Expatriado en Japón

Kani Shi es una pequeña ciudad en la preceptura de Gifu, a menos de una hora en tren de Nagoya. El Japón profundo con aires de modernidad. Pero menos.

18 diciembre 2005

Recuerdos de un viaje en invierno.




Martes 13 de diciembre




Hoy no me puedo quejar de que estos últimos cuatro días no hayan dejado algún recuerdo algo más intenso que la monotonía de los días de trabajo. Aunque también es cierto que en esas tardes oscuras de frío, de flecos de tiempo que se deshilachan de las horas de oficina, en esas horas de agradable lectura en casa, aunque se respire la cotidianeidad, también se siente un bienestar agradable. Casi burgués. Casi de cuarentón. Supongo. Como cuando el frío comienza a penetrar la piel, buscando los huesos para roer y de repente encuentra uno un recinto caliente. Y comienza a sentir la derrota del frío, el dolor de la batalla. La humanidad simplificada.
El viernes nos levantamos pronto y salimos en coche rumbo al sur. Al sur de Nagoya. El día amaneció nublado, pero conforme bajábamos hacia la península de Ise el tiempo fue mejorando, abriéndose grandes agujeros en las nubes por los que se colaba el azul intenso del cielo. El trafico se fue despejando según dejábamos Nagoya y sus alrededores detrás nuestra. La alegría de ver el paisaje fluir a los lados, de sentir la curiosidad por enfrentarse a escenarios nuevos en nuestros días, se infiltraba en lo más profundo de mi ser. No puedo hablar por los demás. Y así llegamos a Ise. Ise es un nombre sagrado en el sintoísmo, la religión en la que se apoya y se justifica la existencia del emperador. El Ise Jinguu, el santuario sintoísta más sagrado de Japón se compone de dos templos que visitamos. Primero, de forma casual, nos dirigimos al templo Genkuu. Es un recinto situado en el interior de un bosque, con senderos que unen una serie de pequeños lugares sagrados donde rezar. El más importante, el dedicado a la diosa Toyouke no Oomikami. No es más que un edificio simple de madera con un tejado de paja prensada de un grosor apreciable. Unos vigilantes, elegantemente ataviados con largos abrigos cruzados y gorra de plato, ayudan a las cámaras de televisión a vigilar que nadie traspase las barreras que delimitan el recinto sagrado. Allí donde solo puede entrar el emperador y su familia. Primitivo. Hay una gran explanada donde se va a construir el nuevo templo. Parece que cada veinte años lo construyen de nuevo a pocos metros del lugar original. Hace frío, aunque el sol calienta. Pero entre los árboles, en medio de ese bosque donde están situados los templos, el aire es frío y húmedo.
En el viaje en coche hemos venido comentando cosas que nos llaman la atención de Japón. A los recién llegados les chocan las mismas cosas que a nosotros al principio. Resulta refrescante hablar con alguien que recibe el choque cultural y lo lleva casi intacto a sus espaldas. Por cierto, los que visitamos ayer el onsen, empezando por el que esto escribe, hemos coincidido en haber tenido sueños intensos la noche pasada. Tal vez aquellos vapores aromáticos sean los responsables. Volveré.
Después, con el coche, buscamos el otro templo, el de Naikuu. Mas grande el recinto, también situado en un bosque, el lugar es más hermoso. Un puente arqueado, el Uji Bashi, sobre un río, escueto, nos dirige por una avenida de piedrecitas que un trabajador se esfuerza en distribuir homogéneamente. Un trabajo absurdo para mis ojos. Mucha gente camina, descolocando con sus pasos las piedrecitas. Un lugar muy agradable. Un bosque que invita al recogimiento. Pero el frío mitiga esta sensación. Muchos guardias impecablemente vestidos. Poco realmente que ver desde la distancia impuesta por las barreras de seguridad. Según indica la guía, aquí está guardado el espejo sagrado de Amaterasu, uno de los atributos tradicionales del poder imperial. Más costumbres milenarias para justificar algo anacrónico en este país. Cruzando el puente de nuevo, saliendo de lo sagrado, a la derecha nace una calle profana y peatonal. Ohari machi, llena de tiendas de recuerdos y de sitios donde comer. Aquí no debe entrar el emperador. Entramos en un lugar que no me pareció especialmente maravilloso y tomamos un seto (palabra katakanizada del ingles; katakanizar es un verbo que no estoy seguro de que exista, si no es en el acervo de los expatriados hispano parlantes en este país) cada uno. El precio desvirtuaba aún más la calidad del conjunto.
Después de comer, subimos al coche y vamos bajando por carretera hasta Kashikojima. Nos desviamos a ver Meoto Iwa, dos piedras sagradas que están unidas por una cuerda, también sagrada. Representan a Izanami e Izanagi, los dos dioses, varón y hembra, que crearon Japón. Están situadas en el mar, a pocos metros de la costa. Una costa complicada, rocosa, en la que se ha tallado un sendero para poder verlas más de cerca. Un pequeño templo en el que estamos poco tiempo pues el viento es muy fuerte y el frío se disuelve por nuestros huesos con dolor. Dolor sagrado, espero. Con el coche tratamos de llegar a algo que nos ha parecido un castillo, pero que no figura en la guía. Solo llegamos a un templo junto a un decrepito albergue juvenil que no parece funcionar. Un curioso cementerio para perros termina de completar un recinto extraño, hundido en la espesura de un bosque, en la ladera de un monte. La noche comienza a mostrar sus garras. Son las cuatro y media. La oscuridad traerá mas frío, seguro. En el coche uno se siente a refugio del terrible viento, del frío traicionero. Con algún problema de orientación, llegamos al embarcadero. Es curioso que al meter el teléfono del riokan en el navegador, este nos marca la ruta, ignorando el agua. El riokan Ishiyama está situado en una isla, y el camino trazado en la pantalla parece ignorar el agua. Mente simple, de silicio. La isla no se encuentra muy lejos del embarcadero. Se ve un punto tenue de luz. Más bien lúgubre parece aquello desde la distancia. Llamamos por teléfono. Como allí, nos informa la voz que habla inglés, no hay para comer, decidimos alimentarnos antes de dejarnos llevar por la barca misteriosa, camino de lo desconocido.
Después de dar un paseo por una escueta calle de una población japonesa idéntica a otras muchas, sin grandes alicientes, entramos en un yakiniku. Comemos bien y barato. Y caliente. Acabada la cena, a eso de las ocho de la noche, vamos al embarcadero y llamamos por teléfono de nuevo a nuestro contacto en el riokan, para que venga a buscarnos. Mientras terminamos de sacar las maletas y mochilas del coche, vemos salir un punto de luz de la isla. Una luz acompañada del rumor de un motor. Nos entra un poco de congoja. Es como dejarse llevar por un desconocido a un lugar apartado, sin grandes posibilidades de huir. Pero nos montamos en su barca, atrapados por un curioso aire de aventura, de riesgo infundado que nosotros mismos hemos creado con nuestras bromas al respecto. El movimiento de la barca nos mete de lleno la brisa del mar en el cuerpo. Ganas de quitarse este frío húmedo y pegajoso. Llegamos, por fin. En un edificio con una decoración ecléctica donde se ven elementos africanos que conviven, pacíficamente, con lo autóctono, el resto de la familia nos da la bienvenida y nos contempla, curioso, dejar nuestros zapatos a la entrada. Nos falta la soltura de los nativos. Nos entregan nuestras llaves. Las habitaciones, grandes, decadentes pero limpias, están bastante calentitas. Se agradece. Una televisión de hace cincuenta años lleva adosada una máquina para tragar monedas. Surrealista, más que vetusto. Hay que pagar por usar aquel monitor diminuto que parece más propio de un circuito cerrado de vigilancia de un aparcamiento subterráneo. Por ejemplo. La calefacción, también debe estar más cerca de la Segunda Guerra Mundial que de nuestros días. Pero el frío se empieza a esfumar del cuerpo y uno agradece la fiabilidad de la tecnología de los años cincuenta. Un baño caliente en el ofuro, y la vida se nos aparece de otra forma. Nos hacemos unas fotos, todos con las yukatas, idénticas. Nos comportamos como perfectos turistas occidentales.

El sábado amanece soleado. En el futón, debajo del edredón, se está bien. Pero como nos acostamos pronto, a las siete estoy despierto, con los ojos ansiosos por contemplar lo nuevo. Por fin veo el paisaje con luz. Es curioso como cuando llego a un lugar de noche y no logro ver sino retazos de su fisonomía, me parece maravilloso descubrirlo al día siguiente. Contrastarlo con los desvelos que esbozo la imaginación a partir de bien poco. Desde la ventana de la habitación, solo se ve un pedazo limitado de mar. A los lados, la isla, nuestra isla, enfrente la costa y brazos de tierra se dibujan en mi horizonte. Pero el paisaje es agradable. Bajamos y llamamos al timbre en recepción. Craso error el no haber informado el día anterior al hombre de nuestra prevista partida. Después de un rato, aparece en pijama y con cara de recién despierto. Pero con una sonrisa, es japonés, nos dice que en cinco minutos nos llevará al embarcadero de donde nos recogió la noche anterior. En la planta baja, el riokan tiene una bonita terraza. Creo que volveremos con buen tiempo.
Metemos las cosas en el coche y, dado que no parece factible encontrar un lugar donde desayunar estilo occidental, algo a lo que ninguno de nosotros parece querer renunciar, entramos en un convinience (palabra inglesa katakanizada según la trascripción anterior), esas tiendas veinticuatro horas abiertas donde se puede comprar muchas cosas útiles y que siempre están atendidas por gente muy joven con cara de contrato temporal y precario. Nos aprovisionamos de café caliente en lata (no está tan mal) y de bollería industrial (colesterol y del malo). Desayunamos dentro del coche. Cuando terminamos tan austera refacción, rodamos por la carretera, junto a la costa. Muchas curvas, muchos pueblos. En esta zona se dedican con intensidad al cultivo de perlas. Parece ser que fue cerca de aquí, en Toba, un tal Koichi Mikimoto produjo la primera perla cultivada del mundo. Paramos a hacer fotos, a pasear por una playa. El sol lanza sus rayos a través de un cielo limpio. A pesar de la fecha, se nota que calienta. Avanzamos por la costa y luego nos desviamos hacia el interior, buscando el ascenso hasta Koya san, nuestro próximo objetivo. El navegador nos da seis horas para ciento cincuenta kilómetros. Nos parece exagerado. O al menos a mí. Los pasajeros guardan silencio, aterrados ante la perspectiva de las horas de coche. Supongo. De hecho, se recupera tiempo con facilidad al principio. Son carreteras de montaña que atraviesan valles muy bonitos. La frondosidad de la montaña es similar a la que hay en Gifu. No se ve el perfil de las montañas sino suavizado por la espesa capa vegetal. Uno no deja de encontrarse con casas y, allí donde la naturaleza se suaviza y un estrecho valle ofrece una pequeña planicie, surge un pueblo, campos de arroz, algún taller. Pero la subida a Koya san no permite circular a mucho mas de cuarenta kilómetros por hora. Y solo en algunos sitios. La carretera es sumamente estrecha. En un lugar tuvimos que discutir sobre quién retrocedía con otro conductor. En algunos tramos hay que mirar para que las ruedas entren en el asfalto con sumo cuidado. Luego descubrimos que por el norte hay otra carretera mucho mejor para subir. Koya san esta a 800 metros de altura. Hay nieve y hace bastante frío. Pero el lugar merece la pena. Es un conjunto de templos, cubiertos sus complicados techos de paja prensada de nieve. Algunas tiendas de recuerdos en la única calle que recorre el lugar.




El primer templo de Koja san fue fundado en el siglo IX por un monje budista. Actualmente hay más de un centenar de monasterios, muchos de los cuales proporcionan alojamiento. El lugar, un bosque espeso recogido en mitad de las montañas debía invitar a la oración y la meditación. Caminamos buscando el templo de Kongoobu ji. Preguntamos a un monje que barre el hielo de la entrada a un monasterio. Para mi sorpresa me responde en inglés. En fragmentos sencillos del idioma inglés. Prueba del turismo que debe llegar a este lugar. Me indica en un mapa gigante que hay colgado en la calle. Pero llegamos tarde. A las cuatro y diez cierran el acceso y ya no se puede visitar. Lástima. Siento la atracción de estos lugares. Siento la belleza serena de estos espacios de tatamis invitando no solo a la oración, sino a la libre meditación. Me gustan. A diferencia de los lugares sagrados del cristianismo, donde la piedra predomina, aquí se ha construido siempre con madera. Mucho más efímero. Mucho mas delicado y frágil. Alguna razón habrá. El frío me impide terminar de dar forma al pensamiento. Caminamos por aceras cubiertas de hielo hasta el Danjo Garan, otro edificio de madera grande. Esta cerrado, pero una puerta corredera lateral nos permite mirar dentro. Un espacio grande, con los adornos dorados propios en un extremo, que también parece llamar al recogimiento. La oscuridad va robando las formas, escamoteando los relieves. Las montañas se vuelven azules y el cielo pierde profundidad. Un lago helado. Un puente de madera cubierto con laca naranja. Las últimas fotos del día. Regresamos al coche, agradeciendo el refugio de la calefacción.
Cae la noche pronto y nos queda bajar por otra carretera que enlaza una curva con otra, pero de mejor firme y ancho sensato, hasta caer en la llanura hiperurbanizada que nos conducirá a nuestro hotel en Osaka. Tráfico pesado. Lentitud, como siempre, en el circular japonés. Llegamos, por fin a las siete y media. En total no habremos hecho más de trescientos kilómetros y hemos estado en el coche cerca de seis horas. Japón. En la habitación del hotel duermo quince minutos. El coche me cansa, sobre todo esta pesada entrada a la ciudad. Luego vamos a Dotonbori a cenar. Nosotros todavía lo recordábamos de la vez pasada, hace ahora casi un año. Mucha gente con ropas extravagantes, con peinados exóticos, mucho neón. Modas salvajes a la vista. Mientras cenamos, la elección del restaurante ha sido un desastre, comentamos el cambio de paisajes del día. Amanecimos en una tranquila isla. Anduvimos por una costa despejada, llena de cultivos de perlas, con pequeños pueblos, Incluso paseamos por una playa. Luego subimos a la montaña para ver esos templos entre nieve y hielo. Monjes corriendo de un templo a otro. Y luego el ajetreo urbano de Osaka. Mucho contraste. Muchas horas de coche.

El domingo, después de desayunar, nos dividimos. Ellos, los recién llegados, optan por visitar el castillo de Osaka y sus parques. Nosotros vamos hacia el Museo de los Derechos Humanos de Osaka, el Liberty Osaka. Difícil de encontrar, nos hace caminar por calles tristes, desiertas, en una mañana de domingo con el cielo gris. El aire sigue siendo frío y húmedo. El museo aparece por fin, después de dar vueltas, preguntar. Parece que lo han renovado hace poco. No hay guía en inglés, aunque nos dan unas fotocopias con unas notas en este idioma. El resto está todo explicado en japonés. Pero Mamen insiste y el director, el señor Ohta nos acompaña en nuestra visita por el museo. Al principio no sabemos de quien se trata. Tan solo de un amable japonés que es capaz de hablar un muy decente inglés y que se ofrece a explicarnos los contenidos de las salas. Hay veces en que uno tiene suerte. Se trata, él mismo nos lo explica, de un buraku, uno de los que nacieron en un barrio de curtidores, considerados impuros y marginados por la sociedad japonesa. A pesar de que el museo no es muy grande, estamos tres horas acompañados de sus palabras en inglés. Habla despacio y escucha nuestras preguntas. Muy interesante. El museo, después de explicar los derechos básicos del hombre (uno de ellos, me llama la atención, es el derecho a ser bello: toda la información al respecto se refiere a las mujeres), pasa a comentar la situación de aquellos colectivos especialmente marginados en Japón. La guía Rough dice que habla del lado oscuro de Japón y eso me recuerda el titulo de un libro El Costado Oscuro de Japón, de Ian buruma, que parece hablar de lo mismo. Según voy constatanto, poco a poco, este país no es una democracia al sentido occidental, sino más parecido al sistema mejicano, con su corrupción y su clientelismo. Y en cuanto a derechos humanos se refiere, parece que hay aspectos tan turbios como en Turquía o China. Japón y los japoneses parecen tener facilidad para separar en grupos, para marcar flechas de superioridad inferioridad.
Nos habla el señor Ohta de los discapacitados. Parece que las familias los tienen en casa, en condiciones lamentables, solo para cobrar sus subvenciones y ayudas. Lo cierto es que Mamen y yo hemos comentado varias veces lo raro que es ver a un hombre en silla de ruedas, a un ciego. En el pueblo donde vivimos, imposible. Solo los ancianos van en silla de ruedas motorizada. Pero en ese caso, es la edad la que vence al cuerpo y no un impedimento de nacimiento, una mancha, una prueba de impureza. Se habla del sida. Nuestro amable guía nos explica que no hay información sexual en los colegios de carácter preventivo, dado el carácter tabú que el sexo representa en esta sociedad. Consecuencia: los casos de sida crecen. Es una enfermedad maldita y las personas afectadas hoy en día sufren marginación. Hubo un espectacular crecimiento después de una infección propiciada por sangre contaminada importada de otros países. Ello llevo a acciones contra el estado y compañías farmacéuticas. La homosexualidad también tiene su lugar en este museo. La emancipación de la mujer en un país donde solo logró tener acceso al voto gracias a la constitución americana posterior a la segunda guerra mundial, parece cosa muy reciente. Los hospitales para leprosos. Según parece la lepra ya está practicamente erradicada, pero todavía queda gente mayor, infectada. En este país cuando se detectaba un caso se le apartaba de su familia por la fuerza y se le ingresaba en un centro. Llama la atención que todas las leyes contra la marginación de la mujer, de los incapacitados (hasta hace poco no podían ir a colegios de gente “normal”) son muy recientes. Al igual que los movimientos de protesta.
Se habla de las minorías: de los coreanos que viven en Japón. Gente que fue obligada a trasladarse a este país cuando Corea fue anexionada por la fuerza. Muchos murieron trabajando en las minas de Hokkaido. Muchas mujeres trabajaron como esclavas sexuales para los soldados que se dispersaron por todo Asia durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía se discute el tema de las compensaciones a estas mujeres. Hasta hace poco no se les concedía a los coreanos la nacionalidad japonesa, aún habiendo nacido y vivido toda su vida aquí. Incluso hoy sufren discriminación, nos aclara con voz pausada nuestro guía. Se habla, igualmente de los habitantes de Okinawa, la isla tropical del sur. Parece que a principios del siglo XX muchos habitantes de Okinawa llegaron a la zona de Osaka para buscar trabajo en la floreciente industria. Pero sufrieron mucha discriminación y rechazo. Acabada la Segunda Guerra Mundial, y con Okinawa largo tiempo bajo el control estadounidense, requerían un pasaporte para regresar a su tierra. Hoy en día Okinawa tiene una fuerte presencia militar americana, aunque según lo que he leído hace poco, parece que podría trasladarse parte del contingente a otros lugares.
En Hokkaido existían unas tribus, ajenas a los trajines históricos del resto de Japón que fueron forzados a convertirse en japoneses con la restauración Meiji (1868). Los Ainus. Se les obligo a renunciar a su cultura, a su lengua. Hoy en día constituyen un grupo activo en defensa de su tradición y de su historia frente al martillazo unificador nipón.
Y al final estaba el apartado dedicado a los buraku. La gente que tradicionalmente se había dedicado a trabajar la piel, los curtidores, junto con los carniceros eran gente clasificada como impura. Según nos cuenta, se trata del budismo y de su creencia en la impureza que emana de trabajar con cuerpos de animales muertos. Lo cierto es que los buraku (algo que ya había leído en otros muchos sitios) han vivido en sus propios ghetos, con un estatus diferente. Incluso cuando por ley no existía tal discriminación, los buraku seguían siendo gente al margen. Nos cuenta el señor Ota que hace relativamente poco una empresa redacto un listado de todas las barrios de poblaciones japonesas donde residían buraku, y que fue vendido a muchas grandes empresas japonesas que lo emplearon para discriminar en su selección de personal. Patético. No obstante, las condiciones de vida han mejorado sensiblemente, en parte gracias al movimiento de liberación, muy activo desde hace un siglo.
Justo al final, una sala dedicada al desastre ecológico de Minamata. Durante mas de veinte años se realizaron vertidos tóxicos de mercurio al mar. La gente ingería el mercurio a través del pescado. Miles de muertos y damnificados. Al final de un largo proceso se logro, en 1996 un veredicto de culpabilidad para la empresa responsable y para el gobierno por dejadez y se impuso a los culpables la obligación de pedir perdón.
Tres horas aprendiendo a conocer lo que se esconde detrás de los anuncios de publicidad de una amable mujer ofreciendo té en Kyoto o de unos jóvenes risueños comprando en Tokio. Pausa para tomarnos un té en el Coffee Corner del museo. Un problema de entendimiento hace que nos veamos con una taza de té verde y un tazón de chocolate caliente cada uno. Seguro que alguna de las amables mujeres que allí trabajaban tenía la anécdota para contar en casa. “¿Sabéis que los europeos toman te verde y chocolate caliente al mismo tiempo?” Y a partir de situaciones grotescas y absurdas se configura una perspectiva errónea del otro. En este caso, algo inofensivo.
Llegamos al hotel a las cuatro. Sin comer pero satisfechos de la experiencia. Nos reagrupamos y salimos con el coche hacia Kyoto. Esta vez, apenas una hora de trayecto. Llegamos de noche. Un ryokan céntrico y agradable. Duermo un rato. Creo que más que cansancio es el frío que mi cuerpo no logra contrarrestar con el calor que tanto esfuerzo cuesta generar. Nunca me había pasado. Dice Mamen que estoy muy delgado, más que nunca, y que por eso no detengo el avance imparable del frío. A lo mejor es la carencia de colesterol bueno. Después salimos a cenar algo sencillo, occidental. A veces es necesario descansar de los sabores fuertes de la comida japonesa.

El lunes nos despedimos de Nico y Eduardo. Siguen camino hacia Hiroshima en tren. Han sacado en España el Japan Rail Pass, con el que pueden viajar gratis durante tres semanas por unos cincuenta mil yenes. Solo lo pueden utilizar extranjeros no residentes en este país. Lo curioso es que la mujer que atiende el mostrador dedicado a los viajeros con este pase no habla inglés.
Nos vamos con Nines a ver templos. Kyoto ofrece mucho que ver. Me sorprendió la primera vez que vinimos por el tamaño. Para mí los templos en Kyoto pierden algo de su encanto al verse encerrados en medio de una gran ciudad.. Me gusta más disfrutar de la tranquilidad de los templos encerrados en la montaña, como el de Koya san, o en el bosque, como Eihi-ji. Aun así los templos aquí son impresionantes. Fuimos, andando desde la estación, hasta Higashi-Hongan ji. Se trata de un templo budista compuesto por dos edificios. Uno de ellos, la Sala del Fundador, un impresionante edificio de madera con columnas cilíndricas de este material, está cubierto por fuera con una estructura horrible mientras dura su restauración. Y va para unos cuantos años. Pero por dentro abruma. Hay una vitrina de cristal dentro de la cual se muestra una cuerda hecha con pelos de mujeres devotas. Según explica un cartel informativo, las cuerdas normales no eran lo suficientemente fuertes para levantar las vigas del techo y se partían. Hay un trineo de carga que servía para bajar la madera necesaria para la construcción del templo. Otro cartel advierte de la cantidad de gente que perdió la vida en los aludes, mientras trabajaban en la construcción del templo. Vidas segadas para tanta grandiosidad. Absurdo, es la primera palabra que me vino entonces a la cabeza.
Caminando por una larga y ancha calle, con frío y sin sol, llegamos al recinto donde se esconde el templo rival del anteriormente visitado, el de Nishi Honggan ji. Este fue fundado por la secta de la tierra verdaderamente pura, la Joodo Shinshuu. Alcanzo tanta influencia que el shogun promociono el templo del este (higashi) para contrarrestar la influencia del templo del oeste (nishi). Aquí encontramos muchos edificios o templos de madera en un recinto bastante amplio. El sol empieza a lucir. Las nubes del cielo se fragmentan y un azul inmenso se desborda por las grietas. La luz nos da una perspectiva más hermosa de los templos de madera. El quitarse los zapatos y caminar solo con los calcetines por la madera de los templos me deja los pies ateridos, insensibles.
Antes de comer decidimos caminar un poco en dirección al Too-ji. El sol ya parece instalado con decisión, y sus rayos templan un poco el aire. Pero a ratos se levantan unas incómodas rachas de viento y el frío vuelve a mostrar sus garras. Creo, definitivamente, que algo no va bien en mi organismo. Nunca antes he tenido problemas con el frío.
Desde lejos se ve la enorme pagoda de cinco pisos, que nos ayuda a orientarnos en el camino. Pagoda, para mi sorpresa, no es una palabra japonesa. Takami san no me entendía un día que le hablaba de una pagoda. Ellos utilizan otra palabra, que viene a significar torre. Un enorme recinto con varios templos de madera nos recibe. Lo malo de realizar todas estas visitas una detrás de otra, es que uno se acostumbra a la grandiosidad y las referencias van elevando el nivel. Aun así, con los arces enrojecidos bajo el sol efervescente, la visión de conjunto me fascina. Me gustaría volver con quince grados más. Lo haré. Entramos en el Miei-do, donde un hombre y una mujer mayores escriben con llamativa precisión kanjis sobre un papel con el sello del templo. Muchos fieles los compran y con un secador de tela terminan de secar la tinta. Es fascinante ver como realizan los trazos. Años de práctica. Meticulosidad japonesa. Mamen y Nines compran dos cuadros completos de trazos. Son bonitos, pero en general siento cierto rechazo a toda transacción comercial por debajo de la cual fluya el sentimiento irracional de lo religioso. No estoy diciendo que irracional sea un apelativo despectivo. Irracional es la intuición, y es parte importante de mi ser. Fin de la disertación.
Paseamos por los jardines y rodeamos la pagoda. Impresiona ver un edificio tan alto de madera. Y tan antiguo. Aunque parece que data del año 828, la última reconstrucción es del siglo XVII. Primero entramos en el Koo-doo y debo decir que me sorprende. Es la primera vez que veo un templo con estatuas gigantes de Buda gigantes. Con la oscuridad interior, aquello parece un sueño delirante. No invita a la meditación, sino a la observación. No hay mucho espacio para arrodillarse a orar. Unas esculturas, los Godai Mio, ofrecen una visión aterradora, guerrera. A continuación entramos en el Kon doo, con apenas tres figuras de Buda, parece menos surrealista.
Tenemos hambre y ganas de sentarnos un rato. Lo sagrado, como lo bello, en abundancia cansa. Caminamos hasta la estación de tren, donde sabemos que hay hileras de restaurantes con menú del día, uno junto al otro. Es cuestión de elegir. Parece que acertamos y la sopa caliente templa un poco el organismo.
Poco más que contar. Dejamos a Nines en el ryokan, tomamos el coche y vuelta a casa.

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