probablemente no volvamos jamás en nuestras vidas a esta ciudad, también es verdad que tenemos ganas de ver el mar, así que renunciamos al castillo a cambio de acelerar la salida de la ciudad. Paseamos un poco por una de esas galerías comerciales cubiertas, que nada tienen que ver con los centros comerciales conocidos en nuestras tierras, sino que son calles peatonales cubiertas con techos. Allí se ve la gente que pasea el domingo, que entra en el pachinko. Alguien ha instalado un pequeño corral con tortugas, conejos, ratones y algún bicho más. Los padres meten a los hijos dentro y estos acarician a los asustados animalillos. En general los niños parecen demostrar ternura por los animales excepto una criatura que trata de apretar a un conejo contra el suelo hasta que un cuidador le retira la manita nada inocente. El niño se queda mirando al bicho y retoma sus instintos salvajes con una pobre tortuga que opta por meterse en su caparazón hasta que al niño le de por otro bicho.
De regreso al coche nos acercamos a ver un edificio curioso. El Bansui-so, un edifico de estilo francés, construido a comienzos del siglo XX para un noble local. Dentro hay una sala de exposiciones de pinturas, un anexo del museo de Arte de la Preceptura, pero lo más curioso resulta el edificio en sí, rodeado de palmeras y otros árboles trabajosamente podados. Dentro, en una sala próxima a la puerta, una exposición de una artista que muestra sus creaciones. Es algo que solo se da en Japón y que tiene un nombre, pero lo he olvidado. Es el arte cursi y retorcido hasta extremos surrealistas. La mujer lleva una falda rosa, medias blancas de puntilla, zapatos de tacón plateado, una blusa llena de encajes y volantes. Sus obras de arte, pinturas o fotografías, tienen como temas a Snoopy, a Hello Kity. Creo que no hay mas que decir.
Regresamos al coche. También ignoramos Dogo, la zona termal famosa en sí por su antigüedad y porque hay unas termas reservadas para el emperador, aunque parece que hace muchos años que ninguna persona de la familia imperial se ha acercado allí. En lugar de ello tomamos el coche y después de unos kilómetros de esquivar casas, fábricas y demás, tomamos una carretera que va copiando el perfil de la costa. Poco tráfico a pesar de tratarse de unos días de fiesta. Mejor. El sol luce con fuerza y es un desafío concentrar la vista en la carretera, ignorando esa superficie plateada al lado.
Puro azar, encontramos un restaurante italiano justo al borde del mar. Una casa de madera con una terraza. Un lugar perfecto. Un viento fresco suaviza la fuerza de los rayos del sol. Unos espaguetis con un sabor poco italiano, un café y la vista sobre el mar. Un vicio relajante. Un presente que pronto, ya, es pasado, recuerdo.
Después de un buen rato de descanso seguimos ruta. Paramos en una aldea de pescadores de nombre desconocido. Barcas de pesca pintadas de un color amarillo, con una protuberancia en la proa, por debajo de la línea de flotación. Unos hombres pescan, otros pintan a mano el casco de un barco. Un espigón enorme separa el diminuto puerto del mar. Mas allá de los barcos, tierra adentro, un pueblo silenciosos de casas que enseguida parecen rodeadas por la vegetación verde y frondosa de este país. Enseguida brotan las montañas y la vista no puede ir mas lejos sino sube y sube.
Seguimos ruta hacia el sur, hasta la península de Stamisaki. Según el atlas de carretera, es una zona de naranjos. Pero el tiempo pasa y tenemos hotel reservado en el otro extremo de la isla, en Tokushima. Parecen muchos kilómetros. De todas formas seguimos un poco más, hasta donde el pedazo de tierra que parece como un dedo apuntando hacia el mar comienza a perfilarse. Hasta Yawatahama. Una ciudad insulsa, con industria y un puerto de ferrys que van hacia Beppu, en Kyuusuu.
Aparcamos el coche y paseamos. Frente al mar, en un largo trecho, solo coches aparcados, una calle que discurre en paralelo y casas. No hay un lugar donde tomarse algo, un banco para sentarse. Demasiado prácticos para pensar en el ocio, supongo. Tan solo gente pescando que nos contemplan con curiosidad unos instantes hasta vuelven a concentrar sus miradas a sus cañas.
Metemos el teléfono del hotel en el navegador. Nos da unas cuantas horas de carretera, así que decidimos ir poniendo camino en esa dirección. Nos hemos dejado, igualmente, Uwajima, donde se celebran dos veces al año unas togyu o corridas de toros. Toros muy grandes se enfrentan entre sí, tratando de expulsarse del ruedo, como si de luchadores de sumo se tratase. Parece que el origen de los bichos y de las luchas está en la visita de comerciantes holandeses, hace muchos años.
Eso sí, de camino paramos en Uchiko. Se trata de un pueblo cuyos habitantes hicieron cierta fortuna produciendo y vendiendo cera para la fabricación de velas. Se construyeron casas grandes y hoy, por obra del turismo, algunas de estas casas, restauradas, ofrecen un pintoresco paisaje para el turista. La calle antigua, en el barrio de Yokkaichi, es un lugar agradable para pasear mientras cae el sol. Pocos turistas que disfrutan, ociosos, del lugar. La verdad es que la arquitectura de estas casas de comerciantes restauradas, como en Takayama y en otros sitios, es de una belleza, serena, discreta. Espíritu Japonés.
La luz de la tarde se extingue mientras buscamos el coche por el pueblo. De nuevo carretera y muchos kilómetros hasta atravesar toda la isla, de oeste a este. A eso de las nueve de la noche estamos entrando en Tokushima. Nuestra última noche del viaje.
El hotel, situado en la estación de tren, resulta ser bastante agradable. A pesar de la hora salimos a buscar un sitio para cenar. Y el azar, que guía sabiamente los pasos de los viajeros con espíritu abierto, nos lleva a un pequeño local donde la amabilidad del que parece ser el encargado nos ayuda a elegir platos sabrosos. Cenamos en la barra y, parece que Tokushima no es meta de turismo mundial, nos pregunta una pareja cercana de dónde somos. Somos bichos raros en este país, como muchas otras veces. Pero aquí, es mi experiencia, a los bichos raros los tratan bien, con cortesía y con curiosidad. El japonés tiende a ser curioso con los forasteros y preguntar mucho en lugar de comenzar a hablar de él mismo.




Domingo 7 de mayo

Ayer regresamos de nuestro viaje. Sí, ya estamos en casa. No éramos los únicos que nos movíamos por la carretera y tuvimos algo de tráfico, pero no fue horrible. Es curioso porque en conjunto, a pesar de tratarse de una de las pocas festividades que se permite este laborioso pueblo, no hemos sufrido unos atascos horribles.
Ayer el cuerpo se levantó cansado de los días de ocio empleados en curiosear un poco más esa isla llamada Shikoku. Empleamos las primeras horas de nuestra jornada de turistas a tiempo completo en pasear un poco por esta ciudad nueva. Tokushima es célebre en Japón por un festival de danza, el Awa Odori, que se celebra en agosto. Nosotros paseamos un poco por la Sinmachi bashi Dori para sentir este ambiente festivo de una ciudad japonesa, algo que sigue siendo novedoso. Una avenida con muchas flores y palmeras nos conduce hasta el río, no el caudaloso Yoshinogawa sino uno más discreto, más de ciudad. Un paseo de madera junto al río, algunos cafés abiertos junto a tiendas y negocios cerrados, sugieren vacaciones. Poca gente paseando por las calles un día en que las nubes han comenzado a extenderse discretamente sobre el cielo. De momento, el sol va ganando la partida y el calorcillo de estos días se sigue notando. No, no subimos en el teleférico al monte Bizan para disfrutar de la vista, ni visitamos las ruinas del castillo. Caminamos hacia el templo budista de Zuiganji. Enclavado en la ladera del monte Bizan, para encontrar los edificios del templo hay que internarse en un jardín bastante frondoso, casi un bosque domesticado, de una belleza deslumbrante y serena. Los juegos de luces y sombras que logran estimular nuestro sentido de la belleza, a pesar de la acumulación de hermosos y nuevos lugares visitados. Este templo, no sé por qué, no tiene visitantes paseando por sus jardines, acercándose a esas bellas y tranquilas construcciones de madera que se armonizan con las plantas, con los árboles, con los estanques... Uno se siente bien. Subimos por un estrecho sendero que atraviesa un bosque de bambú y pinos hacia una pagoda roja, que apenas se divisa desde abajo. Tal es la frondosidad de lo vegetal. Unos jardineros con estridentes instrumentos de producción nacional soplan aire para limpiar de hojas muertas el camino. Por lo demás, perfecto. Regresamos al hotel y tomamos el coche. Dejamos (viajar es, como tantas cosas en la vida, renunciar) las ruinas del castillo y ponemos rumbo al sur, hacia un pueblo de pescadores llamado Hiwasa. Este pueblo es famoso porque a sus playas llegan las tortugas a desovar.
Carretera lenta que esquiva la costa hasta casi llegar a Hiwasa. Campos de arroz inundados me recuerdan el pueblo, ese segundo hogar a donde estas imágenes me retrotraen. Montañas sin pulir, con la vegetación henchida de formas, de verde.
En Hiwase, al llegar, lo primero que hacemos es acercarnos a la playa de Hiwasa para estirar las piernas y olvidar los casi sesenta kilómetros de coche, que han supuesto cerca de hora y media. Japón.
La playa está casi vacía. Unas pocas familias pasean en un día que se ha ido oscureciendo. Un fresco viento se ha levantado y entristece un poco el ambiente. Arriba, junto al muro que protege de las embestidas del mar, un museo de Quelonios que no nos termina de atraer. El paisaje, silencioso, casi solitario de esta playa, del pueblo cercano, parece decir mucho más. Una pareja de mujeres mayores, peregrinas, se acercan al mar.
En Shikoku hay 88 templos que forman una ruta de peregrinaje de unos mil kilómetros. Asociados al budismo Shingon, estos templos atraen cada año a muchos miles de peregrinos. Algo parecido al Camino de Santiago. Los henro-san, peregrinos, se reconocen por sus chaquetillas blancas con textos, ilegibles para este pobre viajero, ignorante de la grafía del país que le acoge, de esos sombreros de paja de forma cónica y unos bastones largos de madera con empuñadura de tela de colores. En Hiwase se encuentra el templo de Yakuo-ji, el número 23 del peregrinaje de Shikoku.
Este templo es otro de esos ejemplos de belleza serena de la madera, de las formas, de los jardines. Esa combinación de materiales, formas y colores que a uno no dejan de resultarle sumamente agradables. Algunos peregrinos recitan sutras en grupos, o simplemente hacen sonar la campana del templo y se recogen en breves oraciones. Un poco más arriba, todos los edificios del templo se encuentran en la ladera de una colina y las escaleras para subir, de piedra, tienen una considerable pendiente, se encuentra una curiosa pagoda, roja, de construcción reciente. No tiene la forma característica de las pagodas japonesas, sino que parece un cilindro coronado por un tejado tradicional. Siguiendo las indicaciones de la guía entramos. En los sótanos, oscuridad total antes de entrar en una sala donde hay imágenes pintadas con torturas del infierno. Hombres torturados de todas las maneras posibles por seres extraños, deformes y grandes. Todo ello presidido por un señor sentado detrás de su mesa, que parece ejercer de juez. A la salida, un pergamino antiguo muestra la descomposición de una mujer que, antes de morir era bella. Dibujos macabros y un texto indescifrable. Muy curioso.
El pueblo, pequeño, está más bien desierto. Poca gente. Casi todos los comercios cerrados. Parece que las vacaciones más que atraer turistas, lo que hacen es viajar a los habitantes del lugar. En vista del panorama, que vuelve a confirmar que a los japoneses no les gusta el mar, compramos algo de comer en un supermercado y tomamos la carretera de la costa buscando un lugar donde contemplar el mar. Saliendo hacia el norte, hay un hotel espantoso, pintado de azul chillón. Un poco mas adelante, una pequeña península ofrece un sendero para caminar. Una profunda oquedad en la roca arroja con fuerza el agua contra el interior. Subimos por una empinada escalera tallada en la roca. Arriba, un banco de falsa madera (cemento) nos sirve para comer y ver el mar oscuro bajo un cielo amenazante. Uno siente tristeza de que estos días se terminen, como ocurre siempre que se hace un viaje.
Al regresar le damos al navegador una opción que parece incluir el ferry. Y así, en Tokushima, el muy inteligente navegador, que en nuestro caso se llama Catalina, nos reenvía a la terminal de ferry que conecta con Wakayama, en la península de Ise. Pero cuando preguntamos en las oficinas, nos informan de que están llenos para el próximo ferry (tres cuartos de hora de espera), que podemos probar a esperar por si falla alguien y sino en el próximo, que sale casi tres horas más tarde, hay plaza segura. Como Wakayma no nos ahorra tanto como si fuese directamente a Osaka, y no nos apetece esperar, decidimos seguir por carretera. Cruzamos el puente de Naruto (no hemos tenido tiempo de acercarnos a ver los remolinos, famosos, que se forman al chocar las dos corrientes del Mar Interior y del Océano Pacífico) y estamos en la isla de Awaji. Montañas y verde, para variar. Aquí se encontraba el epicentro del gran terremoto que asoló Kobe en 1995, el Hanshin. La autopista atraviesa esta isla para desembocar en el espectacular puente de Akashi Kaikyo, uno de los mayores puentes colgantes del mundo con casi cuatro kilómetros de longitud. Lo cierto es que conduciendo de repente ve uno los inmensos pilares, la curvatura que hace que parezca que el coche asciende una montaña de asfalto. Cuando se inicia el descenso, uno siente la altura sobre el mar, sobre la costa de Honshu, nuestra isla, donde infinitas luces dibujan el perfil de la costa y la marea humana del interior.
Se entra en las cercanías de Kobe, donde el tráfico es intenso, con retenciones. Muchos edificios modernos, altos, se divisan desde la autopista elevada que atraviesa la cuidad. Son las siete y media de la tarde y el cansancio pide dejar el coche un rato. Nos desviamos en Kobe y salimos cerca de la estación de Sannomiya. Dejamos el coche en un aparcamiento justo cuando comienza a llover. Realmente hemos tenido mucha suerte con el tiempo, piensa uno mientras camina por una ciudad animada, bulliciosa. En torno a la estación, abundancia de pequeños restaurantes de todo tipo. Las calles, animadas, dibujan una idea de gran ciudad. Da pena no entender los menús de lugares que parecen prometer moderna cocina japonesa. Al final nos decidimos por un italiano de diseño agradable. El paraguas es muy pequeño para andar dando vueltas.
Tenemos que volver a Kobe.
Es una ciudad que figura en la lista de lugares a visitar antes de irnos de aquí. Y cada vez falta menos.
Carretera de nuevo, después de la pausa para cenar y aprovechara a caminar un poco. A eso de la una de la mañana llegamos de nuevo a nuestro hogar. Mil cuatrocientos kilómetros, y las imágenes del mar, de los templos, de los jardines, de las playas, de la gente, de las ciudades, amarradas en nuestras cabezas para siempre.

22 mayo 2006

VIAJE A SHIKOKU (1)















Lunes 1 de mayo

Hoy hemos iniciado nuestro viaje de Golden Week. Y para comenzar el día, que mejor que un sol brillante, deslumbrante, sobre un cielo azul que despierta las ganas de vivir. Metemos las maletas en el coche con ilusión, con la perspectiva del viaje, de lo no conocido, de las impresiones y de las vivencias por venir.
Tomamos, como tantas otras veces, la ruta 41 dirección Nagoya y en Komaki entramos en la autopista Meishin rumbo a Kyoto. Como otras veces. Tráfico, pero llevadero. Dejamos atrás la salida hacia Kyoto, la desviación hacia Osaka y, cuando por fin dejamos atrás las inmediaciones de Kobe, en la Sanyo Expressway, el tráfico se hace mucho más despejado. Esta semana el lunes y el martes no son días festivos oficiales. Sin embargo mi empresa ha tirado el calendario laboral por la ventana y en un arrebato de generosidad sin precedentes ha concedido toda la semana de ocio a la abnegada plantilla. El sol brilla y la vegetación verde cubre las colinas por entre las que se cuela el brazo de asfalto. Es difícil realmente encontrar terreno llano en Japón. Como por ejemplo en la zona de Nagoya y alrededores. Por el interior, en cuanto se avanza hasta Inuyama, se empiezan a encontrar las primeras montañas.
Cuando llevamos tres horas y media de coche, aproximadamente, nos desviamos de la autopista rumbo a la ciudad de Himeji. Apenas son unos kilómetros. Aquí se alza, en mitad de la ciudad, uno de los castillos más famosos de Japón. La ciudad es más grande de lo que esperábamos. Dejamos el coche en un aparcamiento de pago, como hacen todos los japoneses, y nos acercamos a visitar el célebre lugar.
Hace calor pero se agradece sentir que la vida renace del frío y oscuro invierno. Una amplia avenida termina, o empieza, justo donde el castillo tiene su entrada. Estas grandes avenidas suelen hablar de reconstrucciones después de la Segunda Guerra Mundial. Como es el caso de Nagoya.
El castillo, tal y como se conserva, aparte de alguna restauración moderna, data de comienzos del siglo XVII. Pero parece que desde su construcción, la zona vivió relativamente en paz y pocos asedios y batallas le tocó vivir. Akira Kurosawa lo utilizó para rodar exteriores de su película Ran.
S e entra en unos jardines y se va viendo, a lo alto, la torre del homenaje, Daitenshu, de seis pisos. Pero al margen de lo interesante que puede haber sido la visita al interior, no muy diferente de otros, lo que más me ha fascinado han sido los patios, las paredes encaladas sobre las que resaltan las sombras de los cerezos, ya de un verde discreto pero fresco, las luces de un sol intenso. Olía a vida, a un lugar del pasado rico en matices. Me encontraba a gusto. Se cruzan las murallas blancas con tejas oscuras de cerámica por hermosas puertas de madera; se puede ver un almacén donde se guardaba el arroz y la sal para el caso de asedio del castillo. La pared de este almacén, el Koshi-kuruwa, es ligeramente curvada, así como la disposición de las tejas del techo, lo cual no deja de llamar la atención. En las construcciones nobles, las ultimas tejas, las que se ven desde el suelo, llevan siembre un escudo que identifica a la familia que encargo esa construcción o reconstrucción. Rincones de nombres difíciles, con leyendas que huelen a reclamo turístico, pero que se graban en la memoria por la paz que desprenden.
Desde la ciudadela interior se tiene una amplia vista de la ciudad. Las calles, las casas, los coches, hasta su habitantes aparecen empequeñecidos en la distancia, hasta hacer de las cosas y las personas algo casi dominado, amable. El viajero mira a lo lejos, siente el sol en el rostro, se gira y ve el enorme edificio donde antaño habitaran los ancestros de estos japoneses extraños y siente algo igualmente inenarrable. La curiosidad por avanzar en el conocimiento de esta cultura se vuelve algo acuciante.
Subimos descalzos los seis niveles de la torre. Dentro se ve poco más que la estructura de madera y algunos objetos empleados por sus antiguos moradores como trajes de guerra, espadas, diarios o textos escritos sobre seda. Las vistas al exterior merecen la pena.
Al terminar la visita el hambre aprieta y comemos de mala manera en un centro comercial, pues no es hora de ir a un restaurante. Vemos algunos turistas occidentales. Supongo que expatriados que disfrutan de sus vacaciones japonesas. Nosotros tomamos el coche y seguimos rumbo a Okayama. Llegamos cuando el sol se está poniendo. Es una ciudad grande, pero con la perspectiva de las montañas al final de alguna de sus anchas avenidas. El hotel Gran Vía, un cambio de última hora por problemas en el reservado, está situado junto a la estación. Es un hotel de lujo y nada más llegar a la habitación nos envían una sabrosa, y hermosa, cesta de frutas de parte del otro hotel. No nos quejamos.
Bajamos a cenar. Hace calor incluso cuando el sol se ha retirado a coger fuerzas para el día siguiente. Poca gente por las calles.



Martes 2 de mayo

Okayama se nos presenta como una ciudad tranquila en un día en que el sol no parece tener ganas de anunciarse. Nubes y algo de viento suavizan la temperatura, cosa que no nos preocupa mientras caminamos por una calle estrecha y repleta de restaurantes y cafeterías. Un desayuno con el Japan Times y uno se siente cerca de la felicidad serena, esa con la que sueña día y a día y que de vez en cuando, en forma desgajada pero igualmente maravillosa, se nos presenta al alcance de la mano.
Caminamos hasta el río Asahiwaga y cruzamos el puente Tsurumi-bashi, hasta llegar a la entrada del Korakuen, uno de los jardines más celebres de este país de famosos y cuidados jardines pero de pocas zonas verdes en las ciudades. De camino se atraviesa un canal flanqueado con árboles (la excepción) que resulta muy agradable: el Canal verde de Nishigawa.
El Korakuen es un jardín grande, con zonas de diferente paisaje. Creado a finales del siglo XVII. Extensas praderas de hierba lo hacen original frente a lo visto hasta ahora. Un gran lago, con alguna isla artificial, cascadas, zonas donde abundan las flores, plantaciones de te, bambú. Se pueden ver los nuevos brotes de bambú, como llemas de espárragos despuntando desde el suelo. Algunos apenas sobresalen, otros ya llevan una cierta ventaja. En esta época se ve mucho el takenoko (literalmente, el bambú muchacho) en las tiendas. Fundamentalmente se come como sashimi (crudo). Desde muchos lugares se divisa al fondo, como un ornamento más, la silueta del castillo reconstruido de Okayama, de un color negro extraño. Un té verde, el macha, el auténtico té de la ceremonia con los dulces que se emplean para compensar su sabor. Los niños de uno o varios colegios deambulan con sus uniformes blancos y azules, sus gorros rojos, por los caminos, entre la hierba. Suelen ser bastante más educados y respetuosos de lo que uno, al menos como lo recuerda, dejó en tierras remotas. A pesar de que los niños pequeños, de pocos años, dan la impresión de ser unos malcriados. Releyendo el capítulo del The Japanese Mind acerca del Ikuji o practicas educativas en Japón, se encuentra una comparación entre las actitudes educativas de las madres americanas, más orientadas a generar capacidad de formular juicios, de verbalizar, mientras que las madres japonesas tienden a integrar al niño en el grupo familiar (de ahí la tendencia inicial, a mimarlo) y a favorecer que no provoquen distorsiones en los grupos en los que le tocará interrelacionar. Individualismo versus grupo.
Nos acercamos a ver el castillo por fuera, pero una fina lluvia y el hambre nos aconsejan no pasar de ver la entrada y unos caminos empedrados que conducen a la torre del homenaje, y buscamos un lugar donde resguardarnos de la lluvia y comer algo.


Por la tarde tomamos el tren a Kurashiki. Son veinte minutos de tren de cercanías que nos evitan coger el coche. Mucho más tranquilo. Al llegar a la estación, nada más salir del andén, se pueden ver parte de las atracciones del parque Tívoli, una réplica del parque de atracciones de Copenhagen. Típico gusto japonés. Pero al otro lado de las vías, después de caminar unos diez minutos, encontramos algo más interesante. Una zona de casas antiguas restauradas, con demasiadas tiendas de recuerdos y demasiados turistas. El sol ha destrozado las agoreras expectativas de las nubes y el cielo está especialmente limpio. Sobre todo con este frío viento que se ha levantado casi sin notarse.
Lo primero que hacemos es acercarnos a la casa Ohasi. Hay muchas casas antiguas de familias de comerciantes que en la época Edo hicieron fortuna y trataron de mantener un nivel de vida similar al de un samurai, clase de la que legalmente se diferenciaban por razón de linaje. Los Ohasi parece que eran samuráis pobres que prosperaron en el comercio. La casa se visita sin guía y no parece muy conocida por los visitantes que acuden a la ciudad. Lo cierto es que merece la pena. Con sus estancias cubiertas de tatamis sobre las que uno puede caminar alegremente, patios interiores y exteriores primorosamente cuidados, la luz de la tarde crea unos juegos de sombras que nos entretiene haciendo fotos. Cada vez me gusta más la arquitectura tradicional japonesa, tanto de estas hermosas viviendas de madera y tatami, con estos pequeños jardines, como los templos budistas.



Entramos en el barrio de Bizan, la zona antigua y reclamo turístico de la ciudad. Un canal de agua es recorrido a sus lados por calles empedradas, peatonales, donde unos sauces ponen una nota de color. Las casas, en verdad agradables de contemplar mientras se pasea sin rumbo, tienen casi siempre, de forma indefectible, un negocio ligado al turismo en su planta baja. Supongo que si no fuese por eso, tal vez el barrio entero tendría otra fisonomía. Por otro lado, es cierto que casas como éstas se ven en pueblos ajenos a la vida turística, como en Yaotsu, pero con las fachadas más desquiciadas por reparaciones a base de aluminio y otros materiales baratos.
Saliendo de la zona en torno al canal, la cosa se torna más tranquila, y las tiendas y los turistas escasean. Pero la belleza serena de las construcciones se sigue encontrando en cada rincón, tocado por la luz menguante de un sol que ha terminado por marcar con su luz un día de ocio. Maravilloso. Caminamos, tomamos un café en una terraza, sentimos, se palpa, el ambiente festivo, relajado, de un pueblo que normalmente es un pueblo febril trabajador. Es algo que, por lo extraño, llama la atención.
Al anochecer hay un espectáculo que no llegamos a entender, a pesar de las amables palabras de una mujer. Sobre un puente curvado que cruza el canal, unas pequeñas tarimas de madera. Llegan unas jovencitas visitiendo coloridos kimonos. Pasos cortos hasta situarse frente a las tarimas. Palabras incomprensibles, tan solo algunos fragmentos que no hacen sino abrir brechas en la imaginación, pronunciadas por una mujer ayudada de un potente micrófono. Al terminar el discurso, las tres jóvenes se suben a las tarimas y con ayuda de una antorcha prenden fuego en una especie de pebetero. Acto que tiene aspecto de simbólico, y que despierta el entusiasmo de la población nipona congregada. Cuando nos vamos a ir alguien nos dice algo de un barco. Y efectivamente, por el canal aparece algo así como una góndola de formas rectas. De fondo, música enlatada de koto y guitarra. Un hombre, impertérrito, empuja la pértiga contra el fondo del canal desde la parte posterior de la embarcación. En la proa, un hombre, igualmente impasible, mira de pie al frente. Entre ellos, sentada, una mujer con kimono y, la primera vez que lo veo, con el pelo largo, suelto. Su postura es igualmente rígida y con la mirada perdida en algún lugar del infinito. Cerca del puente donde ha tenido lugar la indescifrable ceremonia, la embarcación da la vuelta en el angosto canal y regresa hacia donde ha venido. La gente rompe a aplaudir embelesada por la belleza de lo visto.
De noche el frío es más intenso. No es el frío del invierno, pero tampoco llevamos ropa de invierno. Caminamos rápido a la estación y regresamos en tren a Okayama.

Miércoles 3 de mayo

Después de desayunar en la misma cafetería de ayer (parece mentira lo rápido que se le coge cariño a los lugares cuando se está de vacaciones), tomamos el coche y ponemos rumbo a la costa. Hoy es el primer día de festividad oficial de la Golden Week. Hoy muchos camiones y autobuses negros con banderas de Japón recorren las calles de Okayamka. Parece que son los Toto Uyoku, grupos nacionalistas que exaltan la patria y los valores tradicionales. Como no podemos entender el mensaje, no sabemos hasta dónde están dispuestos a llegar con la defensa de su bandera. No me interesa.
La carretera está algo congestionada hasta que llegamos a la autopista, pero luego la cosa mejora y el viaje no es horrible. El sol ha vuelto a instalarse con decisión y uno siente el optimismo del viaje como algo firme, incuestionable. Y placentero. Apenas hacemos unos 80 kilómetros de autopista y carretera, es decir, hora y media de coche en este país, y estamos entrando en Tomonoura.
Se trata de un pueblo pesquero situado en la costa de la península de Numakuma. La guía Rough habla de uno de los emplazamientos más hermosos del mar interior. Y no nos defraudó. Lo primero, como siempre, buscar un aparcamiento para dejar el coche. Algo complicado, pues había bastante turistas en la misma situación, pero no tuvimos muchos problemas. Caminamos hacia el embarcadero y tomamos un barco rumbo a la isla de Sensui jima. Una gran idea. Se trata de una isla pequeña, pero en la que lo único construido son dos hoteles y unas instalaciones que albergan un camping. Y una serie de senderos que recorren las isla por la costa y por el interior. No hay coches, no hay carreteras. La isla es como Japón: frondosa y montañosa. Las laderas de las montañas bajan al mar y apenas dejan lugar a formarse alguna playa.
Los caminos suben por el interior y uno siente la vegetación densa que no le deja respirar. El cielo apenas se puede ver si no es alzando la vista hacia arriba, a través de la tupida maraña de ramas y hojas que ha crecido de manera salvaje. Alguna playa para buscar conchas, para mirar el mar oscuro de Shikoku, para sentir el placer de sentirse Ulises camino de ninguna parte, enriqueciendo sus vivencias. Uno siente las vacaciones como un fluido vital, energético, inyectado en vena.
Un camino bordea la costa. Nunca se ve el horizonte, pues está zona esta plagada de islas, y, al final, siempre estaría la gran isla de Shikoku. Y los barcos que van y vienen. Con turistas, con mercancías. Con peregrinos. Al regresar a Tomonoura, contemplamos un templo en una diminuta isla. Un templo sintoísta con un embarcadero. Un perfil inolvidable.
Tomonoura también merece una visita por sí mismo. Paseamos junto a los barcos de pesca, sintiendo la brisa del mar, el sonido del agua rompiendo contra los espigones. Algo que rompe un poco la estética es la cantidad de protecciones que existen, y no solo en los puertos, contra la furia del mar. Pero aquí existen los tifones, y no se pueden permitir ceder a su embate en aras de una línea de costa más hermosa. Supongo.
Dentro, el pueblo tiene estrechas callejuelas donde junto a casas tradicionales, no han tenido escrúpulos en construir edificaciones de materiales baratos. Eclecticismo urbano nipón que ya no nos sorprende. Pero en conjunto es un lugar agradable y tranquilo. Subimos a ver el castillo de Taigashima-jo, aunque las escasas ruinas que quedan y el jardín que lo rodea, están cerrados y protegidos por un muro. Al lado, el templo de Empuku-ji, junto a un monumento a un poeta de haiku local. Bajamos de nuevo junto al puerto y nos acercamos a ver el antiguo faro, situado en un lugar demasiado recogido como para ser útil. Una pequeña plaza empedrada da al mar. El sol se termina de recoger. Unas mujeres, diría que lugareñas, departen sobre sabe Buda qué problema doméstico, o tal vez sobre la política exterior de su país. Que la costa es lo primero que encuentran siempre los invasores.
Atraídos por un sonido extraño que sale de una tienda de recuerdos y mil otras cosas mas, conocemos a un hombre que tuesta café de manera manual, algo que yo no había visto en mi vida. Un tambor metálico gira, manualmente, con los granos de café en su interior sobre un fuego. El olor es intenso, agradable. Aprovechamos y lo probamos en unas mesas situadas en la plaza, junto al mar. La luz azulada, comienza a homogenizar el perfil de las cosas. A mi estas horas del atardecer me gustan mucho. Mamen charla con una señora que ha asistido igualmente como espectadora a la laboriosidad del japonés de turno. Yo disfruto viendo como mar y cielo se van uniendo en una metamorfosis de color suave. Al final, pruebo el café recién tostado. Sabroso. Lástima que les guste tanto emplear estas tazas barrocas que parecen sacadas de una vitrina de Versalles.
De camino al coche, ya con poca luz, descubrimos que hemos dejado de lado los templos. A pesar de que uno tiende a sentir empacho de templos y castillos cuando ya acumula unos cuantos en su haber, siempre son hemosas construcciones agradables de contemplar. Como fue agradable entrar en una tienda antigua, con una enorme escultura de madera, donde un amable hombre me invitó a probar diferentes tipos de sakes que ellos mismos fabricaban. Encontré, por fin, un sake dulce y me llevé una botella.
Coche y un poco de autopista, un poco de carretera, y llegamos a Onomichi. Desde la habitación del hotel se ve el mar, pero parece un río, de tan cerca que se encuentra una de las mil islas contenidas en el mar interior: Mukaishima. Caminamos junto al mar, como si caminásemos a orillas de un río hasta encontrar un lugar donde cenar. Y cenamos bien.

30 abril 2006

Sempo Sugihara

Sempo Sugihara nació el 1 de enero de 1900 en Yaotsu, Prefectura de Gifu, Japón. Parece que su padre quiso que siguiese sus pasos, convirtiéndose en médico, pero logró entrar finalmente en la Universidad Waseda, de Nagoya, donde se licenció en literatura inglesa.
En 1919 logró un puesto en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Su primer destino, en 1924 fue Harbin, China donde estudio ruso y alemán. Allí se casó con una mujer rusa, de la que se divorció posteriormente, en 1935.
En 1932 fue nombrado Cónsul del ministerio de asuntos exteriores del gobierno de Manchuria. Tomó parte en las negociaciones con la Unión Soviética sobre el ferrocarril de Manchuria. Renuncio a su puesto en protesta por el trato dado por el gobierno japonés a la población local china.
En 1935 regresa a Japón y se casa con Yukiko Kikuchi.
En 1937 se traslada a Helsinki, donde trabaja de traductor para el Departamento de Información del Ministerio de Asuntos Exteriores japonés.
En marzo de 1939, fue enviado a Kaunas, capital de Lituania, para abrir un servicio consular y encargarse él mismo. Kaunas era un punto estratégico entre la Unión Soviética y Alemania. Parte de su labor consistía en informar al gobierno japonés de los movimientos de tropas soviéticas y alemanas. Parece ser que también cooperó con el servicio secreto polaco como parte de un plan de cooperación más grande entre los dos gobiernos
Sugihara apenas se había asentado en su nuevo puesto cuando los ejércitos nazis invadieron Polonia y una ola de refugiados judíos se movilizó hacia Lituania. Consigo llevaban escalofriantes historias acerca de las atrocidades alemanas cometidas con la población judía. Lituania, hasta el momento de la guerra, había sido un enclave relativamente tranquilo y próspero para los judíos, la mayoría de los cuales no habían creído del todo el alcance del plan de exterminio nazi que se estaba llevando a cabo en Polonia. Hugh Thomas, en “Una Historia Inacabada del Mundo” cuenta como los judíos que lograban huir y llegar a Inglaterra contando las monstruosidades que estaban ocurriendo en los campos de concentración, no eran creídos por los aliados.
Los refugiados trataban de explicar que estaban siendo asesinados en masa, pero los judíos de Lituania continuaban con sus vidas normales, ignorando las amenazas. Las cosas comenzaron a cambiar en de junio de 1940, cuando los soviéticos invadieron Lituania. Paralelamente, los alemanas iban aumentando su dominio en el este de Europa. Los soviéticos permitirían a los judíos polacos emigrar fuera de Lituania a través de la Unión Soviética únicamente si disponían de visados.
En ese terrible contexto, el Cónsul japonés Sugihara se convirtió en el centro de un desesperado plan de supervivencia. El destino de miles de familias dependía ahora de su decisión. En julio de 1940, las autoridades soviéticas ordenaron a las embajadas extranjeras que abandonaran Kaunas. Casi todas obedecieron de inmediato. Sugihara, en cambio, logró extender su estadía otras tres semanas. Exceptuando a Jan Zwartendijk, el Cónsul Honorario holandés, Chiune Sugihara era ahora el único cónsul extranjero que quedaba en la capital lituana.
La última oportunidad que les quedaba a los refugiados polacos eran dos colonias de Holanda en el Caribe, las islas de Curaçao y Guyana Holandesa (hoy Surinam). Allí no se exigían condiciones demasiado rigurosas para lograr entrar. El Cónsul holandés había obtenido una autorización para sellar sus pasaportes con permisos de entrada. Pero para llegar a estas islas los refugiados necesitaban atravesar la Unión Soviética, cuyo cónsul accedió a dejarlos pasar bajo una condición: además del permiso de entrada holandés, necesitarían obtener una visa de tránsito del consulado japonés, ya que para llegar a las islas debían atravesar el imperio nipón.
A finales de julio, Chiune Sugihara y su familia amanecieron con una multitud de refugiados polacos reunidos fuera del consulado. Desesperados ante la inminente llegada de los nazis, los refugiados sabían que su única escapatoria pasaba por huir hacia el este, via Japón. Chiune Sugihara se sintió tocado por la urgencia de los refugiados. Sin embargo, no contaba con el permiso oficial de su gobierno para emitir cientos de visas. Las tres veces que Sugihara solicitó autorización para emitir visas, recibió la misma negativa del Ministerio del Exterior en Tokio. El gobierno japonés mantenía una estricta neutralidad respecto a los judíos y solo otorgaba visados cuando se demostraba que había motivos justificados para ello. Discutió entonces la cuestión con su esposa e hijos. Limitado por la obediencia (había sido educado bajo la estricta y tradicional disciplina japonesa), sentía el deber de ayudar al necesitado. Era consciente de que desafiar las órdenes de sus superiores le podrían acarrear el ser despedido y deshonrado. Esto repercutiría en la situación económica y en el honor de su familia. Temió por la vida de su esposa, Yukiko, y por las de sus hijos pero, finalmente, obedeció al mandato de su conciencia: Firmaría los visados sin contar con el permiso de Tokio.
Desde el 31 de julio hasta el 28 de agosto de 1940, Sempo y Yukiko Sugihara pasaron interminables horas escribiendo y firmando visas a mano. Sin detenerse siquiera para comer, Sugihara decidió no perder un solo minuto de tiempo. La gente aguardaba el permiso de tránsito haciendo fila durante el día y la noche. Cientos de postulantes se transformaron en miles. Sugihara trabajaba contra el reloj: sabía que no pasaría mucho tiempo hasta que lo forzaran a cerrar el consulado y abandonar Lituania. Continuó emitiendo documentos incluso hasta el momento de la partida del tren que lo llevaría desde Kovno hasta Berlín, el 1º de septiembre de 1940. Cuando el tren dejó la estación, le entregó su sello oficial a un refugiado, quien así podría salvar a otros judíos.
Una vez que recibían sus visas, los refugiados no tardaban en trasladarse a Moscú en tren, y de ahí a Vladivostok en el ferrocarril transiberiano. Desde allí, la mayoría continuó hacia Kobe (en donde había una importante comunidad judía), Japón, ciudad en la que se les permitió permanecer por varios meses. Luego fueron enviados a Shangai, China.
Miles de judíos polacos con las visas de Sugihara sobrevivieron bajo la protección del gobierno japonés en Shangai. Alrededor de seis mil refugiados huyeron a Japón, China y otros países en los meses subsiguientes. Habían escapado del Holocausto. El gobierno alemán presionó al japonés para que detuviese o eliminase los judíos huidos, pero éste ultimo gobierno los protegió. En “The Fugu Plan”, un libro publicado en 1930 sobre el plan Fugu, se habla de la posibilidad de que un banquero judío americano de Nueva York, prestase una considerable suma de dinero al gobierno japonés durante la guerra ruso japonesa de 1905. El agradecimiento nipón podría estar detrás de la protección ofrecida.
Al terminar su labor en Lituania, el Ministerio de Asuntos Exteriores decidió posponer una sanción a Sugihara ante la necesidad de sus servicios. Así, fue enviado al consulado general en Praga, en 1941 y posteriormente a Bucarest. Cuando las tropas soviéticas entraron en Rumania, Sugihara y su familia fueron encarcelados. Liberados año y medio más tarde, regresaron a Japón en 1946
En 1947 renunció a su cargo. Oficialmente se trató de una reorganización tras el final de la guerra. Algunas fuentes hablan de que fue obligado a ello por la desobediencia que había cometido. En un principio solo encontró trabajo de media jornada como traductor e intérprete. Se estableció en Fujisawa, preceptura de Kanagawa. Trabajó en una compañía exportadora. Estuvo trabajando en Moscú durante dos décadas. Empleó entonces un seudónimo para evitar que las autoridades soviéticas le reconociesen como uno de los negociadores en el tema del ferrocarril de Manchuria
Jehoshua Nishri, uno de los supervivientes de Lituania logró contactar con él en 1968. Tenía diez años cuando logró salir del país con uno de aquellos visados. Sugihara fue invitado a visitar Israel al año siguiente. Fue galardonado por este país con el Premio Yad Vashem en 1985.
Murió en 1986 en Tokio. Lo que hoy sabemos de su gesta se lo debemos, fundamentalmente, a los testimonios de su esposa y de su hijo mayor, Hiroki. Posteriormente, en 1991, el gobierno japonés informó a su familia, él ya había muerto, de que su cese fue parte de un programa de reestructuración del Ministerio. Hace muy poco, a finales de marzo de 2006, el Ministerio de Asuntos Exteriores japonés emitió un comunicado en el que explicaba que no había evidencias de sanciones disciplinarias por sus actividades en Lituania)
Existe una calle Sugihara en Kaunas y Vilnius, en Lituania y el asteroide 25893 se llama asteroide Sugihara. Existen, igualmente, un documental sobre las actividades de Sugihara en Lituana y una película realizada por un tal Donahue en 1997 “Visas and Virtue”.


Y en el año 2000, en la ciudad de Yaotsu, en la preceptura de Gifu, se inauguró la Humanity Hill.
Por este último punto es por donde yo he entrado en la historia que acabo de resumir. En uno de mis primeros paseos en bicicleta encontré un parque, con un monumento y un edificio que parecía ser un museo pequeño: La “Humanity Hill”.

Saliendo de Yaoutsu, en una colina desde la que se divisa el pueblo y el río. Un día leí en algún lugar que el monumento y el parque estaban dedicados a un hombre que había salvado a muchos judíos de caer en las garras de los asesinos nazis. Esta es la historia.






Estas fotos fueron tomados en la "Humanity Hill" en abril de 2006

28 abril 2006

Kyoto (otra vez) y Nara



Domingo 16 de abril

Un fin de semana de viajar, de un vivir un poco más intenso, de poner el cuerpo y la mente en movimiento. Mamen se fue en tren, con Felipe y Paloma, el miércoles a Kyoto. Yo me quede cumpliendo mis obligaciones contractuales con la empresa que me otorga tantos beneficios (por lo menos en lo económico). El viernes me tome un día libre, el que me sobraba del año fiscal anterior (terminaba el 31 de marzo) y lo añadí al fin de semana. El viernes por la mañana, sin prisa, salí con el coche hacia Kyoto. El tiempo soleado y casi caluroso del pueblo se fue trastocando y conforme avanzaba por la autopista (hay una cadena montañosa que ésta atraviesa casi sin apreciarlo) el cielo se fue oscureciendo y la temperatura bajando. Pero era un día ganado al trabajo, y eso es siempre una victoria. Haga el tiempo que haga.
En Kyoto deje el coche en el aparcamiento del hotel y me fui al centro. Me encontré con Mamen y fuimos a comer algo a un sitio recogido, con ambiente occidental, pero con comida sencilla, de mediodía. No estaba mal. Un par de mesas y una barra con una parroquiana que enseguida se acerco para tratar de ayudarnos a entender las explicaciones de la mujer que atendía el local. Como suele ocurrir, cuando un japonés sabe un poco de inglés, utiliza las pocas palabras de que dispone con solicitud, aunque en nuestro caso se trata, casi siempre de un ejercicio inútil. Nos sueltan, es un ejemplo, una horrible parrafada y entonces alguien traduce una de las pocas palabras que hemos entendido. Una de esas palabras sencillas que son las primeras que uno aprende en otra lengua. Por ejemplo, sencillo, o barato, o sabroso, o pescado.
Terminada la comida nos encontramos con Felipe y Paloma y caminamos por Gion. Caminamos por las calles adoquinadas, Sannen-zaka y Ninnen-zaka, cubiertas por hojas caídas de los cerezos. Llegamos al parque de Maruyama donde la explosión de cerezos en flor alcanza su apogeo. Se trata realmente de una exuberancia de colores, desde el blanco discreto a un rosa que llama la atención. Los japoneses no paran de hablar de los cerezos, sakuras, y del hanami, mirar las flores. A pesar del día, desapacible, amenazando lluvia y con algo de frío, la gente paseaba, hacia picnic sobre plásticos colocados sobre el suelo. Todo muy armónico, sin estridencias, sin gente molestando. Como suele ser este país. Seguimos caminando y entramos en la zona moderna de la ciudad. Coches, tiendas, ambiente de gran ciudad. Esto me fascina de Kyoto. Tiene el encanto y la belleza de los rincones que el tiempo han sabido embellecer, pero a su vez conserva la vitalidad de una ciudad que ha crecido, que esta viva, que es mas que un museo.


Al respecto releo las líneas escritas por Alex Kerr en “Lost Japan”. Dice este caballero, que ha vivido bastantes años en este país, que en contraste con Europa, las novedades llegaron a Japón (y también a China) en una oleado de modas. Estos cambios llegaron de culturas completamente diferentes. Por lo tanto, la ropa y la arquitectura moderna, por poner los ejemplos que cita Kerr, no tienen nada que ver con la cultura asiática tradicional. Los japoneses, afirma, pueden admirar los templos de Kyoto o Nara e incluso considerarlos hermosos, pero saben que no tienen un punto de conexión con su vida moderna. Estos lugares se han convertido en parques temáticos, en lugares de ilusión. A continuación realiza una reflexión sobre la biblioteca de Kameoka, una ciudad japonesa donde él mismo ha vivido. Dice que los estudiantes que visitan este biblioteca se sentirían a gusto si visitaran la biblioteca de Merton, en Oxford, un lugar construido hace setecientos años en un país lejano, con una historia ajena. Sin embargo, esta biblioteca de Merton no tiene nada que ver con las salas donde se almacenan los textos budistas, más cercanos en su historia y en su geografía. Me ha parecido una reflexión muy interesante que vuelve a tocar el tema de la penetración de la cultura occidental en este país, de su fácil y rápida asimilación en muchos aspectos.
Cruzamos el río, el Kamogawa, y estamos en Pontocho. Tercera vez que vengo a Kioto y todavía no conocía esta zona. Un lugar con encanto, con gran cantidad de restaurantes y tranquilos bares. Tomamos un café y unos bollos en un lugar de corte occidental para amansar un poco el cansancio. Luego seguimos paseando por la zona techada, por esas galerías comerciales con tiendas curiosas y gente aun más estrambótica. Para ellos, es algo mucho mas excitante que para nosotros.
Para cenar nos guiamos por el instinto. Y funciona. Atravesamos un pasillo de madera y luces indirectas, que se proyectaba en un reducido espacio de la calle, y entramos en un restaurante creado a base de pasillos y salas separadas por puertas de paneles. Yakiniku sabroso y de buen precio. Cena agradable que se prolonga hasta el sake. Este me ha parecido a mi menos seco, más suave que experiencias anteriores. Al terminar, un taxi y al hotel.




El sábado amanece nublado y chispeando. Después de un desayuno con tostadas y café cerca del hotel, vamos a Nijoo jinja. Se trata de un edificio amplio, pero discreto desde fuera, construido a principios del siglo XVII como posada para los señores feudales que iban a visitar al emperador (Kyoto fue capital imperial desde finales del siglo VIII hasta la restauración Meiji, en 1868). El lugar en cuestión está lleno de trucos para descubrir posibles espías, de pasadizos, de puertas escondidas, de escaleras que se esconden. La visita exige cita previa pero con un poco de cuento logramos vencer su suspicacia. La visita es guiada, dura una hora, durante la cual una tremenda perorata en japonés, claro pero rápido, nos explica los detalles de cada rincón de la casa. A veces desespera un poco, por la lentitud, pero la vivienda en cuestión es curiosa.
Un paseo por el mercado de Nishiki-koji, donde se vende comida preparada y sin preparar, cuchillos (autenticas obras de artesanía con el sello de sus maestros, precios nunca vistos), especias, encurtidos y mil cosas mas de nombre ignorado y utilidad igualmente desconocida, antes de regresar al hotel y poner rumbo a Nara.
Después de una pesada hora de carretera para recorrer cuarenta kilómetros, podemos dejar el coche en el aparcamiento del hotel y tomar posesión de las habitaciones. Lujo decadente, rasgado, descolorido. Pero correcto. Tomamos un taxi hacia el centro de la ciudad. Hace rato que ha comenzado a llover y la luz menguada destila una sensación de tristeza.
Nara fue el primer intento unificador de los primitivos clanes asentados en terreno japonés. Estamos hablando del siglo VI. Cuando llegan de China y de Corea influencias decisivas: la escritura, la religión budistas, las ideas chinas sobre la administración de la cosa pública. Nosotros, en pleno siglo XXI, paseamos por el templo de Kofukuji, con la luz de las farolas abriendo silenciosos huecos en una tarde mortecina y gris. La imponente pagoda de cinco pisos, que pertenece al templo, se convierte en una mole de madera oscura se hace ver a pesar de la oscuridad creciente. Felipe se ha comprado un libro para que le pongan los sellos de los templos y hacemos la correspondiente peregrinación en el de Kofukuji, que ya no podemos visitar por lo intempestivo de la hora. Es fascinante ver como las manos expertas dibujan el kanji, mojan la pluma en el tintero, aprietan o aflojan el trazo según las exigencias del propio ideograma.
Cenamos en un local, escogido al azar, donde Maki, el camarero, no deja de preguntarnos cosas sobre España y frases en español. La comida, edon, es la primera vez que la pruebo y que escucho de su existencia. Consiste en sumergir los platos tradicionales en una especie de sopa. Por ejemplo el takoyaki de Osaka, o los guioza o las setas. El aspecto es poco apetecible, pues las cosas se reblandecen, como las croquetas, pero el sabor de las sopas es sabroso. Mucha cerveza y sake ayudan a despejar la cabeza de preocupaciones.



El domingo el sol se atreve a desalojar las nubes, ofreciéndonos una luz anhelada. La temperatura sube hasta lo agradable y el paraguas se queda en el coche. Caminamos por una amplia zona verde, algo inusual en el Japón conocido por este viajero. Ciervos sueltos conviven con los paseantes, quienes les alimentan con galletas en forma de hostia. Los niños se asustan ante la arrogancia de los animales, de su falta de miedo a la hora de reclamar mas comida. El templo de Todai-ji es un recinto que comienza con la puerta de Nandai-mon. Sencillamente espectacular. Caminamos por una ancha avenida, rodeados de verde y de ciervos nada tímidos, y vemos la sala del templo, la Daibutsuen. Un edificio de madera bastante grande, aunque parece que fue incluso más grande en el tiempo en que fue construido (mediados del siglo VI). Es un enorme recinto de madera (el más grande del mundo, reza nuestra guía) dentro del cual hay una estatua de Buda gigante. El gran Buda, Daibutso, a pesar de encontrarse sentado en la posición del loto, mide quince metros de alto. Muchos turistas, algunos occidentales que aprovechan la Semana Santa de las tierras cristianas. Como nuestros amigos.
Salimos del templo y caminamos hacia el parque de Yoshikien. Un lugar agradable, poco concurrido, donde nos dejamos llevar por sus senderos hasta llegar a una casa de te. Una construcción diáfana, limpia, donde solo el suelo de tatami y las paredes de panelas configuran una estructura que relaja la vista. Alrededor verde y silencio. Por encima de este lugar tan tranquilo un cielo azul vigoroso, moteado de blancas nubes que no se atreven a contestar un día de primavera. Este jardín se compone de dos jardines: el jardín Moss, donde está la casa de té y el Pond, donde hay un estanque, con carpas, como no, junto a otra casa parecida a la de té. También cerrada, solo se puede contemplar desde fuera. Una estructura similar.

Pronto, nos recogemos y nos subimos al coche para regresar al pueblo. Hay que volver a desandar el camino hacia Kyoto, que vuelve a ser una pesadez de lentitud. Acercándonos a Kyoto el día se vuelve a estropear y la lluvia vuelve a visitarnos. Llegamos a casa sin más novedad y nos preparamos una cena improvisada. Mañana, Felipe y Paloma se van en tren a Tokio, de donde regresaran a España el viernes. En conjunto han sido unos días muy agradables los que hemos pasado con ellos. Y con los quesos y vinos que han traído para animar un poco nuestras orientales cenas y nuestras hispánicas tertulias.